La identidad es una palabra ubicua e inaprensible. Está en boca de todos y nadie sabe qué contiene. Escritores, sociólogos, publicistas, antropólogos y conversadores de banca intentan sus definiciones. También los taxistas tienen su versión particular. Cuando se trata de la identidad paisa el asunto se complica, porque algunos genealogistas aficionados y montañeros de postín hablan de raza. Y la caricatura se impone por repetición y por el día del campesino en el patio de la primaria. Jorge Orlando Melo ha definido con precisión el pantallazo que entrega una búsqueda sencilla a la pregunta por esa palabreja: la antioqueñidad: “Quien entre a Internet y busque las páginas sobre Antioquia tropezará con una visión fundamentalmente folclórica, convencional y tradicionalista de la cultura antioqueña: no es la vida de las ciudades, no es el mundo de la industria, no es la literatura de Fernando Vallejo lo que constituye la identidad antioqueña, sino el carriel, el tiple, los ancestros blancos e hidalgos, el aguardiente y ciertos rasgos psicológicos (rezandero, tumbador, trabajador, emprendedor, ingenioso, bebedor) que solo los antioqueños –aunque no todos– tendrían”.
La gobernación de Antioquia y Eafit, acompañados de un “equipo experimental”, un “equipo etnográfico” y un “equipo de expertos”, intentaron actualizar la versión actual de los habitantes del departamento. Encuestas, observaciones, juegos económicos y deducciones forman el libro Valores, representaciones y capital social en Antioquia 2013. Leyendo las cifras y las respuestas pensé en la reciente exposición Antioquias en el museo que no es de Botero: una revisión a los lugares comunes y las exaltaciones pasadas. Los artistas se encargan de deformar versiones, subrayar despropósitos, tachar frases y terminar historias. El libro hace lo mismo a su manera. Traduce las respuestas, los comportamientos y las actitudes de los observados.
Una de las salas de la exposición estaba dedicada a Horizontes, esa especie de himno pictórico, y el primer dato revelador de la investigación nos muestra que la tela sigue siendo un buen retrato de nuestros movimientos: la mitad de los entrevistados no nació en el municipio donde vive. El dedo del campesino aún señala la ruta de los andariegos. La pregunta acerca del motivo de la “huida” nos hace pensar en la fatalidad del desplazamiento por violencia; las respuestas tranquilizan un poco: la búsqueda de trabajo y oportunidades es la principal motivación de los migrantes. La violencia ha movido a cerca del diez por ciento en las regiones más duras: Urabá y el Bajo Cauca. Se explica esa nostalgia montañera y familiar que viaja entre pueblos y ciudad. La gente también deja la montaña: el cincuenta por ciento de quienes respondieron tiene algún familiar fuera del país y recibe un giro mensual, un relato sorprendido y una visita ávida en diciembre o agosto. No es raro entonces que el Parque Berrío pueda parecerse tanto a la plaza de Concordia, ni que Antioquia sea el segundo departamento que más giros recibe de sus hijos pródigos.
Luego de confirmar un mito vale la pena tumbar algunas certezas. La familia numerosa y patriarcal es solo una minoría pintoresca, un recuerdo sin retrato. En eso sí fallaron los pintores de finales del XIX y comienzos del XX: no nos dejaron la imagen de la mesa larga, quizá les parecía un tema privado y anodino. Ahora la mesa es pequeña, y seguro comen a destiempo: el 48 por ciento de los hogares de Antioquia están formados por tres personas o menos, y el 46 lo administra uno solo de los padres que a duras penas puede con dos hijos. No sobra decir que las mujeres regentan, con trabajo afuera y adentro, las dos terceras partes de esas casas con un solo doliente del arriendo o de la deuda. Y los solitarios, los desadaptados de la sobremesa y del día de la madre, esa extraña estirpe antioqueña, suman 128.000. Personajes perfectos de la nueva novela antioqueña. Un borracho de garaje, una viuda con enfermera, un rebuscador que llegó peleado con el mundo desde Ibagué, una señor costeño que no tuvo cómo devolverse.
También dice el estudio, el libro, la investigación, el legajo, que los habitantes de Antioquia no son regionalistas. Me parecieron ingenuos los entrevistadores y compañía. La gente aprende a responder. Que apenas el 6 por ciento de los “respondedores” haya dicho que el regionalismo era una cualidad distintiva de los paisas me pareció sospechoso. También les preguntaron si se sentían antioqueños, y luego si se sentían colombianos, y los paisas respondieron con el mismo entusiasmo a cada uno de los mapas. Pero si les hubieran puesto un rival, si les hubieran dicho Bogotá, o Valle del Cauca, la respuesta habría sido distinta. Epifanio Mejía sigue jalando, creo. Además, el antioqueño resultó menos ligado a las iglesias. No necesitamos tanto intermediario, somos rezanderos por cuenta propia. El 38 por ciento dijo pertenecer a una organización religiosa, mientras que en Colombia los “miembros de número” de una religión marcaron 77. Se habla de una relación simplemente cumplidora con la religión, un dogma escrito que no toca la moral. Y la “sicaresca antioqueña” recibe su bendición de virgen y plomo.
La pujanza sigue siendo la cualidad preferida de los antioqueños. Por eso existe Medellín del Ariari, y por eso los graneros de Getsemaní en Cartagena están ordenados como los de Marinilla. El 66 por ciento también dijo que les importaba más el beneficio particular que el general. Ambos datos sirven para alimentar la discusión sobre la ciudad más innovadora en la exportación de cocaína. Para muchos son coincidencias, ventajas estratégicas y habilidades comerciales, talentos y suertes que alimentaron un negocio extravagante; para otros son debilidades morales y oportunidades a tiempo, carencias y descomposición social. Nos queda la tranquilidad de que las respuestas definitivas son imposibles.
Hay cifras para la frase de almanaque y para la reflexión de cafetería universitaria. Por ejemplo, confiamos más en las empresas privadas que en las entidades públicas, por historia o por experiencia. En últimas, la Sociedad de Mejoras Públicas formó la ciudad, y el Grupo Empresarial Antioqueño decide, en buena medida, cómo se reforma. También la violencia entrega sus paradojas. Las zonas más interesadas en la política son las más afectadas por la violencia. Uno no sabe si los actores armados resultan convincentes a punta de plomo y plata, o si los ciudadanos más indefensos buscan a los políticos como posibilidad de protección. Resulta normal que donde la política ha sido extrema –entiéndase asociada a la violencia– haya más interés y más necesidad de identificarse con un bando. Al menos los extremos son una minoría. Un 20 por ciento están en el dogma y la confrontación: el 6 por ciento a la izquierda y el 14 por ciento a la derecha.
El libraco, con sus cuadros y sus conclusiones, es una interesante confesión de parte de un buen grupo de antioqueños, Con verdades para el papel carbón y mentiras de entrevista de trabajo.