La casa es vieja. Está hecha de concreto, madera y vidrio. Es de dos plantas, su forma es cuadrangular, sus acabados son perfectos. Tiene arcos, forjas, zócalos, molduras, texturas y detalles artesanales en yeso y cerámica. Vitrales coloridos por los que se filtra el sol. Un vestíbulo con un gran ventanal en cuya superficie de vidrio se dibuja un árbol blanco. Un patio con una fuente de azulejos y jardines en las cuatro esquinas. Una escalera sinuosa con minuciosos detalles tallados en la madera: ribetes, espirales, curvas. Las mismas espirales y curvas de las forjas. La misma curva en la que se desliza la fachada para suavizar la esquina donde está, ese lugar lleno de gente, carros, humo y ruido donde se encuentran la calle Caracas y la carrera Sucre, una cuadra arriba de la esquina suroriental del Parque Bolívar.
En la fachada de la casa hay un logo forjado donde dice, alrededor de un libro abierto, Confiar en la Cultura, ese concepto surgido para abarcar lo hecho durante tantos años en favor de la ciudad y sus expresiones. Desde la puerta de vidrio, ubicada después de un pequeño zaguán, se ve, en la pared del patio, otro logo también forjado con el nombre de la Cooperativa que ahora la preserva: Confiar.
La casa mide cerca de 700 metros cuadrados. Fue construida en 1947 por encargo de Ernesto Moreno, un señor de una familia muy pudiente que un par de años atrás, en 1945, había encargado construir el Teatro Lido a los mismos que diseñaron la casa, la firma de arquitectos Vieira, Vásquez y Dothée; los mismos que habían hecho, en 1941, la casa del padre de don Ernesto en la esquina nororiental del parque. En esa época la élite todavía levantaba sus quintas de patios y balcones en el parque con Catedral, mucho antes de que el sector se convirtiera, como dicen por ahí, en el pegado que los ricos le dejaron a los pobres.
Un día doña Flora Moreno, una señora de 83 años, hija de don Ernesto, pidió entrar y verla y se asombró gratamente por el estado de la edificación. “Me descrestó, en el sentido de que la tienen muy bien tenida”, dice la señora, que llevaba cincuenta años sin entrar en ella. Allí vivió doña Flora con sus papás y una hermana durante dieciséis años antes de migrar, con los demás de su clase, al barrio Prado. Allí cuidó doña Flora la larga enfermedad de su mamá, allí se casó. De allí tuvo que irse por las noches una temporada, cuando alojaron al cardenal italiano Clemente Mícara, de visita en la ciudad para el Congreso Eucarístico, pues nadie podía dormir en el mismo lugar que la majestad. En esa época la casa tenía también un oratorio donde gracias a la rosca de la familia con la curia se rezaron muchas misas. En 1963 la vendieron y se llevaron la fuente original, que desde entonces ha pasado de una generación a otra.
Una década después la casa cambió otra vez de dueños, y en 1994, ya algo deteriorada, la compró Confiar, con la idea de preservarla para que no fueran a demolerla y a levantar allí un edificio, aunque desde 1991 había sido declarada bien de interés cultural e incluida en el Plan Especial de Protección Patrimonial Municipal. Iba a ser sede de la Dirección General, pero las restricciones para modificarla frustraron la intención, y durante cerca de tres años, antes de convertirse en la Agencia Sucre, fue destinada a actividades y eventos, entre ellos los de Arco Iris, programa infantil y juvenil –lúdico y educativo– de la Fundación Confiar. Durante ese lapso se hicieron allí cometas, manualidades y bailes, y en el vestíbulo se presentó por primera vez el semillero de teatro conformado por niños de la Gran Familia.
Por esos años el gerente visitó Argentina, y en la calle Corrientes se topó con un edificio de más de 4.500 metros cuadrados, el Centro Cultural de Cooperación Floreal Gorini, creado en 1998 por el Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos (IMFC) para el cultivo de las artes y la investigación y formación en ciencias sociales.
Fue entonces cuando el “Guardián de las pequeñas cosas” –como reza esa placa en la entrada de la gerencia– concretó la idea de hacer de la casa una sede cultural de Confiar.
En 1997 fue restaurada y adaptada a sus nuevos fines, aunque más tarde, a finales de la década, la crisis nacional del cooperativismo los puso frente a la perspectiva de venderla. La Agencia Sucre cerró, la casa se conservó pero fue alquilada a varias cooperativas del Oriente antioqueño durante un par de años, hasta que en 2004 –redondeada la idea, mejorados los aires– fue llamada Casa de la Cultura y la Cooperación y convertida en un lugar sin cajero pero con música. Ahora se desarrollan allí todos los cursos de capacitación y formación de los empleados de la cooperativa. Las reuniones con asociados y del Consejo de Administración. Los ensayos, reuniones y encuentros de colectivos, oenegés y demás organizaciones cercanas a Confiar, “reconociendo que somos celosos, pues no a todo el mundo se le puede prestar la casa”, como dice el gerente.
En la casa hay un piano de cola que Teresita Gómez tocó en un recital. Un rincón aromático donde hacen masajes y demás terapias. Una biblioteca con pocos pero selectos títulos, diezmados desde la donación que hizo la Cooperativa al Instituto Cerros del Sur en Ciudad Bolívar, la localidad bogotana. Una escultura de Pedro Nel Gómez llamada Colombia, parte de la serie Las Américas Unidas de la que el artista dejó apenas algunos modelos en yeso, vaciada por Confiar en bronce dos veces, una para el museo y otra para la casa. Dos placas, una de la casa y otra de los Pioneros de Rochdale (Inglaterra, 1844) que dice: “En cualquier país los ignorantes no se fían de nada, no conocen más que el dinero sonante. El espíritu suele ser miope como el ojo y entonces hace falta una especie de telescopio para aumentar el poder de la vista y del espíritu. La experiencia ha demostrado que la cooperación es precisamente ese instrumento necesario para millones de individuos”. Un Salón de la Templanza, por los mismos Pioneros –así se llamaba uno de sus lugares– y porque al místico de la cooperativa le pareció que el mensaje del tarot (símbolo de la alquimia, referente al equilibrio, la equidad, la moderación) también era apropiado. Una Sala de Juntas Francisco Luis Jiménez, “un homenaje muy justo a todo lo que significó ese señor para la historia del cooperativismo colombiano, pues fue realmente un líder extraordinario”. Y en todas las paredes, cuadros de la exposición fotográfica de Carlos Sánchez, quien por muchos años ha estado al frente de la imagen de Confiar, una suerte de oda al trabajo, como la misma casa, en una de cuyas placas reza que “su conservación es un reconocimiento a la creatividad y el trabajo del artesano, el alfarero, el ebanista, el herrero y el diseñador”.
En la casa hay actividades todos los días. Charlas, conferencias, conciertos, recitales de poesía, lanzamientos de libros, pequeñas obras de teatro. Como doña Flora, la gente que tiene ojos para ella y la conoce de antes a veces se detiene, la admira, pregunta de quién es ahora, si la pueden recorrer, si la fuente funciona y se puede encender. Alrededor de esa fuente se sientan los empleados a recordar qué significaba antes el patio, el agua que corre y convoca, porque “todos los días nos confinan a espacios más pequeños”.
La casa es vieja pero se mantiene viva y bella. Es una sobreviviente de la miopía que gobierna la ciudad, “expresión –dice el gerente– de ese Confiar que quiere estar cercano a la gente”. En esta ciudad el cooperativismo tiene nombre propio, un nombre que se ve desde afuera, en un logo en la pared del patio, alrededor de la hormiga –también forjada– que recorre la ciudad desde hace tantos años.