Es viernes y son las 4:30 de la tarde en el barrio Santo Domingo de la Comuna 1, sobre las montañas del nororiente de Medellín. El cielo está nublado. Abajo, los edificios del Centro se ven como piezas de un ajedrez gris y deslucido. Los barrios de la montaña del frente, al otro lado del valle, son un caldo de diminutos ladrillos naranjados. Y más cerca, al agachar la cabeza y mirar desde el balcón del Metrocable, se ven los techos desparramados por la loma. Ropa tendida y chatarra en las terrazas, señoras sentadas en las escaleras, un barranco a punto de tragarse una edificación esbelta y fatigada de cuatro pisos. La idea es atravesar la ciudad. Partirla en dos y en diagonal. Recorrer las lomas desde el nororiente hasta el suroccidente. Desde Santo Domingo, en un extremo, hasta la Loma de los Bernal en Belén, al otro.
Para esta primera parte del recorrido me encuentro con Ramiro Giraldo, dibujante y trabajador social de la Corporación Núcleo de Vida Ciudadana de La Salle, un barrio de la Comuna 3. Ramiro debe medir un metro y medio, es barrigoncito, lleva gorra del Museo de Antioquia y mochila terciada. Tiene cara de buena gente. “Tengo 61 años, nací en Yolombó pero crecí en barrio Antioquia, lo que antes era el barrio Trinidad, y hace 49 años vivo en Villa de Guadalupe”, dice. Habla orgulloso mientras miramos la ciudad desde la boca de la montaña. A un lado está la Biblioteca España. En el parque infantil algunos niños brincan, otros juegan un partido; un par de gringos hacen turismo, y en las bancas laterales varias parejas de adolescentes con los ojos brillantes se picotean y se abrazan. Al fondo un mural de colores dice “Homenaje a las víctimas del conflicto”, y otro “Cambio minas por esperanza”. Caminar solo por los barrios altos no es fácil, por eso de los combos y las fronteras invisibles; además, me perdería por estas calles y pasadizos.
Comenzamos a bajar por la vía principal, una callejuela vibrante de gente, motos, carros y negocios por la que, no sé cómo, pasan dos carros al mismo tiempo. Según Ramiro, esta era la antigua carretera a Guarne. En un poste, un aviso: “Internet a domicilio. Se alquila portátil con cámara, audífonos y micrófono. 4 mil, por 3 horas”. Bajamos unas dos cuadras y se acaban la acera y los negocios.
Ahora vamos por el pavimento estrecho y zigzagueante, con casas apiñadas a lado y lado. Bajamos unas dos cuadras, aunque esto es una imprecisión porque en realidad no hay cuadras. La caótica aglomeración de casas hace pensar en fichas de un Lego tiradas y amontonadas en desorden por la montaña. “Estos barrios se construyeron sin planeación – dice Ramiro–, la gente llegó desplazada y se apoderó de un terruño, gente echada para adelante que fue pegando ladrillos, cartones, latas, y metiendo una ll cama, una nevera… Todos tenemos derecho a un techo, a servicios públicos…”. Los carros y las motos pasan zumbando muy cerca de nuestros hombros. Ramiro va delante y yo detrás, por el bordito. Volteo la cabeza cada minuto, temeroso de ser embestido por algún conductor de la ruta 060 de Santo Domingo, la 057 de Bello Oriente o la 055 de El Pinar, todas de Coopetransa, que bajan y suben como si se deslizaran por una montaña rusa destartalada.
Más adelante, un muchacho en bicicleta pedalea afanado, esquivando carros, motos, peatones. Pasa por encima de un resalto y eleva la bici unos centímetros del piso para perderse en el próximo giro de su carrera. Si no está haciendo un mandado, está pasando muy bueno con todo ese vértigo. Cuando tenga que darse vuelta y subir, sacará una cuerda con gancho y se pegará de un microbús, como hacen otros que ahora van carretera arriba.
Ahora estamos en el mirador de la Casa de Gobierno y Justicia, una oficina donde “se presta atención a la ciudadanía, se pagan servicios públicos y la comunidad pone denuncias”. Una moto ruge subiendo la calle. Es una pareja, chico y chica, de unos veinte años. Pasan a toda velocidad. Ella lleva el pelo suelto y agitado. Tiene short, ombliguera y tenis, y va más que abrazada, como si quisiera fundirse con su chico, mientras él lleva al máximo el acelerador. Otro mural: “Si no te ríes, no sirve”. Multitud de pasillos y escalas empinadas y oscuras forman un laberinto. Le digo a Ramiro que nos metamos por ahí, en la intimidad del barrio. Pasamos frente a una puerta abierta y entro con los ojos: una cama contra la puerta de la nevera y un lavadero al lado de la cabecera.
Bajamos por el parque de Guadalupe y Ramiro me señala otros barrios: La Esperanza, Popular 1 y 2, Andalucía, La Francia, San Pablo. Sin avisar, Ramiro se acerca a una tienda, se pega de la reja y saluda con entusiasmo metiendo la cara entre los barrotes. Desde adentro responden. Ramiro se ríe y me dice que Fernando es un amigo de la vieja guardia: “éramos rockeros y nos emborrachábamos juntos”. Fernando, un moreno alto y espaldón, sale a la calle y saluda con una sonrisa. Nos damos la mano. “¿Qué se van a tomar?”, pregunta. El moreno me mira y a mí me da pena pedir una cerveza bien fría y un cigarrillo, así que pido una Pony Malta. Al lado de la tienda dos hombres se fuman un porro grueso y largo. En el barrio no hay tabú con el tema de la marihuana. Se fuma, se comparte, se conversa.
Un par de chicas hablan:
—¿Y se volvió a decir algo de la muchacha que está en la cárcel?
—No, nada.
—¿Y qué dicen los muchachos?
—Que por allá no van, que ni les pregunte.
—¿Y cuánto lleva encerrada?
—Un año.
—Qué pesar. La libertad no tiene precio.
Son las 5:30 de la tarde y ahora vamos por Aranjuez. Quiero tomar una foto, pero Ramiro me mira con gravedad y me obliga a seguir avanzando. Adelante, una docena de pelados observan una jugada de parqués. Tiran los dados al tablero, que hace equilibrio en el asiento de una moto. Pienso en la “sicaresca”. No puedo evitarlo. Nuestra realidad es tan miserable que el pillo se ha vuelto ícono cultural y narrativo.
El día oscurece. En el occidente una línea quebrada recorta las montañas negras. Mientras bajamos, Ramiro me habla de su actividad en el barrio: danza, pintura, música, encuentros de lectores con la Fundación Ratón de Biblioteca. “Tenemos que entrar a la Casa Gardeliana”, dice. La verdad, no quiero entrar allá.
Por la 45 transita el Metroplús. Los impecables carriles solo pueden ser transitados por sus buses, pero en Manrique los motociclistas se pasean por ellos con alegre impunidad. Y lo hacen sin el casco reglamentario. Llevarlo puesto es una clara ñoñada. Avanzamos unas cuadras y nos desviamos hacia Campo Valdés. Los pies me arden, soy un flojo, y tenemos que seguir adelante hasta la iglesia de Manrique. El Centro de Medellín está allí, pegadito, a menos de diez minutos.
Son las 6:45 de la tarde. En poco más de dos horas trazamos el recorrido desde Santo Domingo hasta la estación Hospital del Metro. Es hora de despedirnos. Ambos tomamos el Metroplús. Ramiro se devolverá y yo continuaré el recorrido hasta el parque de Belén. Le agradezco el tiempo, la paciencia y la caminada.
Ahora voy sentado en la mansa ruta del Metroplús. Afuera está la calle, la vida, y ahora la lluvia. Adentro está la luz blanca, el aseo, el refugio. Menos mal se largó el agua cuando ya estaba en el bus. En la estación Ruta N, por la Universidad de Antioquia, el bus se llena y sube el sofoco. Le cedo el puesto a una señora y me toca ir de pie y colgando de una mano. Pasamos por las estaciones Chagualo, Minorista, Cisneros, Plaza Mayor. Avanzamos como flotando sobre la lluvia. Nutibara, Fátima y Rosales. Los pies me arden y los talones me palpitan. Y tengo hambre.
Me bajo del bus en la estación Parque Belén. Son las siete y pico. El pavimento está mojado y la brisa es fresca. Ahora soy atrapado por el olor de unas empanadas. Despacho un par acompañadas con gaseosa y quedo aliviado. Llamo por teléfono a Juan Pablo Góez, quien vive en la Loma de los Bernal, donde terminará este recorrido, y quien me dejará asomar por su balcón para ver la ciudad desde ese ángulo.
Manrique está en la Comuna 3, Belén en la 16. Pero tienen cosas en común: a ambos los atraviesa la arteria por la que viaja Metroplús; además, son panzas que se han tragado otros barrios. Manrique La Salle, Las Granjas, El Raizal, Central, Oriental y otros. Y así Belén: San Bernando, Rosales, Las Playas, Altavista, Los Alpes, Las Violetas… Ahora no pasan motos por la calzada de Metroplús. Los motociclistas van por su carril y llevan casco. Me gusta Manrique. Belén no, porque nada que crezca en un jardín tiene la fuerza de lo que se desarrolla bárbaro y viril en la salvaje calle.
Son más de las ocho de la noche cuando llego al apartamento de Juan Pablo en el piso veinte. Abajo se ven las luces de Medellín, y a los lados una multitud de edificios y ventanas iluminadas. “¿Y fuiste a la Biblioteca Japón?”, pregunta Juan. “No –le digo–, esa biblioteca no cuenta nada de Belén”. Me ofrece cerveza y saca los binoculares para que vea la ciudad. Los tomo y soy presa de una tentación: fisgonear el interior de algún apartamento vecino. En uno de ellos una chica en embarazo cocina con tranquilidad. Se ve hermosa con esa panza y el pelo largo y suelto. Persiana americana, la ventana indiscreta, el ojo voyeur.
Para no darle oportunidad a Juan Pablo, enfoco el barrio El Poblado y veo unas enormes lámparas blancas que iluminan unas plumas de construcción. A esta hora están removiendo los escombros del edificio Space. Lo mejor es seguir con otra cosa, así que paso a los barrios que recorrí con Ramiro. Son casi las nueve de la noche. Por allá las calles están cerradas por un carro atravesado, hay baile y trago. También podrían estar cerradas con cintas naranjadas de la policía, a causa de algún muerto tirado en el pavimento. Acá la gente se mata y se abraza con la misma intensidad. Desde la montaña suroccidental el cielo se ve como un cascarón oscuro, un hoyo negro que se va tragando la ciudad. Abajo, en el valle, la noche estalla en una granada de bombillas y fotones titilantes, como brasas de una hoguera que se extingue.
Atravesar Medellín imaginando una frontera sesgada, torcida, ladeada. Romperla en dos como se parte la vida. Ya lo dijo alguien: “estamos hechos de comienzos y finales, de saludos y despedidas”. Qué ridiculez. La vista de la ciudad me pone sensiblero. Ha llegado la hora de irme.