Número 51, diciembre 2013

El ascenso de Salomón
Guillermo Vásquez. Ilustración: Elizabeth Builes

 

Esta es la tercera entrega de una serie sobre amores históricos y literarios. Hemos publicado David y Betsabé (UC 30) y Muhammad y Yadisha (UC 39). Una lectura fantasiosa del relato bíblico contenido en 1Re 1-2, y cronológicamente se podría datar cerca del año 970 a. C.

 

David ya estaba viejo y el frío lo hacía tiritar noche y día. Una joven princesa, hija de uno de los más poderosos jeques sometidos al poder del rey hebreo, fue llevada al palacio para dormir en su regazo y darle calor; nunca la conoció, como dicen discretamente las Santas Escrituras de judíos y cristianos. En el harén cundían las intrigas, los celos y la lucha por la sucesión; eunucos, príncipes y princesas, mujeres y suegras, todos conspiraban. Lo mismo pasaba en las dependencias de la administración, que constituían una verdadera burocracia de escribas, archivistas, traductores, consejeros, ministros y embajadores. También en las fortalezas del ejército y entre los sacerdotes que custodiaban el pabellón del Arca de la Alianza se urdían planes de sucesión a veces estrambóticos.

El viejo monarca ya no gobernaba, lo hacían los favoritos y hasta algunas de sus esposas. El reino había crecido hasta ser casi un imperio, a expensas del Egipto decadente y de la naciente Asiria. Filisteos al poniente, en la franja marítima, edomitas al sur, más al sur del Mar de la Sal, amonitas y moabitas al levante, trashumantes amalecitas y hasta arameos de Siria que tenían por capital la bella ciudad de Damasco en su oasis, todos eran vasallos del rey hebreo y le pagaban onerosos tributos. El más grande de los reyes fenicios, el rey Hiram II de la ciudad de Tiro, era su amigo, suegro y aliado; hasta de la lejana Tarsis, de Arabia, y de Micenas llegaban embajadas cargadas de regalos.

La vieja fortaleza jebusea se había convertido en una ciudad digna de ese apelativo, y el palacio real y sus dependencias, sobre todo el harén, habían crecido mucho. El Arca Santa de la Alianza seguía instalada en su pabellón de pieles como si fuera un templete real. El humo del incienso y de los aromas exóticos, mezclado con el de los sacrificios de miles de animales puros y estrictamente seleccionados, subía hasta el cielo en una columna que, cuando no había vientos ni del levante ni del poniente, parecía unir los cielos con la tierra. David había pedido al rey Hiram madera de cedros del Líbano, y enormes bloques de piedra, arrastrados desde canteras lejanísimas, se amontonaban a la espera de la prohibida construcción del templete que albergaría el Arca. Jerusalén era el vértice del cielo, el ombligo del mundo, pero el rey tiritaba de frío enroscado a la bella princesa, que trataba de transmitirle su calor casi infantil.

Una mañana de primavera resonaron en las calles de la ciudad las voces que aclamaban a Adonías, hijo de David y una de sus primeras esposas, como el designado sucesor. La noticia cundió por todas partes, de puerta en puerta, de terraza en terraza; causó revuelo y provocó peleas en el harén, alcanzó las fortalezas del ejército, donde se urdieron rebeliones, llegó a oídos del viejo nabi, el profeta Natán, que fue transportado a la capital por varios de sus discípulos en una especie de palanquín. Se organizó el golpe de estado.

En las habitaciones de la Gran Dama reinaba un pesaroso silencio; las criadas quemaban madera de sándalo en los pebeteros y agitaban lentamente los flabelos. Betsabé aspiraba perfume de rosas para calmar su miedo y su cólera. Una esclava descalza entró corriendo: “Mi Señora –le susurró al oído–, quieren hablar contigo el profeta Natán, el gran sacerdote y el comandante del ejército; te piden dejarlos entrar a tus habitaciones. Se han tomado todas las medidas; diez eunucos estarán ocultos entre los tapices para protegerte…”.

Betsabé conservaba gran parte de su belleza; era un poco más corpulenta que cuando David la conoció, pero brillaba su piel de alabastro y refulgían sus ojos de cólera, aunque temblaba de miedo. Afuera se oían los gritos que proclamaban a Adonías rey de Israel. La Gran Dama descendió a la sala que hacía de portería a sus habitaciones. Allí la esperaban los notables del reino, visiblemente conmocionados. Natán, el nabí, habló por los otros: “Gran Señora –dijo, y trató de inclinarse, pero se lo impidieron su espalda ya rígida y los gestos de Betsabé–… Gran Señora: ¡Salva a Israel, salva al rey, salva a tu hijo, sálvate a ti misma, sálvanos a todos nosotros!”. Betsabé preguntó con los ojos, no con palabras articuladas. Y Natán prosiguió: “el rey vive aún, pídele que cumpla sus promesas… ¡Salva a Israel, salva a nuestro rey, sálvate a ti misma y a tu hijo!”. Betsabé seguía muda de miedo, preguntando apenas con sus ojos intensamente verdes. El profeta dio dos pasos hacia ella y le señaló el pasillo que conducía a las habitaciones del rey David. El comandante del ejército le aseguró: “los guardias están advertidos, te dejarán pasar…”. Betsabé llamó con la mirada a los eunucos ocultos y a las criadas, y sin pensarlo más se abalanzó hacia el pasillo. Los guardias se inclinaron a su paso y le abrieron las puertas.

El rey tiritaba en su lecho; a sus pies, la princesa que lo acompañaba día y noche lo masajeaba suavemente. David ni oyó ni vio entrar a Betsabé; la intensa luz matutina lo cegaba aún más de lo que lo cegaban las blancas telarañas que cubrían sus ojos. La reina se arrojó a sus pies, mientras dos eunucos retiraban a la princesa. La Gran Dama tuvo que gritar para que el rey la oyera: “¡Soy yo, soy tu esposa Betsabé! ¡La que más te ha amado y más te ha servido de todas tus mujeres! ¡La que no derramó ni una lágrima cuando ordenaste la muerte de mi Urías, ni cuando tu Dios me arrebató al primer hijo que engendramos! ¡Soy la madre de tu hijo Salomón! ¡Escúchame, oh rey mío! ¡Escúchame, David! ¡Tócame si me oyes!”.

Las manos del rey se fueron acercando temblorosas, y Betsabé las agarró, las llevó a sus labios y las besó apasionadamente: “¡David, mi rey, mi Señor! ¡Sálvame! ¡Sálvate! ¡Salva a nuestro hijo Salomón! ¡Salva a tu reino de las ambiciones de Adonías!”, siguió gritando la Gran Dama, pegándose a uno de los oídos del rey. David abrió los labios húmedos de saliva; ya no tenía dientes, y casi no era capaz de hablar, pero articuló: “Betsabé, mi vida, ¡qué hermosa eras!”. A medida que hablaba su voz se aclaraba, parecía que recuperaba los sentidos, veía y oía nuevamente: “Betsabé, ¡vida mía! ¡Qué hermosa eres!”.

La Gran Dama comenzó a tranquilizarse; si el rey la escuchaba, estaba segura de lograr su propósito. Lo puso al tanto de la situación con palabras seguras, pocas, claras. David la contemplaba emocionado a través de la penumbra de sus ojos. Le parecía una estatua de marfil, una columna de plata, una palmera de Engadí. Tembloroso, y con su ayuda, se puso de pie y le pidió que le ayudara a caminar hasta la terraza; parecía escuchar los gritos que proclamaban a Adonías rey de Israel. Betsabé le susurró al oído: “me prometiste que Salomón reinaría en tu lugar: afuera esperan el nabí, el sacerdote del Arca y el comandante de tu ejército”.

David le dio la espalda a la mañana luminosa de Jerusalén y volvió apoyado en Betsabé, como si fuera su bastón de mando, a sus habitaciones. Lo esperaban impacientes los grandes del reino. El sacerdote y el comandante estaban postrados en el suelo; Natán, de pie, apretaba en la diestra su nudoso palo para espantar a los perros y a los niños. David ni los dejó saludar; como si por arte de magos regresara a la juventud, ordenó a gritos: “¡Que Salomón, mi hijo, el hijo de mi amada Betsabé, la Gran Dama del reino, sea montado en mi mula y paseado por ustedes mismos, llevando las bridas, por toda la ciudad! ¡Que se le proclame y se le unja rey de Israel, que Adonías sea detenido –ya le daré su herencia–, y que todos los presentes vuelvan a darme parte del exitoso cumplimiento de mis órdenes! ¡Es la voluntad del rey! ¡Cumplidla!”. Se desplomó enseguida entre los cojines y atrajo hacia sí a la Gran Dama, quien sollozaba. “No llores, Betsabé –le decía tartamudeando–, no llores, amada mía, paloma mía. ¡Ven! ¡Nuestro hijo Salomón reinará! ¡Natán y el sacerdote del Arca lo ungirán!”.

 

Ilustración: Elizabeth Builes

Así fue. Salomón recorrió las intricadas callejuelas de la ciudad montado en la mula de David, engalanada de oro y plata. Natán espantaba a los niños y a los perros con su sola presencia. Los sacerdotes presidían el cortejo tocando sistros, tambores y cuernos. La gente batía ramos de olivo y extendía los mantos para que pasara el rey, el joven y bellísimo hijo de David y Betsabé. Las muchachas arrojaban flores desde los ventanucos, cubriéndose el rostro pero dejando ver sus hermosos ojos, brillantes de dicha y de amor. Joab, el anciano jefe del ejército, llevaba las bridas de la mula. ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna! ¡Aleluya! ¡Aleluya! Estos eran los gritos que escuchaba Betsabé desde la terraza a la que se abrían las habitaciones del rey David.

Por su parte, el príncipe Adonías permanecía detenido junto a su madre en una estancia del harén, y sus partidarios, o habían huido hacia Egipto, o se ocultaban en el desierto que rodeaba el Mar de la Sal.

Salomón fue llevado a las estancias de su padre, mientras afuera, en los patios del palacio, seguía siendo aclamado con delirio.

“¡Ahora sé hombre! –le dijo David, susurrando– ¡Véngame de mis enemigos, acaba con los que me humillaron cuando la rebelión de tu hermano Absalón! ¡No dejes vivo a ninguno de los sobrevivientes de la casa de Saúl, sería tu perdición! ¡Obedece siempre a tu madre, la Gran Dama! ¡Sé justo con todos y misericordioso con los pobres, cumple la ley del Señor! ¡Busca la paz, mantén unido el reino, respeta las alianzas! ¡Sé hombre!”. Lo atrajo hacia sí y le impuso las manos; le acarició las rubias guedejas, las mejillas, los labios. Lo besó largamente en la frente y expiró besándole las manos.

Betsabé sollozaba a los pies de su esposo y de su hijo, el pueblo seguía gritando hosannas y aleluyas, mientras los sacerdotes sacrificaban toros y carneros frente al Arca de la Alianza y el humo subía derecho a los cielos de Yahvé.

Siguió el baño de sangre. Pagaron con sus vidas príncipes y princesas, mujeres del harén, oficiales sospechosos, sacerdotes indecisos, escribas y archivistas, eunucos, esclavos y esclavas, gente del pueblo raso. Algunos embajadores fueron acompañados hasta las fronteras respectivas. Salomón fue ungido solemnemente frente al pabellón del Arca, en presencia del pueblo, los Nebiim –los profetas– y lo más granado del ejército. Se repitieron las escenas de júbilo de su paseo triunfal contra Adonías. Betsabé acompañaba a todas partes a su hijo, repuesta del luto riguroso que siguió a la muerte de David.

El Alto de Gabaón era una colina sagrada ubicada al norte de la ciudad. Salomón y su cortejo se encaminaron hacia allí, pues el nuevo rey quería ofrecer sacrificios augurales antes de tomar efectivamente las riendas del poder. Se instalaron tiendas de campaña en los alrededores del pequeño santuario, constituido solo por un círculo de piedras en forma de falos alrededor de un pequeño altar, también de piedras. Una encina daba sombra al conjunto.

En sueños Yahvé se apareció a Salomón como un fulgor enceguecedor: “¡Pídeme lo que quieras y yo te lo daré! –resonó la voz– ¡Yo soy el Dios de tu padre David, el Dios de Abrahán, de Isaac y Jacob, el Dios que sacó a Israel de Egipto! ¡Yo pongo mis pies sobre el Arca de la Alianza y miro complacido a la colina de Jerusalén!”. El joven rey miraba cara a cara el resplandor de Dios. Sin vacilar, como si lo tuviera preparado, pidió: “¡Dame sabiduría para regir a tu pueblo! ¡Soy apenas un muchacho y tu pueblo es numeroso como las arenas de la playa, como las estrellas del cielo!”. La voz le respondió entre truenos: “¡No me pides la muerte de tus enemigos, ni riquezas, ni triunfar en las guerras, ni una larga vida! Yo te daré todo eso y te haré tan sabio que ni antes ni después habrá alguien más sabio que tú; me eres grato como tu padre David. ¡Escucha mi palabra, sé fiel a mi alianza!”.

Al despertar, Salomón sacrificó nuevamente en honor a Yahvé y regresó a Jerusalén para iniciar su reinado, que sería famoso en la tierra.

Bogotá. Medellín. Biblioteca Provincial Claretiana. UC
 

 
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