Número 50, octubre 2013

Los montañeros
Silvio Bolaño Robledo. Ilustración: Camila López

 
 
La Madremonte sí existe!

Daniel Torres Gómez
 

Cuando la habitas, la montaña forma parte de todo, como un dinosaurio dormido que se ve de lejos y te soporta. El montañero siente melancolía al mirar la montaña, y vuelve a sentir melancolía cuando llega a la cima, pues esa altura mide lo que le hace falta.

Quien vive en la montaña forma parte de ella como conciencia de sus ríos, de los seres que la habitan, de sus bosques y sus leyendas. Los paisas, por ejemplo, llamamos “Capital de la Montaña” a la ciudad de Medellín, pero empleamos la palabra montañero para referirnos a alguien de modales rústicos. Tal rusticidad no tiene relación lógica con el hecho de vivir en el sistema montañoso de los Andes, sino con la leyenda del progreso que hemos heredado de Occidente, la cual forma parte del “complejo de hijueputa” del que hablaba el filósofo Fernando González. Así pues, en la capital de Antioquia no llamamos montañero al avezado caminante, sino a quien queremos enrostrarle su poco sentido de la moda, su inferioridad en la escala social o su aturdimiento ante la tecnología. Al señalarlas, estas diferencias ponen en evidencia la carga de complejos y vanidades de la sociedad antioqueña: “vos sos un montañero” es una expresión que nadie usa para subrayar la experiencia de otro en las cordilleras colombianas.

Ese empleo del término delata una cultura que subestima la realidad de su herencia campesina (pero a la vez se ufana de ella con cierto chovinismo, pues concibe el ideal paisa como una mezcla entre el arquetipo del arriero y el del narcotraficante). Es la manifestación de una sociedad que se imagina superior, merced al orgullo bastardo que le da saberse heredera de colonos blancos. Es preciso explicar que en Colombia el uso reflexivo del verbo “blanquear” se emplea cuando el mulato ha limpiado su sangre al casarse con una mujer blanca, mientras que en la capital de la montaña lo andino aplica para un indiecito que toca flauta, jamás para sus empresarios o para las niñas del Colegio Marymount.

Nosotros, los montañeros de la urbe, acaso habremos escuchado leyendas anteriores a Mandinga, de cuando los aburráes celebraban sus cortejos fúnebres desde el cerro Nutibara hasta El Volador (o viceversa), donde un cerro sería a la luna y el otro al sol lo que el alba a X y el ocaso a Y. Dicho pensamiento analógico no demuestra que los aburráes fueran más listos que los paisas, sino, tal vez, que la montaña, cuando la habitas, es una referencia natural de la distancia. En Medellín tal distancia es actualizada cada tanto con la incorporación de nuevas leyendas de superioridad respecto a Antioquia y a Colombia; distancia ya no ontológica sino mundana, al estar mediada por la óptica del fantoche que contempla su fetiche con devoción. Ante la costumbre de vivir entre las bombas y las balas de los sicarios, a la generación de los años ochenta le tocó subir su autoestima con la creencia en varias de esas leyendas, como las que produjeron la construcción del Metro y la transformación de algunos lugares tradicionales de la ciudad.

Mis amigos y yo, por ejemplo, trabajamos como voluntarios en el Museo de Zea, que tras otra donación de Fernando Botero pasó a llamarse Museo de Antioquia (y que el pueblo nombró Museo Botero, sacando al maestro Zea del lenguaje cotidiano y condenándolo al olvido). En ese cuartel debíamos responder preguntas sobre las obras de los artistas, y protegerlas. Luego salíamos a las calles del Centro con los ojos llenos de los arreboles de Eladio Vélez y la moral lastimada por el despotismo de los marchantes del arte. Hartos de la prepotencia y el desprecio, renunciamos al museo y nos propusimos fundar una revista. Habíamos visto muchas caricaturas de Rendón, éramos expertos en la perspectiva de Cano, sabíamos de memoria los poemas de Barba-León.

Escapábamos de Calibio en zigzag hasta llegar a La Polonesa, frente a la Catedral Metropolitana, donde nos dábamos cita para discutir entre aguardientes y tangos. Queríamos sacar el arte a recorrer el Valle de Aburrá, y decidimos hacer una revista que se llamara La Montaña. En las mesas de La Polonesa planeamos nuestro primer ataque urbano: nos proveeríamos de aerosoles y haríamos pintas con las consignas “Todos somos montañeros”, “¡Que vivan las montañas!”, “¡La Madremonte sí existe!”. Así lo hicimos durante meses que se convirtieron en años, y durante años que pasaron a ser recuerdos. Cuando habíamos terminado las maquetas del primero y del segundo número, en los cuales incluimos versos, cuentos y ensayos inéditos de autores colombianos y extranjeros, nos asaltó un obstáculo mayor a nuestra voluntad:

—¿Saben qué? Hace falta algo…
—¿Qué hace falta, Flaco?
—No sé…

Así, cada ocho días, la frase “hace falta algo” nos fue alejando de la montaña hasta perderla de vista. No era necesario explicar qué ni cómo: cuando el Flaco decía “hace falta algo... No sé…”, se derretía la tinta de las palabras, se cerraba el afluente del entusiasmo, y las noches continuaban entre los tangos, el aguardiente y la amistad.

Uno a uno los montañeros nos fuimos dispersando. Yo me di cuenta después: aquella frase –“hace falta algo... No sé…”– no era otra cosa que melancolía. Al ver la revista terminada, el Flaco sentía la melancolía de no tener que hacerla. La Montaña no se hizo realidad porque fue concebida, desde el inicio, como un mito que idealizaba la memoria de los montañeros. Lo que nos hacía falta era escapar de ese esquema de distancia y superioridad que tanto detestábamos y que teníamos la montañera tentación de repetir. Como punto natural de ascención, economía de pirámides, aeropuerto de cometas y madre del monte, la montaña es un centro de memoria que no necesita otra leyenda que la de soportarnos, cual reptil milenario que nos ha legado su inocencia. Fue por esos días que, desde las garras del lagarto, otros flacos comenzaron a publicar este Universo Centro.UC

Altkirch, diez de octubre de dos mil trece.

 

Ilustración: Camila López

 
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