Dicen que en Aranzazu, Caldas, hay una incidencia inusualmente alta de enfermedades mentales –también dicen que hay mucho marica–. Pero no lo creo. Lo que pasa es que allá se la pasan estudiantes e investigadores de psiquiatría auscultando a la gente, llevados por el rumor de que la locura abunda. Pero si hicieran esas investigaciones en Manizales, Pensilvania o Manzanares, se toparían con resultados idénticos, con la conclusión acumulativa de que en todo Caldas o en todo Colombia o en todo el mundo hay una epidemia de demencia (de Medellín y de Antioquia no hablo porque allá solo he estado de paso, mientras que en Caldas, Colombia y el mundo sí he vivido). Con respecto a lo de los maricas, solo quiero recordar algo que dijo un compañero de la facultad de filosofía cuando un profesor nos contó con solemnidad que Kant había muerto virgen:
—Profe, ¿sí lo habrán revisado bien?
Según los entendidos, el más famoso libro de Erasmo de Rotterdam puede traducirse indistintamente como Elogio de la locura o Elogio de la estupidez. En esa obra, Erasmo dice que ha visto gente en muchos templos pidiendo plata, salud o alguna otra forma de prosperidad o bienestar material, pero que nunca ha visto a nadie pidiendo más inteligencia o buen juicio del que tiene. A mí me ha pasado algo similar en las iglesias de Caldas, sobre todo en la Catedral de Manizales, aunque a diferencia de Erasmo he visto a mucha gente pidiendo un mejor juicio en Alcohólicos Anónimos y en las clínicas de rehabilitación para drogadictos.
Yo era hobbesiano, pero Manizales me cambió. Me pasó dos veces: la primera fue una noche de tragos con unos amigos en el Parque Caldas. Estábamos ya muy borrachos y dos amigos se empezaron a dar golpes. Intervine para separarlos y, en medio de la trifulca, un Gran Caldasladrón se metió, me pegó y me robó. Quedé con la camisa hecha jirones y, furioso con mis amigos, me fui caminando por la avenida Santander en dirección a la zona de El Cable. A la altura del Teatro Los Fundadores un reciclador que cargaba un costal sucio se me acercó y siguió caminando conmigo. Me preguntó qué me había pasado, le conté y, antes de terminar mi relato, el tipo descargó el costal, sacó una especie de saco, me lo alargó y me dijo:
—Chino, quítese esa porquería.
Un desechable me había habilitado. No fue solo un milagro, me volvió a pasar. Fue con el poeta Carlos Arturo Grisales –el escritor caldense vivo (ey Carlos, ¿seguís ahí?) más importante–. Decir que Carlos tiene problemas económicos es una imprecisión. Él es, más bien, una suerte de pobreza caminante, una iliquidez que versifica, una bancarrota itinerante. Yo iba caminando por la Plaza Alfonso López en dirección a la Catedral cuando lo vi aparecer en dirección contraria, viniendo hacia mí. Como siempre, supuse que luego de un efusivo saludo me iba a sablear. Entonces nos saludamos y él me preguntó:
—Quiubo Pablito, ¿pa dónde va?
Le dije que iba a buscar una persona en el Centro porque me debía plata y yo andaba sin blanca. Antes de terminar, vi a Carlos con la billetera en la mano, sacando dos billetes de dos mil pesos y extendiéndolos hacia mí mientras decía:
—Tranquilo, papito, que pa todos hay.
Antes que cuestionarme sobre el estado general de mi apariencia física y psicológica, estos sucesos me enseñaron. Sí, yo era hobbesiano, y pensaba que “la vida del hombre es corta, solitaria, brutal y miserable” y que “el hombre es un lobo para el hombre”. Pero esas dos aventuras me enseñaron que puede haber compasión y generosidad incluso más abajo del fondo. Eso ha sido lo más importante que me ha enseñado Manizales, junto con la ratificación de que la estupidez es probablemente la única cosa que no tiene límites (un amigo dice que eso lo habría podido corroborar en cualquier parte: mirándome al espejo, por ejemplo).
Lo otro que aprendí es una de las verdades fundamentales de la vida: la única manera en que puedes lograr una cosa es logrando otra. Como se sabe, Caldas fue colonizado por un grupo de antioqueños que viajaron buscando tierras y oportunidades. Como todo paria, quisieron dejar de serlo y se dieron a la tarea de convertirse en otra cosa. Hay un libro maravilloso, el del padre Fabo, que relata esta transformación. Compraban pianos, libros y cuadros en Europa para traerlos hasta la montaña. Mandaban a los hijos a estudiar allá.
Se fue conformando una élite, y el Gran Caldas era gobernado por ella. En Pereira quedaban “los negros, las putas y los liberales”, como solían decir pedagógicamente los curas. Y vea usted por dónde, que fue Pereira y no Manizales la ciudad que hizo la contribución más sonora al acervo de la cultura humana.
Me explico. Usted puede abrir un prostíbulo en la ciudad más próspera del mundo. Puede abrir un prostíbulo en la ciudad más próspera del mundo y poner a Nicole Kidman en la entrada. Puede abrir un prostíbulo en la ciudad más próspera del mundo y poner a Nicole Kidman en la entrada dispuesta a hacer todo lo que le gustaba al Marqués de Sade. Pero su negocio quebrará con toda certeza si comete el error de ponerle como nombre “Las Manizaleñas”. Sencillamente, el buen Dios hizo el mundo de tal modo que resulta imposible imaginar un grupo de muchachos excitados, caminando con resolución mientras celebran diciendo: “vamos pa Las Manizaleñas”. En cambio, si usted instala el prostíbulo en la ciudad más pobre del mundo y exhibe a unas trabajadoras no muy atractivas pero lo denomina “Las Pereiranas”, muy pronto tendrá la plata suficiente para abrir franquicias en otras partes del mundo. Por una feliz combinación de talento y suerte, Pereira ha hecho una de esas proezas muy raras en la historia, un aporte al acervo conceptual de la humanidad: la expresión “pereiranas”, así como el Logos griego o el Dasein de Heidegger, hace ya parte del léxico supraidiomático de la humanidad.
¿Y Manizales? Terminó convertida en un reversadero de buses con obispo –lo que quizá es bueno para la poesía pero malo para el progreso–. Y lo demás de esta ciudad queda expresado en una historia que me contó mi buen amigo José Fernando Calle. Un día, luego de hacer compras en un almacén en Pereira, dos de sus tías sostuvieron la siguiente conversación en el carro, de regreso a Manizales:
—¿Y cómo te pareció ese almacén?
—¡Ay, querida!, desafortunadamente Pereira sí tiene cosas muy buenas.