Número 50, octubre 2013
Recorridos
South to north, el paseo del esquizito y nueve erecciones sin sinfonía de Ludwig van
Jose Gabriel Baena. Fotografías: Esquizito
 
 

Los Agentes me han comisionado para recorrer la aldea de sur a norte en busca de covachas de posibles maleantes y cuatreros. Obedezco y empaco, ya diré qué cosas. Mientras tanto, parafraseemos sin compasión un par de párrafos de Deleuze-Guattari que nos serán bastante útiles: el paseo del esquizofrénico, del esquizo, del esquizito, es un modelo mejor que el del neurótico acostado en el diván del edificio Formacol. Un poco de aire libre, una relación con el exterior.

El paseo está en las montañas, bajo la niebla, en las ciudades Space que se derrumban, con otros dioses o sin ningún dios, sin familia, sin padre ni madre, con la naturaleza. ¿Qué quiso mi padre de mí? Se aterrorizó y se bañó en lágrimas cuando le dije que deseaba ser toda la vida un escribano de la comisaría con una estrella de metal en mi chaleco. Me demoré cincuenta siglos para serlo, y en la cumbre desnuda de mi ancianidad, aquí voy. Dejadme en paz. Todo forma máquinas. Máquinas celestes, las estrellas o el arco iris, máquinas del estrecho valle andino –aunque es más bien una cañada este valle infeliz del Aburrá– que se acoplan con las de mi cuerpo. Ruido ininterrumpido de máquinas. Creía que se sentiría infinita beatitud si era alcanzado por la vida profunda, si poseía un alma para las piedras, los metales, el agua y las plantas, si acogía en mí mismo todos los objetos de la naturaleza, maravillosamente, como absorben las flores el aire con el crecimiento y la disminución de la luna. Ser una máquina clorofílica, o por lo menos deslizar el cuerpo en ellas como una pieza. Pero ya no existe hombre ni naturaleza, únicamente el proceso que los produce a uno dentro del otro y acopla las máquinas. En todas partes, máquinas productoras o deseantes, máquinas esquizofrénicas.

Comitiva del paseo del esquizo, del esquizito medellinense, como cuando los personajes de Beckett, Mercier y Camier, en mi libro preferido en este mundo, se deciden a salir. En primer lugar veremos cómo mi propio andar variado es, asimismo, una máquina minuciosa, objeto de burlas ya acabandito de dar mis primeros pasos por este Valle de Lágrimas y Espinas. Le he dicho a mi psicoanalista que cuando camino siento que no tengo ningún peso, ninguna gravedad, que necesito unas botas de suela gruesa para asentarme en el piso, que levito. Él apenas sonreía mientras me apuntaba la receta de 540 píldoras estupidizantes para el mes.

Farmacia de La Frontera, límite de Envigado. Allí venden diminutas bicicletas de alambre. ¿Por qué venden bicicletitas en una farmacia? ¿Son para nosotros, los viajantes bipolares de cinco sexos? El diablo sabrá. Compro una, la meto en el secreto bolsillo superior izquierdo de mi abrigo Benetton. Sé que me llevará hasta el final de mi caminata. Arriesgo mi vida cruzando dos vías, por el borde de la quebrada Zúñiga. Me encuentro con el señor que vende aguacates. Es en verdad un Mago, con su enorme sombrero de paja aguadeña, puntiagudo, más alto y aleroso que el del Gandalf de El Señor de los anillos. Le pregunto dónde puedo conseguir un sombrero como el suyo, me responde “cada primer sábado de mes, en el Parque Bolívar, al lado de la estación de los polizontes”. Muy misterioso, porque es casi el mismo final de ruta que me había trazado (ver el mapa adjunto). No hay mapa. No pretendo confundiros. Sigo bajando por el borde de la quebrada. Muchos, muchos árboles, quién lo pensara. Y el ruido delicioso del torrente entre las piedras, que sobrepasa al de los motores que suben- bajan. Sufro mi primera erección.

La quebrada se pierde en una selva cercada con alambre de púas donde se adivina una antigua construcción; se sumerge, no se oye más. Sé que más abajo surgirá de nuevo, para mi consuelo. Sigo a la deriva entre edificios y llego al parque donde se encuentra, a un costado, la casa-teatro abandonada. En el parque, que no es tal sino un espacio muy muy verde, acabadito de mojar por el aguacero de la mañana, se elevan dos árboles majestuosos, digamos dos laureles cincuentenarios cuyos gruesos troncos forman una especie de puerta simbólica. La cruzo rezando un conjuro élfico, y me encuentro con uno de esos adorables charcos de mi infancia en una concavidad entre la hierba. Claridad absoluta en esa agua detenida. Evoco las tormentas de mi niñez leyendo el gran libro de Peter Pan. Sufro segunda erección. Solo faltan los pececillos de colores. El sol no sale todavía, mis hadas están conmigo.

Ahora, en terreno plano, la bicicleta farmacéutica que llevo en el bolsillo me transporta hasta Las Vegas. Allí, en todo el límite de la aldea de La Candelaria con Envigado, encuentro la casa de ladrillo pelado que a ningún constructor angurrioso han querido vender sus habitantes. Es una casa de familia donde te puedes tomar un tinto sin que te importen las máquinas que pasan. Tercera erección. Tomo un carromato que me lleve a la avenida principal. Me deja en la librería Panamericana, entro, toda ella para mí. Es el remplazo de la tienda de El Tesoro, junto a los cines, desaparecida cuando se decretó la muerte del DVD y el CD, una enorme y acogedora caverna con miles de libros, y todavía discos y películas, hasta de Cantinflas. Y el cafecito de Santa Clara con un Baileys doble y un pastel gloria que te ilumina como una aspirada de hierba maldita. Reservo un pesado volumen de grabados japoneses, volveré por él si sobrevivo a mi paseo esquizo. Sufro cuarta erección.

Sacando fuerzas de flaqueza, como se decía en los libros de antes, emprendo caminata hacia el parque de El Poblado, dejando atrás ese grandísimo esperpento del centro Santafé. Camino, ahora el sol arde y repica, soy fotofóbico por –el exceso de antidepresivos. Me pongo mi sombrero negro de tela gruesa –Indiana Jones– para inducir más calor en la cabeza. Me pongo también los guantes negros y los quevedos oscuros. Todo de negro voy, de la cabeza a las patitas. Recuerdo, como recuerdo siempre, a San Artaud: “El cuerpo bajo la piel es una máquina recalentada”. Repito el verso tres veces. Camino rápido, algo extraño en mí, los edificios me ahuyentan. Paso frente a Colmena, donde como presidiario de SusPensiones hice hace quince días una fila de cuatro a ocho de la mañana, mientras una señora loca, alta y afra cantaba, más bien gritaba, canciones a Jehová, Señor de los Ejércitos. Sigo huyendo, al norte, al norte, hacia esa prometida Esfera de Luz Plateada que será mi recompensa. Un norte sin luz de plata nunca será un buen norte, como tampoco un maldito sur; todo en el Sur de la tierra está condenado a la miseria y la podredumbre.

Sufro una quinta erección cuando veo una gran vaca roja de plástico junto al toro que imita mal al de Wall Street, al que acaricié una vez implorando ser Donald Trump. Nunca se cumplió. Sigo, prosigo, y antes de llegar al parque donde “nos fundaron” llego a la tiendecita miscelánea donde venden revistas viejas. Compro una Lux de julio del 64 donde hay artículos como “Luna de miel y menstruación”, “Futuro apareamiento electrónico”, “Cuando la esposa dice NO”. Sufro entrañable sexta erección.

Nuevo carromato o diligencia hacia el Centro. “Estación Exposiciones”, digo al cochero. Mi paseo esquizito continuará a pie juntillas o enjutos. No sé qué significa eso, lo aprendí en la Biblia de los Hermanos Cristianos a los siete años. Esas cosas que se nos quedan para siempre en la cabeza y que para siempre nos jodieron, como la crucifixión. Muchos pasos más, ya llevo quince mil, solo me faltan siete. Sufro séptima erección frente al parqueadero con buhardilla donde murió mi mejor amigo, entre mis brazos, hace tiempos. Un derrame. Un desperdicio. Dicen que fue el exceso de Ron Viejo de Caldas, tanto cigarrillo, esas maravillosas porquerías. Éramos tan jóvenes entonces. Desde entonces, hasta esta caminata, no sufría ninguna erección. Tres pasos más adelante, en una bodega de heavy metal, encargo veinticinco láminas de cobre de un metro por setenta, para exponerlas al sol y la lluvia y presentarlas al próximo Salón (inter) Nacional. En el de estos días no se vio nada realmente excitante, nada que me pusiera en éxtasis. Nada. Absolutamente nada que me hiciera sufrir erecciones. Tal vez las ventanitas del piso ocho del edificio La Naviera, con vista a los techos cercanos. Podría ser buen negocio, allí, un observatorio de techos. Marca registrada.

Pero antes, mucho antes, trepando la empinada loma de Palacé hacia el Parque Berrío, el almacén “Molduras Debotas”, donde sufro octava erección. Encargo mil pares de moldes de tacón francés, 500 verdes, 500 azules, para otra exposición conceptualista que le venderé a la Alcaldía en 2014. De eso se trata en esta vida, de pensar rápido y tramando la ganancia. En esta vida, o como se llame, a quien no piense en nanosegundos y bosones de Higgs y neutrinos se lo llevará el putas, como me llevó a mí. Aprendí demasiado tarde, pero os dejo esta enseñanza. Siempre se aprende demasiado tarde, siempre, sobre todo en lo que llaman “amor”, esa pasión tan antiestética. Y siempre huyendo como forajido de las multitudes del Centro, por Palacé y Maracaibo llego al Parque Bolívar, saludo al santo gentilhombre que cuida las palomas, me tomo un nuevo tinto doble con Baileys doble en La Polonesa, mirando el mundo por los vitrales curvos de la esquina con Perú.

Sufro novena erección sin sinfonía de Ludwig van from Bonn, la última de mi paseo esquizito, cuando observo a un tuerto guiando a dos ciegos, un puro cuadro de Balthus, o tal vez de Brueghel, no importa, hacia la Catedral. Cuando eso ocurra, dice La Biblia, “todos caerán en un muladar”, o sea en un mierdero. Pensaba sufrir décima erección en un burdelito clandestino junto a Barbacoas, pero ya no es tan clandestino como antes. Basta decir que en la puerta un joven policía conversaba con dos magníficas travestis. “Sígase caballero”, me dijo con mala prosodia el Guardián de La Ley contra el Hampa. Pero yo ya no doy más, mi cuerpo animal está pidiendo pienso, esto es, salvado crudo con zanahoria, y debo volver al zanathorio. Recuento, con el velocímetro de mis tenis Converse, veintidós mil pasos cantados desde el amanecer. Y me voy hacia las tinieblas del sur, como el desdichado amante de María de Isaacs en los últimos dos renglones de esa novela maricona: “Estremecido, partí al galope en mi amarilla bicicleta imaginaria en un vagón del Metro por en medio de la pampa solitaria cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche”.UC

 

Fotografías: Esquizito

Fotografías: Esquizito


 

 
blog comments powered by Disqus
Ingresar