Número 50, octubre 2013

IV - Desembarcos
IV - Bienvenida en Mitú
Eduardo Escobar. Ilustración: Cachorro

 
 

Un error repetido de Gonzalo complicó las cosas e hizo cierta una vez más la sentencia cínica según la cual toda buena acción tiene su castigo. Todo iba sobre ruedas. Estuvo bien el aterrizaje en el precario aeropuerto de Mitú, el cielo ardía como era debido, y el policía amarillento que nos señaló con ademán sonámbulo la dirección del hotel que nos habían recomendado estuvo dentro de lo previsible. También el aspecto del hotel, cuyo aviso de lata irradiaba sobre la fachada de la iglesia diagonal a la alcaldía. Todo marchaba bien. Además, el vuelo en la máquina de dos motores acezantes había resultado menos movido y tedioso de lo que esperábamos, apacible sobre la inmensa, misteriosa selva húmeda con manchas amarillas de guayacanes en flor. Pero las cosas son como son. Y un sutil gesto repetido puede desencadenar una pequeña catástrofe, o una cómica conmoción, según se mire.

Yo había recibido en octubre una carta de Gonzalo como todas las suyas, prolija de filosofías, reflexiones y quejas existenciales, amén de una posdata adornada con dibujos de su novia Angelita –mariposas, conejos y zanahorias creciendo en un zapato–, donde me proponía que lo acompañara a pasar las vacaciones de diciembre en Mitú con su nueva amante inglesa. Acepté sin pensarlo mucho. Mitú pertenecía a la topografía de los ensueños de mi niñez desde mi estadía en el seminario, donde el lugar se mencionaba con frecuencia. Allá se habían abierto las primeras misiones de la comunidad y llegaban noticias que nos entristecían o nos alegraban: un misionero que se ahogaba en una cachivera y era devorado por las pirañas bajo los ojos impotentes de sus acompañantes, las estadísticas de los bautizados del semestre, las fotografías de la inauguración de un albergue para los huérfanos de las víctimas de las caucheras, el relato de algún milagro obrado por un hermano o de un leproso que quedó como nuevo después de una imposición de manos en nombre de Francisco Javier, o la noticia de una lluvia invocada en las rogativas presididas por el vicario apostólico, que ponía fin a una sequía implacable que había secado el río…

Yo me sentía feliz camino al hotel. Gonzalo arrastraba un maletín de cuero color miel y llevaba colgada una mochila arhuaca. Angelita lo seguía con su guitarra bajo el brazo, un morral de soldado y una red de hilo donde cabían el mundo entero y una piña. Y yo me demoraba detrás, contemplándolos agradecido por el regalo y recordando las líricas razones que le había expresado a Gonzalo en la carta donde aceptaba irrevocablemente su invitación, tranquilizándolo para que no fuera a pensar que iba a lanzarme en las jetas de los caribes para alcanzar el cielo de mi infancia aunque fuera tardíamente. Él conocía mi estado espiritual rayano en lo místico. Puedes estar tranquilo. Hace tiempos renuncié a la idea del martirio.

Al final de la pista del aeropuerto había un pequeño cementerio. Tres toros brahman y una vaca Santa Gertrudis pastaban entre las tumbas despreocupadas, alinderadas con botellas clavadas por el pico. A la izquierda, la selva maravillosa y cruel. Al frente se veía el andar el río ancho, ocre y lento. La campana de la pequeña iglesia tocaba un ángelus afónico. Y la capital del Vaupés, una aldea entonces, ofrecía un aire extraño con las ventanas cerradas para evitar la exhalación de la manigua. El río me pareció menos imponente de lo que había imaginado. Siempre me sucede con las cosas que he anhelado mucho. Así me pasó con la Estatua de la Libertad. Y con el mar agrio que me decepcionó tanto cuando lo vi la primera vez en Cartagena, enorme charco inquieto revolviéndose sobre sí mismo. Pero de cualquier manera el río me pareció hermoso. Y los ranchos de laorilla opuesta bajo el resplandor del medio día ya los había visto en un sueño de impúber.

Gonzalo y yo nos habíamos cruzado media docena de cartas calibrando los tiempos del viaje y estableciendo las fechas, como dos niños que planean un milagro o una pequeña porquería. Hablamos de las cosas que deberíamos llevar: “no traigas libros, vamos a asolear los ombligos lejos de las putas razones”, me dijo él, y yo le dije “no olvides comprar la Benerva para ahuyentar los mosquitos”. Y ahora estaba frente a esos territorios que resumían para mí la noción terrible de una felicidad hecha de abnegaciones, olvidada y recuperada.

Cuando los militares de Satena le entregaron los tiquetes de avión, Gonzalo me escribió la más jubilosa de las cartas de la serie. Había sorteado el último escollo. Un coronel estuvo de acuerdo en financiar nuestro viaje, pero otro se mostró reticente y juzgó que la invitación contradecía los reglamentos de la aerolínea. Gonzalo se comprometió a reseñar el viaje en sus crónicas de prensa para vencer su resistencia. Había escrito en la revista Cromos una serie de artículos sobre la Armada después de un viaje a Puerto Rico en el buque Gloria, y prometió que haría otros sobre las Fac y los territorios nacionales, como se llamaban entonces esas vastas extensiones del abandono donde los aborígenes aún comían gusanos y estaban cundidos de piojos, y donde los rolos y los colonos antioqueños los envenenaban con sancochos festivos y los cazaban por diversión como hacían con los borugos y los gurres. Gonzalo publicaría más tarde, en la revista del nadaísmo, un documento pavoroso, de tono sartreano, sobre las matanzas de guahibos. Amaba mucho a los que solía llamar, con un neologismo secretamente contradictorio, nativoamericanos.

El avión se retrasó por motivos incógnitos, pero lo aceptamos de buena gana. Como no nos quedaba bien protestar con unos pasajes de cortesía, nos pusimos a disfrutar la demora tomando tinto en las cafeterías de Eldorado. Hablando mistiquerías caminamos por los pasillos, miramos sombreros en los almacenes de artesanías. Ángela compró una cachucha de beisbolista y una ruana a cuadros, y Gonzalo aprovechó para mostrarme los cuchillos de montería que había traído. Eran esos tiempos confiados en los que un cuchillo en un aeropuerto no te ponía bajo sospecha de militar en una secta de musulmanes avionicidas. Yo husmeaba en la vitrina de una librería. Gonzalo me recordó que habíamos prometido no llevar libros. Y yo callé que de todos modos llevaba uno de Cornelio Agripa entre mis calzoncillos por si las moscas.

Ángela llevaba en el estuche de la guitarra, entre dulzainas y panderetas, unas galletas de chocolate que le había enviado su madre, corista de una iglesia anglicana en los suburbios de Londres, y las consumimos mientras el monstruo anacrónico de dos motores era preparado en la pista para el rugir y el retemblar de latas, y para esquivar –de bajo vuelo como era– las bandadas de loros y los ávidos gavilanes congelados en un punto del cielo sobre las polladas. Los pasajeros nos acomodamos en bancas de madera, como las de los parques de los pobres, adosadas a las paredes del fuselaje y con los forros de lona verde de los militares. Gonzalo dijo uf. Aunque ya había dado la voltereta desde el blasfemo intemperante hasta el cristianismo de corte puritano contagiado por su novia nueva, nunca se acostumbró a las aventuras aéreas. “Los hombres, hermano, no estamos hechos para volar, porque no somos ángeles ni pájaros”. Pero la sonrisa de escepticismo que emitió no disminuyó la alegría de saber que al fin íbamos rumbo a Mitú.

Y entonces surgió, de entre las piedras, cuando dejábamos atrás el cementerio, un muchacho indígena que me dijo a quemarropa: “gringo, dame una moneda”. Y yo me hice el sordo. Pero Gonzalo era como era y buscó en sus bolsillos y le dio un puñado de monedas. Y cuando estábamos a punto de hacer nuestro sudoroso ingreso en el hotelito, otro muchacho igual se nos acercó y con la misma insolencia del otro repitió: “dame una moneda, gringo”. Y Gonzalo vació el último bolsillo de su chaqueta de yin con pajaritos bordados por su mujer. 

 

Ilustración: Cachorro

El muchacho miró su porción sobre la palma de la mano, dio media vuelta y se alejó sin dar las gracias, empuñando su tesoro. Y nosotros entramos en el hotel de doña Cecilia, una mujer gorda y alegre que había sufrido mucho y había sido prostituta y enfermera y concejal no sé dónde. Se le notaba.

Nos bañamos para ir hacia aquello que habíamos ido a buscar, al encuentro del brujo que habría de justificar nuestro viaje. Gonzalo se colgó su cuchillo de cazador en la pretina y se puso unas abarcas de trapo. Yo me disfracé de misionero con un sombrero de corcho. Ángela estrenó su cachucha de beisbolista. Y abrimos la puerta del hotel, y nos topamos con un tumulto de indígenas que se movieron hacia nosotros como un solo animal amenazante. Gonzalo regresó sobre sus pasos, aterrado. “Yo no sabía que la fama del nadaísmo había llegado hasta aquí”, dijo, con ojos de espanto. Estaba harto de que la gente le arruinara sus vacaciones en todas partes preguntándole qué era el nadaísmo y con qué se comía eso, o pidiéndole un artículo para presionar por la construcción de una carretera o una escuela. Buscamos una salida de emergencia que no existía. Doña Cecilia salió a indagar la causa del amontonamiento. Y regresó con la noticia: no se irían hasta que todos no tuvieran una moneda como sus compañeros.

Al fin, hubo que mandarle una razón al padre Arango, el párroco. Este vino volando, y con una reprimenda en tucano o siriani o tunebo o vaya usted a saber qué lengua nativa, latín no era, disolvió el mitin. Y pudimos salir. Pero el gran animal pedigüeño no desapareció, sino que se subdividió en una partenogénesis espantosa, en un montón de pequeños grupos que nos seguían por todas partes y nos salían al paso de los rastrojos y saltaban en las encrucijadas de las pequeñas veredas de la selva que desembocaban en las calles estrechas.

Cuando ya desesperábamos, el brujo que habíamos ido a buscar, y que nos leyó el alma, de veras, nos ofreció un rancho en las afueras para que pudiéramos escapar del asedio mendicante de los hijos de los dioses precolombinos. Y nos instaló en una troje de paja recién hecha, aromática a maderas nuevas, junto a un chiquero donde unos cerdos hocicudos echaban por las noches unos pedos magníficos que alimentaban la combustión de las estrellas mientras los murciélagos les exprimían las orejas. Fue entonces, supongo, cuando a Gonzalo se le ocurrió ese poema que dice: “Éramos reyes y nos volvieron esclavos. Éramos hijos del sol y nos consolaron con medallas de lata.
[…]
Quién refrescará la memoria de la tribu.
Quién revivirá nuestros dioses.
Que la salvaje esperanza siempre sea tuya,
querida alma inamansable”.
UC

Ilustración: Cachorro

 
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