Número 50, octubre 2013

IV Desembarcos
I - Un viaje down under
Alfonso Buitrago Londoño. Ilustración: Alejandra Congote

 
 

Cuando decidí ir a vivir a Australia no sabía que caería tan bajo. No era algo que anhelara especialmente, como le pasaba a Santa, el personaje que interpreta Javier Bardem en Los lunes al sol. Acostado sobre las rocas de la costa gallega, tomando el sol y mirando al horizonte, divaga con su amigo Lino.

—¿Tú sabés cuántos kilómetros tiene Australia? Diez veces los de aquí — dice Santa.
—¿Y habitantes?
—Ni idea, ni la mitad que aquí. Aquí no salimos de una mierda. Porque te dan tu parte, eh… —¿En serio?
—Cuando te jubilas, por una ley que hay, dividen. Dicen: a ver, cuántos kilómetros de país, los que sean, entre tantas personas, tanto… No sé, ponle, dos kilómetros cuadrados, tres kilómetros… lo que toque, y te lo dan, a cada uno su trozo.
—Ah…

Ni siquiera estaba seguro de querer irme de Medellín. Lo hice para quitarme de encima la cantaleta de aprender inglés. ¿Qué podía perder? Lo único que conocía de Australia, aparte de los canguros y el demonio de Tasmania, era que geográficamente correspondía al culo del mundo, y por eso le decían Down under, los mismísimos infiernos. La tierra de Men at Work, the land of plenty… where women glow and men plunder...

Por casualidad el viaje quedó para el viernes 20 de julio de 2001, festivo, ¿el día de mi independencia? Cada quien tendrá un recuerdo de sus momentos de libertad, el mío tiene la forma de una inmensa tula negra cargada con cobijas, sábanas, libros, bluyines, sacos, camisetas, zapatos, tenis, implementos de aseo para seis meses, bocadillos, bolsas de café, botellas de aguardiente y cartones de cigarrillos, que pesaba más de treinta kilos. También llevaba una maleta de mano, llena de las mismas cosas, que pesaba veinte kilos. En ese entonces mi peso era de unos 65 kilos. A principios de este siglo los únicos que tenían maletas con rueditas que se podían jalar como carritos eran los pilotos y las azafatas. La tula negra era más aparatosa que un backpack de mochilero –australiano– de setenta litros.

En 2001 yo tenía veintitrés años, vivía con mi madre, quien pagaba el viaje, y tuve que dejar que me ayudara a empacar. Cada vez que embutía otro pantalón en la tula me recordaba las horas de vuelos internacionales que había hecho como turista –aunque nunca había vivido fuera de Medellín, y una cosa no tiene nada que ver con la otra–. Era metódica, estricta, y pocas veces le salían mal las cosas.

Llegamos al mostrador de la aerolínea con más de tres horas de anticipación, porque con esas maletas era mejor andar prevenido, y pasó lo que tenía que pasar: sobrepeso. Tenía que sacar diez kilos de la maleta de mano y cinco de la tula. Fue como si me hubieran hecho una liposucción, pero en ese momento no sabía si lo que quería perder era barriga, muslos, culo o una parte del cerebro. No hay independencia sin guerra. Debía despojarme de quince kilos y reorganizar las maletas. A ver si me entienden: la tula levantada medía más de un metro, y para sacar la cobija y las sábanas, que obviamente estaban en la base, había que desocuparla por completo.

Maldije a quien me parió, que no solo pagaba para deshacerse de mí, sino que además me quería mandar a la Conchinchina con la casa a cuestas. Escupí el plato que me daba de comer, grité y le dije que me dejara solo con mis restos. Ahora lo entiendo: me levanté contra quien patrocinaba mi libertad. Me dejó con mi hermano, quien me miraba en silencio, y creo que con una novia, quien no se atrevía a decirme nada. Me marché sin darle un beso a mi madre.

Viajaría a Buenos Aires, luego a Auckland, en Nueva Zelandia, y finalmente a Melbourne, donde viviría. Pasé unos días de invierno en Buenos Aires, donde una tía, y comprobé en sus calles mojadas y empobrecidas, con mendigos durmiendo en la calle y hombres y mujeres vendiendo lápices en el subte, como caía más abajo del asfalto su ilusión de ricos por el cambio de un dolár por un peso. Llegué a Melbourne una semana después. Era domingo y en Australia también estaban en invierno.

Habían pasado ocho años desde que cayó en Medellín Pablo Escobar, pero cada colombiano seguía siendo un potencial heredero de su negocio, como si Escobar hubiera sido un traficante de su propio semen y a todos nos corriera su simiente por la sangre. En la fila de inmigración del aeropuerto de Melbourne un perro –o una perra– me dio una bienvenida que Santa hubiera deseado y olisqueó mi fábrica reproductora allá down under, golpeándome las pelotas con el hocico como si fuera un malabarista de semáforo. She made me nervous, como dirían los “hombres trabajando”.

Lo único sospechoso que llevaba eran dos pastillitas estimulantes que había metido en el estuche de los lentes de contacto, con la esperanza de ver algún día un antro electrónico subterráneo y comprobar la cercanía de aquel país con el infierno. Afortunadamente no me las metí en las güevas.

Me recogió una camioneta con los logotipos de la universidad donde iba a estudiar, que me llevó por una planicie tapizada de autopistas hasta la casa donde iba a quedarme –todavía no había pronunciado una palabra y daba gracias porque the land of plenty estaba llena de señales a prueba de latinos I don’t speak English–; luego me di cuenta de que en Australia, si sigues las señales, puedes vivir cincuenta años sin abrir la boca.

La casa quedaba en un barrio aledaño al campus de La Trobe University, con nombre como de Los Picapiedra: Bundoora. Un suburbio de clase media, a unos cincuenta minutos en tranvía del centro de la ciudad, donde vivían personas a las que les venía bien alquilarle una habitación a estudiantes extranjeros –preferiblemente que no fueran chinos–.

La casa era pequeña, con un porche viejo y un jardín sin podar. Detrás se veía un garaje con la persiana ladeada y a medio abrir. La ventana principal, que daba al jardín, tenía la cortina cerrada. Abrió la puerta una mujer de unos cincuenta años, rubia, no muy alta y de contextura gruesa, sonriente y con sudadera y bata larga.

 

Ilustración: Alejandra Congote


Me invitó a pasar y me dijo su nombre. Nunca lo pude pronunciar bien. Se llamaba Aletha, pero esa th terminada en a, bien dicha, me salía con babas. Le decía Aleta o Alita, y a ella le daba igual.

La casa tenía una cocina con barra americana, y un salón con un sofá, un par de poltronas y un televisor ochentero. Aletha me ofreció un sánduche con café –she took me in and gave me breakfast– y viéndola prepararlos me di cuenta de que en Australia los alimentos eran más grandes: el pan tajado, el frasco del café, el jamón, la caja de cereal, los enlatados. ¿Será por eso que la gente es más grande? Cuando terminé me dijo algo así como que debía dormir porque seguro tenía jet lag, cosa que tuve que buscar en un diccionario electrónico que llevaba en el bolsillo desde que hice tránsito en Auckland. Mi situación lingüística era tal que casi no recuerdo cómo se decía “cuchara” para poder echarle azúcar al café.

La habitación era pequeña, alfombrada, con una cama alta, bien dotada de sábanas y cobijas, una silla y un escritorio en el que cabían el portátil y un cuaderno. Por la ventana se veían árboles y un prado tupido. Estaba en una casita campestre destartalada en medio de un barrio.

Esa noche, sin saber muy bien cómo, descifré que Aletha era secretaria en un local de venta de muebles, o algo así, divorcida, con dos hijos adultos que ya no vivían con ella; y que adoraba desocupar latas de bourbon Jim Beam con cola, jugar en las máquinas tragamonedas y comer pizza.

Alojaba temporalmente a su amiga Evelyn, a quien conocí cuando desperté. Tenía unos cuarenta años, un pelo muy fino y rubio que le caía sobre los hombros, la piel bronceada, recia, y los ojos verdes. Su sonrisa era amplia y dejaba ver unos dientes resplandecientes y postizos; su ex marido se los había tumbado de un golpe. No tenía empleo pero sabía cocinar, limpiar y pintar. Solo tomaba Coca Cola, pues había dejado la bebida, y venía de Perth, una ciudad en la Costa Oeste. Había llegado donde Aletha para cambiar de vida, dejando dos hijos y una nieta a más de tres mil kilómetros de distancia.

Me invitaron a dar una vuelta por el barrio y a comer afuera para celebrar la llegada. Casitas, casitas, porches, porches, jardines, jardines, y al final una calle amplia, main street, con locales comerciales: bancos, bares, restaurantes, lavanderías, casinos y el correo. Probé el meat pie, un pastel de carne hojaldrado, un infantable australiano, y, por supuesto, el bourbon Jim Beam con cola.

Aletha nos invitó a un casino, pues me quería enseñar a jugar en las maquinitas. Bebimos y bebimos, Aletha hablaba cada vez más enredado y yo le entendía cada vez mejor. Evelyn se reía con todos sus dientes, sobria, pero vaya a saber qué cosas intentaba explicarme.

Nos quedamos hasta que cerraron el local. Aletha no quiso entregar las llaves del carro e insistió, de mal genio, en manejar hasta la casa, que quedaba a unas cinco cuadras; Evelyn no discutió. Yo las seguía detrás con otra lata de bourbon con cola en la mano. Al llegar a la casa Aletha metió el carro en un espacio entre otros dos, chocándolo atrás y adelante, como Los Picapiedra. La banda sonora no podía ser otra: “Do you come from a land down under? / Where beer does flow and men chunder / Can’t you hear, can’t you hear the thunder? / You better run, you better take cover”.

A la mañana siguiente, hundido todavía en el efecto del jet lag y en el malestar provocado por el bourbon, me pareció que le había dado la vuelta al mundo para encontrar dos mamás solitarias que querían adoptar a un adolescente perdido. Aletha y Evelyn eran un trueno que le sacaba chispas a la figura de mi madre. No tenía muchas opciones allá abajo, o salía corriendo o me envolvía en la cobija que me habían dado.UC

 
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