Número 50, octubre 2013

IV - Desembarcos
II - Cantata pastusa
Gustavo Álvarez Gardeazábal. Ilustración: Mónica Betancourt

 
 

Escribí Cóndores no entierran todos los días en la ciudad universitaria de Torobajo, en Pasto, adonde llegué contratado como profesor de humanidades. Era 1970. Acababa de recibir mi grado en Literatura en la Universidad del Valle, y mi frustración por no haber sido seleccionado como docente en la misma universidad donde me había graduado y donde había ejercido como monitor los últimos dos años quedó plenamente compensada con mi llegada a Pasto.

Haber salido del mundo cultural de Cali, en el que fui protagonista de todo nivel durante los cinco años de mi carrera universitaria, significó un trauma para quienes creyeron que mi futuro literario debía estar en los cafetines de París (adonde iban entonces todos los intelectuales), y no en las remotas y frías calles de un pueblo que había vivido hasta entonces al margen de la historia nacional. Mis enemigos de la izquierda comunista, en especial los trotskistas, debieron vibrar de alborozo cuando vieron que la derecha oligarca que manejaba entonces la Universidad del Valle me había condenado al ostracismo. El problema de vérselas conmigo estaba solucionado, y como no me fui a la capital francesa a realizar el curso de adoctrinamiento que las promesas literarias debíamos completar para que la internacional marxista nos exaltara, sino que me perdí en las brumas y nieblas de una ciudad decimonónica arrimada a la ladera de un volcán remoto, la posibilidad de ascender vertiginosamente quedó trunca.

Bueno, eso creyeron quienes siempre me minimizaron o me persiguieron como nefasto antagonista de la actitud de los poderosos. Estar lejos del bochornoso ámbito de la sociedad caleña resultó más que benéfico para mi posibilidad literaria. Hoy, 43 años después, pienso que si no me hubiese ido a vivir a Pasto no habría escrito con tanta facilidad y entusiasmo una novela como Cóndores. Pasto fue el sitio y el clima ideal para alimentarme con mis recuerdos y versiones. Sin dónde investigar, porque la única biblioteca de verdad que existía en esa ciudad era la del maestro Ignacio Rodríguez Guerrero y allí no había material para desviar, aumentar o refutar mi versión de la violencia partidista tulueña, mi capacidad de imaginación se desbordó.

En aquel entonces Pasto era una ciudad gélida, no eran tiempos de calentamiento a causa del dióxido de carbono. Los más de 2.600 metros de altura y el socavón de vientos donde fue construida la convertían en el epicentro de fríos luminosos y nieblas jupiterinas. Era obligatorio usar ruana o abrigo pesado, guantes, y muchas veces gorro digno de los mejores inviernos nórdicos. Todos vestían ceremoniosamente, con trajes oscuros, como en las novelas de García Márquez, y se respiraba un aire de convento. Las iglesias y sus campanas seguían siendo el centro de la vida citadina, y la existencia de las cofradías religiosas hacía vigente la vida de la Colonia a finales del siglo XX. El mestizaje era poco. Los blancos eran blancos así no tuvieran con qué ponerse dientes postizos o hacerse tratamientos dentales. Los indios, también muecos, iban y venían por las calles pavimentadas que creían forradas en piedra, como cuando los quillacingas tributaban al inca poderoso y lejano.

Pasto se había caracterizado históricamente por ser la ciudad en donde los españoles resistieron hasta mucho más allá de la fecha oficial de independencia. Fue en Pasto donde quisieron matar a Antonio Nariño, el gran precursor de nuestra liberación. Fue en Pasto, la ciudad del mítico Agualongo, donde nunca quisieron a Bolívar, y desde donde el señor Sañudo escribió la más grande diatriba que se haya escrito contra el Libertador. Fue allí mismo donde planificaron y mataron al Mariscal Sucre, el hombre llamado a suceder a Bolívar. Reacios a modernizarse, orgullosos de no haber sido patriotas sino realistas, y de vivir dentro de estructuras ancestrales alejadas del vértigo de la Colombia que se transformaba, los pastusos se sentían perseguidos por el poder centralista bogotano y abandonados a su suerte como castigo por haber sido disidentes políticos en momentos cruciales de la vida nacional.

Por los días en que llegué los pastusos giraban más alrededor de la vida y la cultura quiteñas que de los ecos bogotanos. La carretera que los comunicaba con Popayán apenas había sido terminada cuando el conato de guerra con el Perú, y los grandes abismos del Guáitara más parecían un camino de herradura que una carretera panamericana, como orgullosamente la llamaban. El aeropuerto de Chachagüí era, es y seguirá siendo un portaviones que desafía los precipicios que lo rodean por tres de los cuatro costados. Existía, pues, una incomunicación física, aunque no fuera tan grande como la espiritual y la intelectual. En esta ciudad me refugié. Muchos años después, cuando la misma casta me impidió el avance político y fui condenado a cuatro años de cárcel por un delito que no era delito, y con igual fuerza salí victorioso.

Cóndores fue la respuesta pastusa a semejante censura. La visión del pasado tulueño la escribí en ese cubículo sin calefacción de la Universidad de Nariño en Torobajo. No tenía las afugias de la batalla diaria contra las clases dominantes y los intransigentes de la vida caleña. No tenía que opinar distinto a los cenáculos de la oligarquía valluna, ni someterme a los designios canallescos de las hordas trotskistas.

Recorrer las calles de Pasto vestido ceremoniosamente con saco y corbata, llevando una mochila de cabuya colgada del hombro y con el pelo y las patillas largas en deformación de la moda hippie de los sesenta, era un atrevimiento para la cerrada y pacata sociedad pastusa. Haber alquilado una casa en el barrio Las Cuadras, a orillas del río Pasto, para vivir con Roke Jimeno, mi amante, era una provocación absurda. De todo ese periplo quedan las cartas que diariamente me cruzaba con Pilar Narvión, la periodista española que se convirtió desde su apartamento en París o su piso en Madrid en mi hada madrina. En esas cartas deben estar las explicaciones de mis actitudes y los reparos que ellas, racional como la que más, me enviaba desde la óptica de la agonía franquista. Eran los tiempos de las estampillas y los sobres engomados. De las cartas con copias a papel carbón. No guardo una sola de esas cartas. Las atesoro en mi memoria como el olor de las frías mañanas de Pasto, el color brillante de sus flores o la imagen tenue de las indias con pollera, acuclillándose en las calles para orinar porque todavía no aprendían a usar los inodoros.

 

Ilustración: Mónica Betancourt


Recibía entonces en mi apartado de correos la revista española La Estafeta Literaria, donde había publicado mi primer cuento cuando era estudiante. Allí había salido la convocatoria para el premio de novela Manacor, cuyo jurado presidía el nobel Miguel Ángel Asturias. Me pareció que debía participar, y como ya me había ganado algún premio de cuento en España siendo estudiante lejano, envié lleno de ilusión una copia de Cóndores.

Después todo fue a pedir de boca. La edición de la novela la harían los organizadores del concurso en forma limitada, pero como ya había terminado Dabeiba, la novela que el 6 de enero siguiente ganaría el segundo puesto en el Nadal que organizaba don Josep Vergés en su editorial Destino de Barcelona, y Pilar tenía una fuerte amistad con él, no fue sino que me dieran el premio para que ella lo llamara y le dijera que Cóndores también estaba a su disposición para editarla, como efectivamente lo hizo.

Todo esto pasó mientras viví en Pasto. Mis años allá resultaron ser los más inolvidables y felices de mi vida. Ese mundo apartado del vértigo colombiano me permitió esculpir para siempre en mi memoria los días y las horas que pasé en aquella ciudad. Volví muchas veces mientras mi averiado corazón me lo permitió. Más aun, cuando sufría aquellas melancolías terribles, esas depresiones de espanto que me acercaban con furia al suicidio, siempre tenía la opción de viajar a Pasto. Tomaba un avión y me iba a recorrer sus calles, a respirar sus aires, a mirar el Galeras siempre a punto de hacer erupción; a oír correr el río, a arrullarme con el sonsonete cantarino del habla de sus gentes. Volvía a vivir, me sentía recuperado y seguía dando la guerra.

La última vez que volví fui a almorzar con María Helena, la hija de Ignacio Rodríguez Guerrero, el hombre más inteligente e importante que ha tenido Pasto, quien me brindó durante mi estancia allá las luces de su inmensa biblioteca. Ya había muerto, y sus libros, vendidos por kilos, fueron a dar a muchas orillas del saber o de la ignorancia. No sabía que sería mi último asomo a esos paisajes, todavía no me habían diagnosticado el mal, pero ya me sentía desfallecer en presencia del Galeras. Ahora, cuando anhelo volver a recorrerlos, cuando solo guardo añoranzas por la tierra bendita que me amparó mientras escribía, no pienso en otra cosa que en cantarle desde lejos a Pasto. Oyendo en la memoria sus campanas, sintiendo soplar el viento frío y húmedo de los eneros de carnaval, o cortar el ventarrón helado y seco de agosto en mi cabeza, cabeceo sin cesar para decir una vez más que si no me hubiese ido a vivir a Pasto no habría conseguido escribir Cóndores no entierran todos los días.

El Porce, octubre de 2013 UC

 
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