En Medellín todavía hay personas que no creen en la muerte de Pablo Escobar Gaviria, y varias de ellas aseguran que lo han visto por ahí… Yo, en cambio, conservó en mi memoria la visión de su cadáver corpulento, con la barba hirsuta salpicada de sangre, una camiseta azul oscura recogida sobre la barriga, un bluyín y los pies descalzos, tendido boca arriba sobre una mesa de la morgue municipal, dispuesto para la autopsia y la constatación de su identidad por parte de los peritos de Medicina Legal.
Pero “Pablo”, como lo siguen llamando muchos de sus coterráneos –sin nombrar sus apellidos, como si se tratara de alguien muy cercano–, se les aparece de día y de noche en sus conversaciones y discusiones, sin importar el estado de sobriedad o de embriaguez en que se encuentren.
Cuando murió yo trabajaba como corresponsal de El Espectador en la “ciudad de la eterna primavera”. Poco después de las cinco de la tarde me abrí paso a codazos por entre el tumulto de colegas de la radio y la televisión, y, aunque uno de ellos me partió una ceja con el golpe de un micrófono, tomé aire y respiré hondo cuando por un instante apenas, antes de que un policía me metiera su bolillo en las costillas y me alejara de una de las ventanas de la morgue, logré ver con mis propios ojos aquel “cadáver exquisito” para el periodismo internacional y para la tinta de mi periódico.
Los periodistas que empezábamos a meter las narices y a ingresar con nuestros trastos a ese recinto fuimos sacados a porrazos por la policía, que le iba abriendo paso a Hermilda Gaviria, la madre de Pablo Escobar, quien iba tomándose la cabeza, con movimientos decididos y gestos desafiantes, secundada por una de sus hijas mientras exclamaba: “¡Me mataron a Pablo, me lo mataron! Él no era malo… ¡Me lo mataron…!”.
Dos horas antes de llegar a la morgue en compañía de un fotógrafo, me sentí frustrado en mis intentos por ser uno de los primeros periodistas de la ciudad y del país en cubrir la noticia, pues fuimos detenidos por un cordón policial y no pudimos acceder a la casa de dos plantas del barrio Los Olivos donde Escobar había sido abatido por los integrantes del Bloque de Búsqueda.
Desde las afueras de esa casa vi a Hermilda Gaviria entre un motín de periodistas y curiosos, mientras observaba, sollozante y abrazada por una de sus domésticas, cómo el cuerpo era bajado del techo en una camilla. Al llegar le dijeron que ‘Limón’ había caído muerto dentro de la casa, y entonces tuvo la certeza de que al que habían baleado en el techo era su hijo. En la madrugada ella había ido a esa misma casa, en la que su “Pablo” se escondía desde el 15 de noviembre, a llevarle torta para celebrar su cumpleaños y un antiácido.
A Escobar Gaviria yo lo había visto por primera vez moviéndose por sus propios pies, en tenis, una noche de 1982 en la mitad de una cancha de fútbol del municipio de Caldas, hasta donde había avanzado, entre aplausos de los asistentes, para hacer el saque de honor de un partido entre la selección de la localidad y las reservas del Independiente Santa Fe. Estaba haciendo campaña política para el Congreso de la República.
A partir de 1983 solo supe de Escobar Gaviria por la prensa, y de manera especial por El Espectador, el primer medio que publicó su fotografía y lo señaló como narcotraficante. En el segundo semestre de 1988, ya con un título universitario de periodista y contratado para trabajar como corresponsal de este diario en Medellín, volví a verlo de cerca, pero no en persona sino en la misma fotografía que publicábamos cada vez que lo mencionábamos. Uno de sus tenebrosos mensajeros en motocicleta nos la llevó dentro de un sobre hasta la redacción en el barrio Prado de Medellín, con una advertencia junto a la firma y la impresión de la huella dactilar de ‘El Patrón’: “Díganles a sus jefes en El Espectador de Bogotá que ya es hora de cambiar esa foto y de ser más originales…”.
Para 1989 sus amenazas contra los periodistas y demás trabajadores de El Espectador en Medellín pretendían también ser muy originales, y sus mensajeros nos llamaban por teléfono para que las escucháramos en el estilo de la trova antioqueña. Recuerdo unos versos de un individuo que se presentaba como ‘El Poeta’, quien en un tono “cantadito” nos decía: “obedézcanle a don Pablo / él ya les dijo que fueran / pero si se ponen tercos como el Diablo / no les extrañe que se mueran”. Y agregaba: “don Pablo es el rey y lo que dice es la ley /El Espectador es un pasquín y debe morir”.
De su cinismo para atemorizarnos Escobar pasó a la acción con una sentencia de muerte cumplida, al pie de la letra, por sus sicarios en motocicleta: el 10 de octubre al mediodía, cuando iban para sus casas a almorzar, fueron acribillados los empleados más visibles de El Espectador en Medellín: Martha Luz López, administradora; y Miguel Arturo Soler, jefe de circulación y suscripciones; y unos meses después, el funcionario que lo reemplazó en el cargo, Hernando Tavera.
Los tres funcionarios, junto al director Guillermo Cano Isaza, quien había muerto abaleado en Bogotá en diciembre de 1986, se sumaban a las otras veinte personas vinculadas con El Espectador asesinadas por órdenes de Escobar. A los empleados y trabajadores de la oficina en Medellín, unas 35 personas, las directivas nos llamaron a “calificar servicios” y nos cancelaron los contratos, ante la dificultad para continuar laborando bajo el acecho del brutal enemigo.
Pero un año después, en octubre de 1990, impulsado por fuerzas que no sé precisar, volví a aceptarle a la familia Cano un contrato como corresponsal en Medellín, pero ya en solitario y clandestino, con el apoyo esporádico de un fotógrafo para “casos especiales”.
Si Escobar Gaviria había convertido a El Espectador en uno de sus principales objetivos criminales, El Espectador había convertido al capo en su principal reto periodístico. Sin necesidad de decírnoslo a sus periodistas, dar la primicia de la captura o la muerte de su principal enemigo era un reto que nos mantenía vigilantes día y noche para no dejarnos “chiviar”.
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El 22 de julio de 1992, cuando Escobar huyó de La Catedral con varios de sus hombres de confianza, me tocó hacer todo el cubrimiento. De la oficina clandestina salieron los titulares: “Y se les voló”, “La puerta se abrió tres años atrás”; eso lo hacía, con apoyo de los redactores de Bogotá, para enfatizar que lo de la cárcel era un “montaje”.
Desde su fuga empezó una persecución frontal contra Escobar. ‘El Patrón’, o más exactamente ‘El Doctor’, como le decían sus lugartenientes en Medellín, había perdido respaldo y fue declarado el enemigo público número uno. Todo el tiempo me pedían información sobre los avances de la búsqueda y eso me cansaba, en Bogotá eran obsesivos con Escobar. Me di cuenta de que en las persecuciones había mucho de farsa, pues varios operativos se frustraron porque tenía cómplices entre sus perseguidores: en algunas ocasiones lo vieron comiendo tranquilamente en los estaderos de Las Palmas o en Envigado charlando con sus amigos. Por algún motivo las patrullas no llegaban a tiempo, o se desviaban.
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Pocos minutos después de las tres de la tarde de aquel 2 de diciembre de 1993, escondido en mi refugio de un edificio en el Centro de Medellín, yo estaba ensimismado escribiendo sobre un payaso acróbata del Parque Bolívar, con la ilusión de que en la edición del domingo me publicaran, por fin, una historia sin manchas de sangre. Había apagado el radio que me servía para saber qué estaba pasando en la ciudad… y no había pensado en Escobar Gaviria.
No me enteré a tiempo de su muerte y me sentí “chiviado” con la noticia que estaba esperando desde hacía años. Eran las tres de la tarde “pasaditas” cuando mi madre escuchó el extra y me llamó por teléfono para contarme.
Luego de mis desesperados intentos por reunir información y testimonios en la morgue municipal, volví a la oficina clandestina para hacer la noticia. Quería hacer un buen reportaje, con cabeza fría, sin dejarme llevar por la euforia. Durante varios años había logrado recoger valiosa información con la que se podía hacer un perfil de Escobar; tenía un gran prontuario del personaje desde su inicios, cuando salió a la luz pública, hasta su reinado y desmoronamiento. Trabajé toda la noche apoyado por los compañeros de Bogotá. Teníamos como desventaja que las fotos de Escobar – la de su cuerpo en el techo de la casa y la de su madre reconociéndolo en la morgue– fueron tomadas por un policía que se las vendió a El Tiempo. Con material fotográfico de archivo contamos el acontecimiento como una crónica. Se trataba de una noticia que tenía una connotación especial para El Espectador, pero no queríamos caer en el triunfalismo. Salieron tres páginas, que a la vez eran una página final en la historia del asedio a El Espectador. El título principal fue simple pero contundente: “Y CAYÓ ESCOBAR”.