Un militar mexicano que murió pobre y ciego, al cabo de una carrera política de cuarenta años de glorias y frustraciones, tuvo un notorio papel en los inicios de la goma de mascar, hoy en día una colosal y millonaria industria.
Al leer la historia del chicle la imagen del general Antonio López de Santa Anna se ve eclipsada por la de Thomas Adams. Mientras que el primero cayó casi en el olvido, el segundo cimentó una industria que sus herederos han fortalecido. En la actualidad, incorporada a una compañía más grande –la Pfizer, con sede en Barcelona–, la firma Adams continúa su exitoso curso en el mercado.
A lo largo de su turbulenta vida el general Santa Anna sufrió exilios, le amputaron una pierna a raíz de una herida en combate y perdió muchas de las batallas que peleó (de hecho disputa el récord del militar que intervino en más batallas); pero también obtuvo victorias y poder.
Fue presidente de México en varias oportunidades. Durante su último mandato, con ínfulas de dictador, se hacía llamar Alteza Serenísima. Siempre trataba de figurar. Algunos lo tildaban de persona sin principios. Se pasaba de un bando a otro sin ningún escrúpulo, velando siempre por sus propios intereses. En muchos sentidos fue un hombre desleal, irreflexivo, miope. Escurría el bulto cuando era necesario. Los reveses le daban fuerzas para arremeter de nuevo y meterse en la pomada. Vendió a los gringos una parte del territorio patrio por un precio de risa. Sin embargo, la vida fue benigna con él al permitirle vivir hasta los ochenta años.
Estuvo en Colombia en dos oportunidades, como desterrado. Eran los tiempos de Mosquera y Obando, de las patillas, el mostacho y las guerras civiles. En otro destierro recaló en Jamaica, donde años atrás, en la misma condición de proscripto, estuvo Bolívar. De Santa Anna y Bolívar fueron con- El general de Santa Anna y la deuda del dulce temporáneos, aunque el venezolano solo vivió la mitad de los años del otro. En algunos libros citan La Habana, y no Jamaica, como el lugar de exilio de Antonio López de Santa Anna luego de ser derrocado de su última presidencia, en 1855. Las islas son el refugio de los conspiradores y los aventureros.
Los biógrafos consideran que la injerencia de López de Santa Anna en el negocio de la goma de mascar fue episódica; la mayoría desdeña esta faceta mercantilista y otros la mencionan como una simple curiosidad. Pero el tornadizo y revoltoso general mexicano se alió con Adams durante su exilio en Estados Unidos, y juntos tuvieron la peregrina idea de fabricar neumáticos para bicicletas con la savia de un árbol americano: el Manilkara zapota.
La empresa fue un fracaso. Sin embargo, la exuberante especie nativa ofrecería a los industriales foráneos la clave de otro éxito capitalista. El general de Santa Anna, que solía mascar la savia del árbol, y Thomas Adams, que se pirraba por enriquecerse con el perfeccionamiento y la masificación de la goma de mascar, patentaron y comercializaron una nueva marca: Adams New York Chewing Gum. De Santa Anna le ofreció a Adams, en calidad de proveedor, toda la resina que quisiera del Manilkara zapota, y Adams se entusiasmó con la empresa.
El general de Santa Anna ya estaba desengañado del poder. Había rodado de exilio en exilio sin lograr meter mano de nuevo en los asuntos de México. Escribía artículos desde el destierro para la prensa de su país.
Se había ofrecido a Maximiliano de Austria como colaborador y había sido rechazado. Estas fueron las circunstancias de su encuentro con Adams. El general necesitaba dinero, pues no podía recurrir a las tretas con que se lo procuraba en su época de mando. Se cuenta que en una ocasión, luego de apoderarse de un convento, él y su tropa se disfrazaron de frailes, convocaron a misa, secuestraron a los asistentes más ricos y les exigieron elevadas sumas por su liberación. Así financiaba sus campañas.
No era la primera vez que el general negociaba con los gringos. Años atrás les había vendido La Mesilla por siete millones de pesos. Una ganga. Si había privado a su nación de una parte de su territorio, bien podía lucrarse de la abundante materia prima que ofrecían los árboles nativos. Los gringos están acostumbrados a las gangas; así obtuvieron Luisiana de los franceses y Alaska de los rusos. Y a apropiarse tierras de otras naciones a la fuerza y pagar indemnizaciones irrisorias, como ocurrió con México y Colombia. Thomas Adams aprovechó un cargamento de resina que había desistido de utilizar en la fabricación de neumáticos para hacer goma de mascar, un uso que de Santa Anna había aprendido de los indígenas en Xalapa. Y vaya si le dio resultado. Hoy compras un Trident y lo disfrutas cándidamente, ajeno a la historia de codicia que originó este invento. Adams tiene un surtido muestrario en los supermercados, junto a las cajas; mientras haces cola para pagar, se te invita a antojarte de goma de mascar en pastillas o en barra. Da lidia resistirse a la invitación. Actualmente el chicle se elabora con una base plástica –acetato polivinílico–, pero cuánto Manilkara zapota no se escurrió de las venas abiertas latinoamericanas.
El general no tuvo un dulce final. Su socio del norte se tapó en dinero, mientras él murió prácticamente en la miseria. Allá en la muerte quizá tenga suficiente buen humor para reírse de sus desventuras, como es sabido que hizo en vida, cuando sepultó su pierna cercenada con todos los honores castrenses. La crónica de los militares nos brinda cualquier cantidad de excentricidades. Mosquera, durante su exilio en Lima, escribió una cosmogonía. De Santa Anna incubaba sueños de capitalista.