Guerras lejanas
Pablo Cuartas. Ilustración: Elizabeth Builes
El almacén La Soga estaba en la calle Cúcuta, entre Amador y Maturín. Y en el almacén, sobre el escritorio de mi abuelo, debajo del vidrio, entre otras, la foto: un hombre joven de traje gris a rayado, camisa blanca y corbata de listones gruesos posa con una medalla militar en el lado izquierdo del pecho. La corbata se pierde en la abertura de una almilla, y la medalla, alto relieve de un soldadito de casco y laurel, pende de una bandera ancha con tres franjas verticales. El cuerpo está levemente girado hacia la derecha, y sus ojos, grandes, miran a la cámara con aplomo.
Se llamaba Leonidas Cuartas Lopera y era el hermano mayor de Román Cuartas Lopera, mi abuelo, dueño del almacén La Soga. Lo supe de niño porque ahí, entre sombreros, aperos, estribos, herraduras y sillas de montar, pasaba buena parte de mis vacaciones. Guayaquil era entonces un barrio populoso de camajanes, putas y carretilleros, y no esa cosa fea y aséptica que lo reemplazó. En el almacén, asediado por mi fascinación y mi curiosidad, mi abuelo me contó la historia de Leonidas. Que había nacido en Briceño, un pueblito encumbrado cerca de Yarumal, y que se había ido muy joven para Francia como soldado voluntario de las fuerzas aliadas contra Hitler. También me dijo que se había enrolado en la fuerza aérea porque siempre había tenido el sueño de ser aviador, y que había muerto en una escaramuza después de acordado el final de la guerra, en un lugar lejano al que la noticia de la paz no había llegado todavía. Yo me imaginaba a Leonidas Cuartas al mando de una tripulación aérea, de impecable uniforme militar y casco blanco de aviador osado, aturdido por el ruido de aspas y de balas, batiéndose a muerte contra enemigos que me figuraba mucho más altos y fuertes que él, lo que redoblaba su valor y mi admiración. Mi abuelo hablaba y yo veía charcos de sangre sobre la nieve, oía gritos en idiomas incomprensibles, olía la pólvora de las metralletas, pensaba en Leonidas Cuartas pilotando su nave artillada entre la bruma, librando una última batalla inútil. Y su muerte después de la paz, la congoja de la tropa, la triste solemnidad de los honores militares. Me imaginaba a Leonidas mártir, caído en esa grave impostura que es la guerra.
Cuando llegué a París sabía poco más sobre él. Sabía de una tumba con su nombre en uno de los muchos mausoleos de Morts pour la France. Sin saber en cuál ni en qué ciudad, ingenuamente fui al Père-Lachaise a buscar la tumba sin flores de un soldado desconocido. Pero no hubo cuervos negros que me guiaran en francés ni en español ni en italiano por las avenidas y divisiones de esa inmensa ciudad de los muertos. Simplemente miré en un mapa y fui a donde me indicaba, al gran columbario de infinitas bóvedas sin adornos ni epitafios infatuados, galerías y galerías de placas de mármol iguales entre sí: Fulano de tal, dos fechas, punto. Nada de glorias pasadas ni de méritos remotos, apenas un discreto monumento general, impersonal, sin distingo de nacionalidad, rango ni batalla. Caminé un rato por entre el arrume de muertos por Francia, buscando la aguja en el pajar.
Del cementerio pasé al archivo, y del archivo a los libros de memorias de antiguos combatientes. Lo primero que descubrí fue un error que se repetía terco en los papeles oficiales: se hablaba siempre de Leonidas Cuertas, con e en vez de a, una e que descarriló mis pesquisas iniciales y me hizo dar tumbos por todo el Servicio Histórico de la Defensa, en el Castillo de Vincennes. ¿Se cambiaría el apellido Leonidas? ¿Se lo habrían cambiado? ¿Sería un simple malentendido? No hay manera de saberlo. Lo cierto es que es la misma persona, pues uno de los documentos oficiales señala que nació en “Briceno – Colombie” en 1916, y el “Cuertas” va siempre seguido de “Lopera”, este sí bien escrito.
Buscando así, a partir del error, aparecieron más revelaciones. Logré establecer que pertenecía al Batallón 13 de la Legión Extranjera, muy célebre y apreciada en Francia porque estaba conformada principalmente por voluntarios que enviaban a la primera línea de combate, en la vanguardia de las tropas comandadas desde lejos por el general de Gaulle. Uno de los documentos indicaba el lugar exacto de la tumba, lejísimos de donde yo la buscaba, casi en la frontera con Alemania: “Divicionario (sic) número 6, tumba 7, en Giromagny, territorio de Belfort”; y otro, aunque en forma escueta, el día exacto de su muerte: 23 de noviembre de 1944.
Con la equivocación ortográfica del apellido, y la certeza del día de su muerte, llegué a los Cuadernos del Teniente-Coronel Brunet de Sairigné, diario de un militar con pretensiones literarias que pertenecía al mismo regimiento de Leonidas Cuartas. En el índice onomástico se lee: “Cuertas (Legionario, chofer), p. 206”. Y en la página indicada, los apuntes correspondientes al 23 de noviembre de 1944. El convoy avanza por “un monte cubierto de una intensa neblina que impide al enemigo vigilar su progresión”. Con el ánimo de aprovechar la visibilidad menguada por la niebla, “el Capitán Mattei dio la orden de asediar el albergue del Ballon d’Alsace, cerca del hotel del mismo nombre. Luego de unos cincuenta ataques con mortero, logramos el asalto y retomamos el albergue (reteniendo una veintena de prisioneros)”. Dice el coronel Brunet que al asalto siguió una gran confusión entre tropas amigas y enemigas, y que algunos soldados alemanes seguían bloqueando la subida cuando los franceses ya habían ganado la cima. Sin embargo, la tercera compañía emprendió el ascenso.
Ahí estaba Leonidas Cuartas, de veintiocho años de edad, pilotando no un avión de guerra sino un simple camperito de escolta: “El capitán-médico Beaumont y el camión de avituallamiento de la 3ra Compañía subían, de noche, por la carretera. De golpe, como la oscuridad era total, el capitán se vio rodeado por unos cincuenta Fritz que le gritaban: ‘¡Alto!’. Él aceleró y los alemanes, sorprendidos, lo dejaron pasar, pero acribillaron el camión, matando o hiriendo a los legionarios que lo ocupan. El chofer logró escaparse solo. El teniente Fourcade cae, también, en medio de los alemanes. Ordenó entonces reversar, cosa que el chofer hizo sin temor alguno. Pero los alemanes abrieron fuego y mataron al chofer Cuertas (sic). El teniente respondió con su metralleta y logró huir, abandonando su jeep. Momentos después, el chofer de la 3ra Compañía bajó en jeep y encontró a dos alemanes socorriendo a un soldado francés. Los alemanes se fugaron, él bajó de su jeep, montó al herido y volvió sin más novedad. La operación, que hubiera sido mucho más costosa a la luz del día, se saldó con 3 muertos y 3 heridos”. En una guerra donde los muertos se contaban por millones, al coronel Brunet no le pareció costosa la muerte de Cuertas. A otros, en cambio, sí.
Como se me hacía imposible que Leonidas fuera el único colombiano en la Legión Extranjera, busqué testimonios de soldados que también se hubieran enrolado en Colombia, atendiendo a la intensa campaña de reclutamiento que emprendió Francia en toda América Latina. En 1989 quedaban seis, y se reunían periódicamente en un bar francés al norte de Bogotá. Hasta la tal Cabaña de Pierre fue el escritor bogotano Rafael Chaparro Madiedo, quien publicó una crónica titulada “Los seis legionarios” en el periódico La Prensa, el 30 de julio de 1989. Luego reapareció en el libro Zoológicos urbanos, compilado por mi amigo Alejandro González, consagrado esculcador de papeles de muertos. Dice Chaparro que cantaban himnos militares, y que bebían cerveza, aguardiente y ron blanco y eso les soltaba la lengua. Cuando la tenían bien suelta, con la nostalgia avivada por los tragos, Chaparro los empezó a entrevistar. Gil Serrano, de San Vicente de Chucurí, Santander, fue el primero en hablar de aquellas travesías. Contó un episodio de pánico en el que aparece Leonidas: “En otra ocasión en Italia habíamos pasado de un sitio llamado Aquapendente. Estábamos llegando a Montefiascone y me encontraba en una loma con una ametralladora. En ese momento sentí el obús de un mortero que pasó silbando por el aire y cayó a cincuenta centímetros de mi posición, pero el mortero se enterró en la tierra y no explotó. Del susto cogí la ametralladora y salí volando loma abajo muerto del miedo. Allí estaba un compañero, José Leonidas Cuartas, un paisa que me vio llegar pálido y temblando. El sargento que se encontraba ahí dijo: ‘Cuartas, dele golpes en la cara que Serrano está con la enfermedad del miedo, dele golpes en la cara…’. Entonces Cuartas empezó a pegarme y el susto se transformó en rabia y yo también empecé a darle en la jeta. Añoro mucho a Leonidas Cuartas. Era un compañero excelente”. Después describe la emboscada a la caravana relatada por el coronel francés en sus cuadernos. Y luego, supongo que al calor de los aguardientes, recrea el intento de rescatar el cadáver de su amigo: “Por la noche, a eso de las siete, me fui solo, porque nadie me quiso acompañar, a sacar a Cuartas. Llegué al sitio y había un reguero impresionante de cadáveres. Me puse a escarbar. Había alemanes, franceses, colombianos. Leonidas Cuartas era el último de la loma. Estaba cubierto de nieve. Estaba muerto. Me lo eché al hombro y bajé. Lo más increíble de todo era que los alemanes ya estaban allí, pero no me dispararon, tal vez por respeto, pues se dieron cuenta de que estaba sacando a un compañero muerto… Era otra guerra, otros tiempos”.
De esa guerra y esos tiempos quedaba otro legionario: Agustín González Latorre, también mencionado en el artículo de Chaparro. Veinte años después, El Espectador le hizo una entrevista para conmemorar el aniversario del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. En la foto, su cara se ve al fondo, difuminada, y en el primer plano sostiene una medalla en forma de cruz con un guerrero en el centro. González habla de la vida en la tropa, cuenta las borracheras con mal vino que envalentonaban a la soldadesca, evoca el desfile triunfal por los Campos Elíseos. De pronto, al hablar de los otros colombianos legionarios (fueron setenta en total), recuerda a Leonidas y se atribuye la misma hazaña que se atribuía Gil Serrano en 1989: “De ahí (de Montecasino, Italia) nos trasladaron a Alsacia y Lorena. En los combates definitivos en esa frontera entre Francia y Alemania lideramos una operación de dos días para doblegar a los alemanes que ocupaban un punto clave que se llamaba la Casa Rosada. El combate fue muy intenso y allí murió mi amigo, el paisa Leonidas Cuartas, cuando intentaba proteger a un soldado. En medio de la balacera me metí entre los alemanes en un jeep, rescaté su cadáver y por eso me dieron la medalla Cruz de Guerra por un acto de valentía. Él se quedó enterrado allá”. Más allá de lo inquietante que pueda resultar esta aparente usurpación de méritos ajenos, lo cierto es que alguien miente: o a uno de los legionarios le ganó la emoción e hizo suya una odisea de otro, o Chaparro se puso a beber con ellos, se le soltó la mano y confundió hombres, nombres y eventos.
Todas las versiones se limitan a la muerte de Leonidas Cuartas. El recuento hermético del coronel francés, escrito en tono distante de parte de guerra, así como el bel morir que describen los otros legionarios, son apenas dos variaciones sobre el mismo tema: una emboscada urdida por alemanes vencidos. En cambio, pocas son las noticias de su vida como soldado, de su travesía persiguiendo nazis o huyendo de ellos y, sobre todo, de las razones que motivaron su presencia voluntaria en la guerra. Uno de los pocos rastros de esa aventura, aparte de la foto, es una curiosidad tomada de la prensa del momento. Es la noticia de una llamada desde Londres que los medios locales registraron con la muy antioqueña euforia que suele aflorar en estos casos: “Con regocijo tuvimos la oportunidad de escuchar la voz de Leonidas Cuartas Lopera, que desde la emisora de Londres hizo una llamada a Yarumal y Briceño para presentar un cordial saludo a sus familiares y amigos. Leonidas, como bien lo conocemos, es un verdadero hombre que merece el nombre que lleva y más todavía, es digno de llevar en sus venas la sacudida roja de la sangre antioqueña. Si el valor inmortaliza a los hombres, Leonidas se inmortalizó a sí mismo, y dio con su arrojo doble crédito a la empinada y fuerte ascendencia de la montaña”. Eso de “merece el nombre que lleva” debe ser por Leónidas I de Esparta, rey guerrero que murió hacia el año 481 a. C. mientras trataba de repeler la invasión de los persas en cabeza de Jerjes y del sátrapa Hidarnes. Al decir de Herodoto, por ser el hermano menor de Cleómenes y de Dioreo, Leónidas no estaba destinado al trono ni a la guerra. A ellos llegó empujado por la fuerza irrefrenable del azar. Se dice que al final de esa guerra ajena, una vez abatido por las fuerzas invasoras junto a 300 espartanos, Leónidas fue decapitado y su cabeza clavada en un palo y paseada como un trofeo por las Termópilas.
En cuanto a “sus familiares y amigos”, pienso en un niño de ocho años recibiendo el saludo de su hermano. Es mi abuelo con su familia en torno al radio, conmovido, orgulloso, escuchando a Leonidas desde Londres. Está con todos sus hermanos mayores frente a un radio nuevo que yo conocí viejo, un radio de madera con perillas enormes y bafles recubiertos de tela. Meses más tarde, en una refriega entre soldados desavisados, Leonidas moriría como aviador de la armada francesa en los estertores de la guerra. Años después, muchos, el mismo niño me repetía la leyenda ante la foto de su hermano, un hombre joven que desde un escritorio en el almacén La Soga, en Guayaquil, nos seguía mirando con aplomo.