Desperté temprano y decidí visitar el pueblo. Desde que un carro de Google recorrió las calles minuciosamente basta teclear su nombre para que el pueblo se materialice congelado frente a mí. Escribo L-O-R-I-C-A. Primero la veo desde arriba, cubierta de nubes, “la antigua y señorial”. Pese a la mala definición, distingo el río, los caños y la estructura de barrios y avenidas principales. Es casi una isla rodeada de agua verde. La conozco bien. Tuve años para recorrerla a pie y en bicicleta. Aunque no nací en Lorica y siempre me sentí forastero, con los años he entendido que de ahí vengo porque ahí crecí.
Una vez sobre el pueblo elijo al azar un rincón. Si me acerco la definición se pierde y las nubes se ven angulosas, cuando no cuadriculadas, pero a partir de cierta distancia la red de calles surge de la nada, superpuesta sobre la foto. El proceso de empalme con mi mapa mental es casi instantáneo. Elijo un sitio de aterrizaje discreto: una calle menor en el barrio Remolino, cerca de la cancha de baloncesto donde inicié mi breve y no particularmente exitosa carrera como luchador callejero. Con un clic estoy ahí. Es un viaje en el espacio y en el tiempo. Las fotos que permiten la ilusión de presencia fueron tomadas hace unos meses. Mis contactos en el pueblo no recuerdan haber visto el carro con las cámaras, pero el carro estuvo ahí porque ahora estoy de pie en la calle. Avanzo lento, revisando cada escena, y reconozco la casa de un amigo de infancia que ahora es oficial del ejército. Me pregunto si sus papás todavía viven ahí. Me detengo frente a su casa. Creo que era de otro color y tal vez más pequeña. Hay alguien en la terraza arreglando una ventana. La casa vecina todavía es de madera con techo de palma. Por alguna razón se ve nueva. La calle tiene aceras diminutas y hay varias motos estacionadas. Algunas personas caminan en dirección al río. Sus caras han sido retocadas para proteger su identidad. O tal vez para que no me vean mientras las miro. Así se debe sentir un fantasma. Un hombre de camiseta blanca y gafas negras me mira pero no me ve. Parece molesto. Decido alejarme.
La cancha del barrio es exactamente como la recuerdo: un claro de concreto en medio de casas y algunas construcciones. Los arbustos escuálidos que la rodean no hacen sombra. La pelea fue en la mitad de la cancha. No puedo caminar hasta ahí. La veo desde la calle y me imagino de pie sobre el concreto caliente. Tenía unos once años. Nunca había visto a mi oponente. Cuando el juez dio la orden rugí para atemorizarlo, pero fue insuficiente: el bárbaro se abalanzó sobre mí en una lluvia de patadas que no pude contener y que cerró con un hachazo accidental directo a las güevas. La coca reglamentaria me salvó de daños irreparables pero no del dolor puntual. Incapaz de guardar la compostura, caí de rodillas. No estaba preparado para eso. Mi maestro se acercó para preguntarme si estaba bien. Contuve las lágrimas. Dije que quería continuar. Me levanté y miré a mi adversario. Sentí que sonreía. Tal vez fue un gesto involuntario. El juez lo penalizó y reinició la pelea. Rugí de nuevo, esta vez con más sinceridad, y decidí que ahora sería yo quien tomaría la iniciativa. Cargué contra él con la fuerza que me daba el dolor y no detuve mi ataque hasta que salió de los límites del área de combate delimitada en tiza. Miré a mi maestro buscando su aprobación y él asintió satisfecho. No recuerdo el nombre de mi maestro.
No sé qué busco en mis visitas al pueblo. Inicialmente buscaba lo que había cambiado. Quería ver el progreso. La última vez que estuve allí fue hace ocho años. Mis contactos me mantienen enterado de las novedades generales. Sé que construyeron un gran supermercado. Sé que algunas casas cayeron y algunos edificios fueron construidos. Aprovecho mi fantasmagoría digitalizada para constatar (¿y aprobar?) los cambios. Esa era, al menos, mi motivación inicial hace un mes largo, cuando el servicio de teletransportación fue inaugurado. Cada vez más, sin embargo, prefiero buscar persistencias, como la cancha, la iglesia o la calle frente a la segunda casa donde vivimos (era verde, ahora es blanca), con un gran muro y un pretil alto desde donde saltábamos en bicicleta. En el muro está pintado el anuncio de un candidato al concejo por el Partido de la U apodado ‘El Pollo’. Reconozco su nombre: fue uno de mis primeros amigos cuando llegué al pueblo a los ocho años. Creo que se casó con una compañera de colegio de mi hermana. No sé si habrá sido elegido. Le preguntaré a mis contactos.
Junto a la segunda casa hay dos espacios que dejaron construcciones derribadas. Si le doy la espalda al muro y el pretil me cuesta reconocer dónde estoy. La casa donde quedaba la tienda de la esquina ya no existe. Lo mismo pasó con el colegio de niñas donde inicialmente, en las noches, funcionaba la academia de Taekwondo. Ahora hay potreros ahí. Me duele verlos. Preferiría ver construcciones nuevas. Así sentiría menos el vacío.
Me elevo. Es otra de las ventajas de ser un fantasma. Recorro el pueblo como en mis sueños infantiles: a saltos largos. Aterrizo en la calle (las mismas casas, los mismos árboles de laurel) donde un matón me retó a un combate y rompió mis gafas. Fue la única vez que lo encaré. Lo encaré y perdí. Nunca volví a verlo.
Me elevo de nuevo y sobrevuelo la carretera, tomo la desviación hacia San Bernardo del Viento y aterrizo en la esquina junto al bosque de tecas que cubre el colegio donde empecé mi bachillerato. Busco persistencias, ya lo dije, así que escalo la callejuela de tierra amarilla hasta el portal. Todo sigue igual. Busco las persistencias por lo mismo que busco gestos míos en mi hija. Las busco porque en ellas me reconozco. Son anclas a lo que fui que definen lo que soy. En la puerta hay estudiantes comprando dulces o tal vez planeando una huida. Podría ser uno de ellos. Al fondo veo (o imagino) la rectoría y la sombra del bloque de salones junto al espacio cubierto que servía de escenario para izadas de bandera y eventos similares. Aunque no alcanzo a ver la gran bonga, si me elevo la distingo desde el cielo.
Es y no es el pueblo. Hacen faltan los ruidos, los olores, los acentos, el calor. Algún día también sabremos cómo capturar eso. Algún día podremos comprimir el universo en una máquina y desentendernos del mundo hasta vivir sin vivir. Por lo pronto no. Por lo pronto las máquinas tienen límites. No pueden engañarnos. No lo tienen todo. No nos tienen. Salto y caigo en la carretera. Cruzo el puente sobre el caño que sirve de entrada al pueblo, giro a la izquierda y avanzo en contravía. Paso junto al monumento al ejército libertador, en la esquina donde había una panadería y ahora está la compraventa Kennedy. Veo el callejón que conduce al mercado. Como siempre, está atestado de compradores y comerciantes, en un bazar infranqueable para las redes que atrapan el mundo. Desde arriba es todavía más claro: el laberinto de calles que conforman el mercado no se ilumina cuando tomo al avatar para seleccionar puntos de aterrizaje. Su caos lo protege temporalmente de la campaña de digitalización mundial comandada desde el valle del silicio. Resguardados tras la barrera de gente se encuentran los puestos de comida, las fruterías, los brujos con sus colgandejos y amuletos multipropósito y las chazas de música, relojes y ropa cada vez más china. Si quiero verlos debo volver. Mi maestro, ahora recuerdo, vendía camisetas estampadas en el mercado.
Antes de despegar y volver a la vida en la tundra salto a mi lugar favorito, la muralla. Es un malecón fresco a la orilla del río. De noche había puestos de comida y fritos. Me gustaba ir a la muralla a hacer carreras en bicicleta. También me gustaba ir a sentarme en las bancas y mirar el otro lado del río, donde el pueblo no existía. Siempre quise irme de ahí. Hay un árbol del otro lado del río cuyo cúmulo de hojas es particularmente oblongo. Cada tarde una bandada de pájaros blancos lo usa como dormitorio. Llegan antes de que caiga el sol. Durante el eclipse de los noventa también llegaron, confundidos por la oscuridad repentina. Ahora estoy en la muralla, frente al árbol vacío. Es un paisaje tranquilo, reconfortante. Si me concentro puedo ver el río correr. Dos muchachos pasan frente a mí, uno de los dos me mira desde su máscara borrosa. Un pájaro blanco flota atrapado en el aire. Creo que se dirige al árbol. En esta Lorica espectral nunca llegará al otro lado.