Número 50, octubre 2013

In vino veritas
Julien Yon. Ilustración: Camila López

 

 
Hay más filosofía en una botella de vino que en todos los libros.
L. Pasteur

 

Ilustración: Camila López

Me sostengo desde arriba de la máquina, aferrado a las barras de seguridad pegajosas por el jugo de uva. Bajo mis pies, la máquina se traga una era del viñedo, la sacude, le quita las semillas, lleva las uvas en la banda y las vierte en los dos cubos profundos situados a lado y lado. Observo los movimientos sin fin, circulares, las uvas que suben; avanzamos, los cubos se van llenando.

Detrás, algunos recolectores nos siguen con un par de tijeras y un recipiente; van recogiendo las uvas que resistieron el empujón de la máquina. Enfrente, un paisaje de viñedos infinito, en algunos puntos unos bosquecillos, y al final un pueblito apretujado contra una torre de iglesia. En el extremo de la era hay un contenedor gigante pegado a un tractor cuyo conductor se fuma un cigarrillo. Mi padre asiste a la operación, vigila el cielo, la hora, se come algunas uvas pensando en el vino que vendrá, en la cosecha que comienza lentamente su fermentación en la bodega de vinificación y en la que aún crece pegada a las ramas del viñedo.

Corre el mes de septiembre, el verano ha terminado de madurar las uvas. Es el ritual anual de la vendimia, el fruto del trabajo de un año de cultivo que se resuelve con la fabricación de un vino nuevo. Es el ciclo que rige mi vida, la de mi familia, la de toda la región.

Bajo por una pequeña escalera metálica en el momento en que la cubeta de la máquina vierte los frutos recién cortados en el contenedor. Cuando la operación ha terminado subo al contenedor, me siento en el borde y pongo mis pies sobre las uvas; busco lagartijas, mantis religiosas, arañas, mariquitas que han caído allí y que tiro afuera. El tractor tose su humo y vamos hacia la bodega de vinificación brincando sobre varias toneladas de uvas. Pienso en los insectos, en mis manos pegadas al borde del contenedor de donde no quiero caer.

Al llegar, salto al suelo, entro en el edificio fresco y amplio de piedra, mis ojos no ven nada, enceguecidos por la oscuridad interna, paro un instante.

A mí derecha se abre un corredor lleno de cubas; de un lado las cubas en acero inoxidable que contienen el jugo de las uvas verdes que comienzan a fermentarse, las primeras que se han recogido.

Las cubas metálicas brillan, tienen encima una tela húmeda para mantenerlas frescas y evitar que la fermentación se acelere. Toco una de las paredes de la cuba y ya está tibia. Como estoy solo aprovecho para servirme un vaso de una de las llaves que sale de las cubas. El jugo azucarado pica la lenlengua, veo en el vaso las burbujas que se activan. En mis manos tengo miles de levaduras que transforman el azúcar en alcohol. Una vez termino, subo por la escalera sobre la plataforma de las cubas de concreto que bordean el otro lado del corredor. Arriba hay una hilera de tapas abiertas, de algunas sale un ruido de burbujas. Encima de una de las tapas un enorme tubo vierte lentamente las uvas llenas de jugo. Vigilo el llenado lento de esta caverna sin fondo donde resuena el eco de los gritos que emito jugando. Es aquí donde las uvas rojas van a macerarse durante algunas semanas para comenzar luego el proceso de fermentación. Esta infusión dará al vino el color y los preciosos misteriosos taninos.

En el aire hay un olor fresco, húmedo, dulce, a fruta madura. Bajo de la plataforma y sigo los tubos que serpentean en el suelo y salen al exterior.

Unos gritos que vienen de la casa de abajo anuncian el almuerzo; corro a comer pero sobre todo a escuchar las historias de los obreros. La comida es abundante, el vino no falta, todo el mundo parece cansado pero todos están alegres. La jornada es larga, dormimos poco. Las uvas maduras deben cogerse rápido, pues si esperamos la podredumbre las devorará. Son los últimos días de cosecha y comenzamos a prever la gerbebaude, una cena de celebración ofrecida por mi padre para celebrar el final de la vendimia, una tradición que continúa. Alrededor de la mesa se recuerdan momentos del año que pasó y de las vendimias pasadas, la vendimia manual que no conocí. Es una época no muy lejana que cambió con la llegada de la máquina recolectora.

Anteriormente la región acogía inmensos grupos de recolectores provenientes de todos los rincones de Francia, gitanos, roms, que recorrían las regiones vinícolas al ritmo de la madurez de las uvas: Provincia, Languedoc, Bordelais, valle del Ródano, valle del Loira, Bourgogne, Champagne, Jura, Alsace, la vuelta a Francia de las denominaciones. La cosecha manual subsiste pero no es la norma. Algunos productores la mantienen, marcas prestigiosas, ciertos vinos particulares que lo exigen o, en nuestro caso, algunas parcelas inaccesibles a la mecánica. Para esa ocasión sacamos las canastas y las tijeras podadoras; esto nos ocupa casi todo un día. Entonces las eras se llenan de risas, chistes, chismes locales, toda clase de anécdotas marcan el ritmo del trabajo. Guerras de uvas, historias de amor, borracheras, peleas, bautismos báquicos –que consisten en empujar al novicio en un contenedor lleno de uvas–, robos, fugas, accidentes, los duros años lluviosos o los llenos de sol..., la vida intensa de ese mes del año en el que todo sucede; el mes de Dionisos, quien desde su carroza reina sobre el paisaje verde manchado de púrpura.

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El primer vino se remonta al inicio de la gran primera revolución. Salió de viñedos salvajes del Cáucaso, la actual Armenia; luego esta práctica se extendió a la media luna fértil (Palestina, Siria, El Líbano...) a principios del Neolítico. Comenzábamos a ser una especie sedentaria, a domesticar la naturaleza y a crear las primeras herramientas: pulir las piedras, la cerámica, tejer. ¡Había que celebrar todo lo alcanzado!

No sabíamos ni leer ni escribir, ni forjar, ni utilizar la rueda, solo sabíamos fabricar tortillas de cereales y hacer cerveza. Faltaba este elemento clave de la civilización mediterránea, surgió de Vitis, esa liana primitiva de la que se consumían los frutos 400 mil años atrás y nos acompaña desde que somos Homo sapiens. Sapiens, adjetivo del latín sapere: 1. que tiene gusto, que percibe los sabores, que comprende, que conoce. 2. que es razonable, sabio, inteligente.

La experiencia sensual que lleva a la sabiduría.

Se puede decir que la uva participa desde hace miles de años en la inteligencia del hombre.

En su origen el vino se utilizó sobre todo en los ritos funerarios. La viña es una planta que muere cada invierno y renace en primavera; el vino, acompañaba al muerto, dándole acceso a un renacimiento en el más allá. También era indispensable en las ceremonias, como ofrenda a los dioses y a fuerzas de la naturaleza. Era un vehículo privilegiado de la búsqueda espiritual y sus celebraciones. Las famosas libaciones hacían el enlace entre los hombres y el cielo, el reino de los dioses y espíritus, ayudadas por la imagen de la viña de profundas raíces, su cepa y sus ramas que suben hacia el cielo. Absorber este líquido sagrado, sentir la embriaguez, abría al diálogo con las divinidades y a la comprensión del mundo, su conocimiento, ese saber estrechamente ligado a lo espiritual.

En Mesopotamia, y después en Egipto, fue la bebida de reyes, faraones y personalidades religiosas. Fue en Grecia donde el vino empezó poco a poco a "democratizarse", a través de la divinidad con la que hasta nuestros días se ha asociado: Dionisos, que los romanos adoptaron bajo el nombre de Bacchus. Este joven dios originario de Asia es el gran precursor del vino en el Mediterráneo. Vaga en compañía de su cortejo de sátiros y ménades, y siembra el viñedo en la tierra mientras instala su culto. Dos grandes periodos le fueron consagrados: uno en primavera, a la imagen del viñedo, como Dios de la fertilidad y del renacimiento de la naturaleza, y otro en el otoño, al momento de la vendimia. Estas fiestas detenían toda actividad, y se invitaba a todos los habitantes a los sacrificios y libaciones. Comer simbólicamente la carne y beber la sangre del Dios permitía la fusión con él. Dios de la embriaguez, Dionisio liberaba así la alegría y la locura. Durante el trance mítico, liberación de pulsiones y frustraciones domadas el resto del año, los hombres y mujeres se desataban disfrazados de sátiros y ménades y recorrían la ciudad en una especie de carnaval desbocado. Fue durante estas fiestas que nacieron la comedia y la tragedia griegas, puestas en escena de las pasiones que exploraban y ponían a la luz del día la oscuridad de los hombres y sus catarsis. Domesticando la embriaguez, Dionisio enseñó a los hombres una nueva forma de conocerse.

Fuera de estos períodos el consumo de vino estaba reservado a las clases sociales altas como símbolo de civilización. El vino se tomaba siempre mezclado con agua, en reuniones de hombres con música, bailes y juegos, todo esto bajo la armoniosa presencia de Apolo, dios solar, figura por excelencia del refinamiento.

Los romanos adoptaron de los griegos la cultura del vino y la diseminaron alrededor del Mediterráneo hasta Europa del norte y del Este al ritmo de conquistas y relaciones comerciales. Nuevas cepas se seleccionaron y se adaptaron al clima más frío, la producción del vino conoció una verdadera época dorada; miles de ánforas se comercializaban alrededor del mar, subían ríos y recorrían territorios para alimentar a Roma y a las diferentes provincias del Imperio y la República.

El fin de la Antigüedad y las grandes migraciones provocadas por las invasiones bárbaras perturbaron un poco la cultura del vino, pero esta se perpetuó gracias a la instauración definitiva del cristianismo en Europa, con el vino como uno de los dos elementos esenciales de la eucaristía.

El viñedo y el vino son un símbolo fuerte en los evangelios. Jesús se presentó así a sus discípulos: "Soy el verdadero viñedo y mi padre es el viticultor"; "soy el viñedo y ustedes los sarmientos" (Juan, 15, 1-5). Llama la atención que su primer milagro haya sido durante las bodas de Caná, cuando transformó el agua en vino; este simbolizaba la unión de la pareja y hacía falta en la celebración. El símbolo se vuelve ineludible en la cena, donde el líquido sagrado sella la nueva alianza entre Dios y los hombres. El pan y el vino, la carne y la sangre, de nuevo reunidos.

Los obispos se volvieron los maestros del vino, en monasterios de diversas órdenes y abadías, y poco a poco la cultura del vino se desarrolló en los señoríos. Era indispensable entre la aristocracia, así fuera solo para recibir a los invitados. Luego se fue haciendo más y más común. A partir del siglo XI llegó una segunda época dorada. Europa se cubrió de viñedos y el comercio hacia Inglaterra y Holanda se intensificó, lo que enriqueció a Aquitania, Francia, Portugal y España. Los misioneros españoles llevaron plantas de viña en los barcos que iban hacia las Américas, donde comenzaron a cultivarla en el siglo XVI en la costa oeste del sur y del norte. Por otro lado, los holandeses se establecieron en el sur de África durante la segunda mitad del siglo XVII, y los ingleses en Australia a finales del siglo XVIII. La viticultura continuó su viaje.

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Ilustración: Camila López

 
A principios del siglo XXI mi abuelo, viticultor de un pueblito francés de Gironde, mezclaba el vaso de vino cotidiano con la sopa que quedaba en el plato, se lo llevaba a la boca y bebía hasta el final. Hacía "chabrot", antiguo gesto occitano, mientras mi abuela bebía su vaso de vino cortado con agua. A unos kilómetros de allí, en las bodegas de vinificación, los grandes vinos bordeleses se añejaban en barricas de roble; vinos de precios exorbitantes que serían servidos en las mesas más ricas del planeta. Estos dos tipos de vino –uno humilde, simple, franco; otro lujoso, refinado, seductor– ilustran la diversidad del consumo y de las prácticas culturales y de vinificación que desde un mismo principio fundaron todo un arte.

De la matriz de la naturaleza salvaje el hombre separó, seleccionó y multiplicó las plantas y animales que le servían para sobrevivir, hasta que se reinventó el reino vegetal por medio de la agricultura. De las múltiples variedades de viñedos salvajes el hombre sacó variedad de cepas, que combinadas con el terreno y los climas dieron diversidad de uvas y de vinos. Con el paso del tiempo y la experimentación nacieron las filas kilométricas de botellas que componen la carta de vinos actual. Rojos, blancos, rosados, secos, semisecos, dulces, licorosos, jóvenes, viejos, aromatizados, cotidianos, de fiesta..., una enorme gama de sabores que combina los caracteres, el saber hacer, las tierras, la forma de cultivar, el clima, los hombres.

Algunos vinos han desaparecido: los vinos antiguos fusionados con hierbas, los vinos de frutas de los que se encuentran rasgos en aperitivos fabricados en las cocinas de hoy. Mis abuelos fabricaban un vino de nueces, rojo, azucarado, con hojas de nogal y un poco de aguardiente. Mis bisabuelos hacían vino de las moras, la misma receta pero con moras salvajes... A los vinos blancos y rosados que dominaron la historia siguió el vino rojo; su color oscuro y sabor pegajoso, fuerte y rico no se conoció sino a partir del siglo XVII, época en la que se volvió un éxito y se generalizó. La famosa maceración del vino rojo no la practicaron ni en la Antigüedad ni en la Edad Media, pues en esas épocas preferían los vinos blancos o rojos claros, más parecidos al vino rosado actual.

Aprendí sobre el vino en la bodega de vinificación de mi papá, rodeado de los olores del jugo, la maceración, la fermentación, el roble de los barriles y el corcho, probando el vino cuando me invitaban o robándome unas gotas. Probé el vino cuando mi papá empezó a invitarme a las cenas con sus amigos. Comencé a tomar vino después de tener la mayoría de edad, conforme a las prácticas modernas y contrario a la tradición. Mi papá fue el último de la familia que creció tomando vino. La tradición francesa se apoyaba en la palabra del científico Louis Pasteur: "El vino es la bebida más sana e higiénica que existe". A mí me iniciaron en el gusto y la curiosidad, y me llevaron a recorrer las tierras vinícolas a través de las botellas de las estanterías; botellas que permiten viajar, en todos los sentidos.

¿Qué es un buen vino, más allá de lo que señalan los precios? Aquel que ofrece el equilibrio entre acidez y suavidad, aquel que tiene un sabor lejano al del agua, el vinagre y la madera envejecida. Se puede hablar de buen vino en general, pero siempre habrá uno cuyo olor, sabor y espíritu hablen a cada quien más que otro. Ese es su "buen vino".

El vino se revela a quien lo toma. Una antigua frase dice que no se conoce a una persona hasta haber compartido una botella de vino con ella, y que si el otro solo bebe agua hay que desconfiar: algo esconde. El hombre se expresa verdaderamente en la medida en que el vino se desarrolla en él. In vino veritas.

***

La noche es cálida. Los insectos vuelan y chocan contra los alrededores de la lámpara. El sonido de la selva lo cubre todo. Estamos al lado de una carretera cerca de Leticia, en una comunidad indígena. Estoy a la mesa con dos amigos uitotos que conocí en un viaje anterior en el que grabamos un documental sobre el uso tradicional de la coca. Pago una promesa, saco de mi mochila un pan, un queso y, lo más importante, una botella de vino. Abro la botella, sirvo el vino, corto el pan y el queso. Silencio, risas. Estoy listo para iniciarlos en el vino como ellos me iniciaron en el mambe. Siempre he tenido la idea de que el vino es el mambe francés y el mambe es el vino del Amazonas. Los dos tienen un uso cotidiano y sagrado, los dos se ofrecen, se comparten, liberan la palabra y la alegría, dan fuerza y reconfortan, se revelan según las costumbres de elaboración y el uso al que están destinados...

Lleno los vasos. Los uitotos adoptan la misma actitud de un catador profesional: observan el color, lo huelen, lo sienten y lo beben. El sabor fuerte del vino los sorprende pero no les choca, sus papilas están acostumbradas al sabor fuerte de la selva. Me complace contarles el uso del vino en las fiestas como bebida de acogida, su valor sagrado, las leyendas antiguas, su rol central en la cultura francesa, que inspira a los poetas y sella amistades. Las sonrisas se fijan en nuestros rostros, intercambiamos anécdotas. Cuando la botella se acaba ellos comparten el mambe y el ambil. Mi hermano saca un juego de cartas, mi prima toma nota de algunas palabras uitoto: la tierra, en ru; el árbol, amena; el cielo, mona; la luna, fiwui; el sol, jitoma; el mambe, jibia; el tabaco, d ona; el vino, vino… Estamos felices como Homo sapiens. UC

 
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