Corría la segunda mitad del siglo XIX, y para entrar o salir de Medellín no había más alternativa que hacerlo a pie o a caballo. En las trochas que comunicaban con los ríos Nare o Nechí, que era por donde llegaban los viajeros extranjeros, había también personas que tenían el oficio de cargar a la gente a sus espaldas. Pero yo me atrevería a decir que el Conde de Bourmont no era de los que se hacían cargar. Tenía títulos que lo justificaban para darse ese lujo, y era monárquico y católico a más no poder, pero estaba lejos de ser un filipichín. Ya había estado en África con el ejército de Carlos X, que comandaba su padre, y en 1855 vino a Medellín a visitar socios y amigos, entre ellos a Mariano Ospina Rodríguez y otras personalidades locales con quienes tenía, aparte de afinidad moral, algunos negocios.
En compañía de los hermanos de Bedout y otros compatriotas que querían invertir en minas creó una sociedad que rápidamente quebró. Sin embargo, dice la leyenda, no fue la mala suerte en el negocio lo que más llamó la atención sobre el conde en los salones de la élite local, sino su buena presencia y su fama de donjuán: “pocas veces se habrá visto un continente de mayor marcialidad, una fisonomía de más clásicos lineamientos”, relata un cronista. Junto a esta apostura, creció el rumor de que el conde había sido amante de Marie du Plessis –inspiración de Alejandro Dumas para La dama de las camelias, donde es Margarita de Gautier–. Según esto, de Bourmont sería en la obra el caballero Armando Duval, amante de Margarita. Si bien la señora du Plessis murió ocho años antes de que el conde viniera por primera vez a Colombia, hay quien dice que este se vino de París porque solo hundiendo sus botas en el lodo de los socavones antioqueños podría superar la muerte de su amante a manos de la tuberculosis.
Es difícil darle crédito a toda esta película narrada por Luis Latorre Mendoza en 1934 y repetida por tantos otros. Considerando que el mismo Dumas fue amante de la señora du Plessis, es raro que necesitara de otra fuente para contar su historia. Y si bien de Bourmont tuvo el dinero suficiente para obtener la dignidad de ser amante oficial de la dilapidadora Marie, este no es mencionado en las listas de los amores de la bella mujer, que eran secreto a voces. Parece más probable –aunque obviamente menos romántico– que el Conde de Bourmont, quien había sido partidario de la monarquía más rancia de su país y se ufanaba de que sus antecesores hubieran peleado contra los revolucionarios, sintiera que la patria ya no era un lugar digno para vivir luego de que se instaurara la Segunda República.
De cualquier manera, si en alguna medida fue cierto que de Bourmont vino a Medellín a curarse de sus amores novelescos y soterrados, no pudo haber llegado a mejor puerto. Las mujeres locales, que tenían fama de ser altas y bonitas, dejaban la soltería antes de los veinte y, una vez casadas, se entregaban a las labores del hogar con un orgullo tal que pensar en un romance al estilo francés no era más que una fantasía. El resultado no pudo haber sido mejor para el conde, pues en Medellín no se sabe que hubiera dejado descendencia, ni mucho menos que hubiera tenido amantes. Al contrario, ostentaba la fama de ser correcto y prudente, y de tener siempre en su mesa de lectura la Revista del mundo católico, según cuenta otro cronista.
Lo que sí sabemos es que el conde no se limitaba a la vida citadina. Muchas fueron sus correrías denunciando minas y comprando terrenos en la vía a Nare. Sin embargo, su destino estaba en Titiribí, adonde en 1863 llegó a suceder a Tyrrel Moore en la dirección de Hacienda y Fundición, una empresa minera cuyo único pecado fue lindar con la mina El Zancudo, y por lo tanto con Carlos Coriolano Amador, su mayor accionista. La Sociedad Minera El Zancudo no necesitaba presentación. Era la empresa más grande de la región, y el señor Amador no solo era el hombre más rico sino también el más dado a los pleitos judiciales. Por su parte, de Bourmont se hizo conocer en el pueblo como un hombre atento y puntual, y como benefactor de la parroquia de Sitio Viejo. De ahí salió la historia de una campanita manual donada por el conde, que a mediados del siglo pasado fue a dar a la Universidad de Medellín. Dicha campanilla fue recibida con honores en la institución en un acto público, y la crónica de Efe Gómez publicada en el periódico El Correo perpetuó al escritor como el “cronista lírico y filosófico de la campana del conde”.
Todo marchó bien para Hacienda y Fundición hasta que comenzaron los pleitos legales. Una versión pintoresca dice que el conde, en una astuta jugada, se dio cuenta de que los filones que se explotaban en El Zancudo salían por el otro lado de la montaña y los dueños de la mina no se habían tomado la molestia de denunciarlos. El Conde de Bourmont, pues, se habría adelantado en la maniobra, motivo suficiente para desatar la ira de Amador, quien no toleraba que alguien fuera más rápido y visionario que él. Para 1871 ya salían cartas oficiales de la mina El Zancudo en las que se recomendaba cobrarle al conde por haber “sobrepasado el límite del terreno a trabajar”. Lo que siguió fue una demanda del grupo de abogados de Coriolano por la suma de setenta mil pesos de la época. La derrota en los estrados dejó en la ruina a de Bourmont.
Es muy probable que el camino desde Titiribí hasta la ciudad, que entraba por La Asomadera y era un verdadero jabón de arcilla en invierno, haya sido la última trocha que recorrió el Conde de Bourmont. Con más de sesenta años a cuestas, se olvidó de aventuras mineras y pasó a rumiar la soltería en su casa de Bolívar con Maracaibo, cerca del famoso Puente de Arco. Sin embargo, hasta en la tranquila vejez lo persiguieron las leyendas. Cuentan que en esos últimos años salía caballo, de sombrero negro y alón, a pasear sus perros amarrados con cadenas, y que la gente había terminado por pensar que era un espanto que desaparecía cerca de la calle Palacé.
Hoy los restos del conde reposan en el segundo piso de la torre de la iglesia de San José, en una tumba alta y manchada en la que apenas cabe su nombre completo: Felipe Augusto Adolfo, conde de Ghaisne y de Bourmont. La caligrafía de la lápida no se parece a ninguna de las vecinas, pues está tallada en una letra elegante y sobria, sin cruces ni adornos, en un incipiente estilo Art Nouveau seguramente desconocido y difícil de digerir en la Medellín de la época. Sin familia que se encargara de los arreglos funerarios, su compatriota Pablo de Bedout debió haberla mandado a hacer a París, e ignorando en qué año había nacido su amigo hizo que le pusieran únicamente la fecha de su partida, 1883. Un invento más para este conde legendario.