La expresión rock and roll venía utilizándose en las letras de rhythm and blues desde finales de los años treinta. Pero fue el disc-jockey Alan Freed quien a comienzos de los años cincuenta acuñó el término para definir la amalgama de tres géneros: country western, mainstream pop y rhythm and blues. Esa mixtura dio respuesta a las necesidades de una nueva especie, una invención –llamada adolescente– que surgía como el reclamo de un mundo agotado tras las dos grandes guerras del siglo XX.
El mundo moderno se había dado el lujo de crear un ser ocioso, sedentario, dedicado a “formarse” y a consumir, el holgazán adolecente con el que hoy estamos tan familiarizados. Esa mezcla musical que Alan Freed comenzaba a difundir en su programa Rock and Roll Party fue bien recibida por el nuevo y vivaz adolescente, que buscaba una música con la cual identificarse y que al mismo tiempo lo distanciara de las agobiadas generaciones anteriores. Entonces comenzó un gran negocio… y todo se distorsionó. Alan Freed no solo promovió a las nuevas estrellas, también les cobró por su parte del trabajo, y llegó al punto de exigir que su nombre apareciera al lado de la palabra compositor en los créditos de las canciones. Se marcaba así un rumbo de abusos y engaños en una industria que todavía conserva costumbres similares. Le debemos al señor Freed la popularización de “la payola”, ese peaje que aún hoy se le paga al disc-jockey para que ponga o no ponga una canción. Ser pionero de ese hábito casi lo conduce a la cárcel, en medio de las investigaciones que en su momento se hicieron por el turbio manejo que se le daba a la industria musical en Estados Unidos. Alan Freed y algunos altos ejecutivos de las disqueras debieron desfilar frente a jueces y fiscales.
Una serie de procedimientos políticos y legales alimentaron, a finales del 59, lo que se convertiría en un escándalo nacional. Disqueras y distribuidores pagaban a los disc-jockeys para mover a sus artistas en la radio, algunas veces en efectivo y otras con regalos y viajes. Esta costumbre llamó la atención del congreso de Estados Unidos, cuyo afán era proteger los intereses de las grandes disqueras: Decca, Mercury, RCA Victor, Columbia, Capitol y MGM. El rock and roll había desatado una agresiva lucha por un nuevo mercado. Las investigaciones trataban de sacar del juego a las compañías independientes que amenazaban con tomar parte del botín. Además de Freed, otra gran figura en la que se concentraron las pesquisas fue Dick Clark, el Jorge Barón de la televisión norteamericana de finales de los años cincuenta. Clark contó la historia con arrepentimiento y salió del proceso con su reputación intacta. Alan Freed, por el contrario, defendió sus actividades, manifestó no haber recibido dinero por poner una canción que no considerara buena y aceptó haber recibido “agradecimientos” de las disqueras. Por tan honesta y rebelde declaración se ganó el odio de sus colegas, perdió su trabajo en la emisora WABC, y su show nacional de televisión en la WNEW-TV fue cancelado. En diciembre del 62 se declaró culpable de recibir sobornos, fue sentenciado a una condena suspendida de seis meses y se le impuso una multa de 300 dólares. El daño estaba hecho: lo sacaron del negocio de la música y pocos años después murió en la ruina.
Si bien los artistas que promovió Alan Freed comenzaron a ser visibles desde principios de los cincuenta, hay que señalar a 1955 como el año en el que todo comenzó: Bill Haley fue número uno con Rock around the clock; Fats Domino, Jerry Lee Lewis, Chuck Berry y Little Richard llegaron a los primeros lugares de las listas; Elvis Presley firmó un gran contrato con la RCA; Buddy Holly, Gene Vincent y Pat Boone también firmaron con grandes disqueras; Alan Freed estaba en la cumbre de su carrera como promotor, y la película Blackboard Jungle causaba furor entre los adolescentes y consolidaba la nueva cultura rock.
Si nos atrevemos a afirmar que todo comenzó en el 55, también tenemos que decir que todo terminó en el 59. En menos de cuatro años semejante furor sufrió su más profunda crisis: Little Richard abandonó la música y se ordenó ministro de la Iglesia Adventista; Elvis atendió el llamado obligatorio del ejército y suspendió su carrera; estalló el escándalo de Jerry Lee Lewis por el matrimonio con su prima de trece años; Chuck Berry fue procesado y condenado por andar con una menor; y comenzaron las investigaciones a Alan Freed y demás protagonistas de “la payola”.
Pero hubo una razón más, una razón definitiva, para que todo terminara: un pequeño avión se estrelló el 3 de febrero de 1959, y murieron Big Bopper, Ritchie Valens y Buddy Holly, quien con solo veintidós años alcanzó a cambiar el mundo. Los tres músicos participaban en el tour Winter Dance Party, una apretada serie de conciertos en veinticuatro ciudades. Los viajes se hacían en un incómodo bus al que le fallaba la calefacción. Después de tocar en Clear Lake, Iowa, el cansancio acumulado hizo que Buddy Holly alquilara un pequeño avión Beechcraft Bonanza de cuatro puestos. El viaje terminó en un frío campo de maíz, sin sobrevivientes.
Paul McCartney cuenta que cuando un jovencito menor que ellos, llamado George Harrison, les enseñó a John Lennon y a él cómo tocar la introducción de That’ll be the day de Buddy Holly, decidieron formar los Beatles, sin sospechar que todo lo que harían ellos y otros después, y todo lo que hacemos hoy, no es más que el eco de un sueño que terminó el 3 de febrero de 1959, el día en que la música murió.