¡Mataron a Pablo!
La hora cero
Gerard Martin. Ilustración: Aurélie Carmouze
Algunos estudiantes y profesores estaban reunidos alrededor de un radio. Yo estaba en el bloque de Historia de la Universidad Nacional. Venía de almorzar con John Jaime Correa, un estudiante y asistente de investigación de la clase de sociología urbana que dictaba allí. Más gente se acercaba.
–¿Qué está pasando?
–¡Parece que mataron a Pablo Escobar!
–¿Otra vez?
–Pues sí… ¡Pero esta vez parece ser cierto! Hay mucha bulla, mucha gente hablando…
–¿Y por dónde lo cogieron?
–Dicen que por La América…
Alrededor del radio estaban Blanca Melo, Javier Ortiz, Roberto Luis Jaramillo y otros profes y estudiantes de la facultad. El semestre ya se estaba terminando, la Navidad estaba por llegar, y mi época en Medellín, iniciada en 1991, cerca de terminar.
La persecución a Escobar, después de su fuga el año anterior, era un tema de todos los días. Esta era la tercera o cuarta vez que se generaba ruido alrededor de su caída definitiva. La gran noticia y la gran desmentida se habían vuelto costumbre. En esta ocasión, sin embargo, la noticia parecía más precisa, más insistente, más certera.
–¡Jaime, vamos a ver lo que está pasando!
Salimos corriendo de la Universidad, cogimos un taxi y paramos un momento en el Carlos E. Restrepo. Subí al apartamento para recoger mi cámara, una aparatosa Zenith con un zoom de 125mm. Yo sabía que solo me quedaba medio rollo de negativo, pero nada que hacer, no había tiempo para ir a buscar más.
El chofer del taxi, con el radio a todo volumen, nos decía que ya sabía por dónde era, por alguna quebrada en el barrio Los Olivos. Mientras tanto los reporteros confirmaban una y otra vez que efectivamente se trataba de Pablo Escobar.
De golpe, el taxi no pudo avanzar más. Había un tumulto y un improvisado retén de la policía: “Soy un periodista holandés. Este es mi traductor. Vengo a hacer un reportaje para los medios de mi país”. “Muy bien, siga señor, adelante”. En aquellos días el pelo rubio, los 1,87 metros de estatura, el pesado acento y una cámara grande eran credenciales suficientes para acceder al lugar de cualquier evento noticioso. Además, en ese tiempo había muy pocos extranjeros en el país, y los periodistas de Bogotá y el exterior todavía no habían llegado.
Miles de curiosos estaban parados al otro lado de la quebrada, que les detenía como una frontera natural. Apenas me acerqué para tomar una foto de aquella tribuna, todos me comenzaron a gritar, y muy rápidamente se armonizaron en un coro de un solo grito.
–¿Qué es lo que gritan? –le pregunté a Jaime.
–¡Sapo, sapo, sapo! Que sapo, hermano, que soplón, traidor. Te toman por uno de la DEA o del FBI.
La risa y la burla nunca han faltado en Medellín, incluso en aquellos días. En Estados Unidos o Europa, ante semejante situación, uno encontraría un público pasivo y silencioso. Aquí no. Siempre me ha gustado esa postura hoy llamada resiliencia.
Soldados jovencitos pero fuertemente armados, miembros del Bloque de Búsqueda o de algún otro cuerpo especial, estaban en el andén y sobre el techo de la casa del capo. No tenía nada de espectacular: puertas y ventanas feítas, de un aluminio que ya había perdido su encanto; ni antejardín había. Una de las casas vecinas parecía estar en remodelación y vacía.
No nos dejaron ver ni por la ventana, pero nos dimos cuenta de que la operación seguía al otro lado de la casa. Como estaba sobre una manzana muy angosta, tenía accesos por las dos calles que la cercaban. El capo intentó huir por la parte trasera de la casa. Aquella calle estaba llena de soldados, personal médico, gente de civil y algunos reporteros de la prensa local. No vi ningún otro extranjero. También había mucha gente en los balcones de las casas vecinas. Todos miraban hacia un punto fijo: el techo de la casa donde se suponía estaba Escobar, rodeado todavía por gran cantidad de gente.
Una camioneta gris se había acercado a la casa. Personal médico en trajes blancos estaba parado sobre ella. De golpe todo era movimiento. Intenté acercarme pero no me dejaron. De pronto comenzaron a bajar del techo un planchón metálico. No se veía nada. Pero por un breve momento, cuando bajaron la parte delantera del planchón para acercarla al personal de la camioneta, se vio un cuerpo. “Debe ser Escobar”, pensé, y logré tomar la foto.
Cuando la camioneta con el cuerpo dentro salió de ahí, nos fuimos detrás, otra vez en un taxi. Había comenzado a lloviznar y a oscurecer. Ya eran casi las cinco. La camioneta iba sin luces, mas anónima y banal no podía ser. No recuerdo en qué momento la perdimos, o si decidimos no perseguirla más. De regreso en Carlos E. Restrepo nos fuimos a La Comedia para tomar algo. Se me había olvidado, pero hace un par de años, Gloria, su dueña, me contó que yo llegué medio eufórico y saludé con una frase desprevenida: “¡Bueno, ahora a festejar!”, y ella me dijo: “¿Cómo así? Estás loco. Nosotros vamos a cerrar temprano, quién sabe lo que pueda pasar”.
Aquella noche hubo una especie de hora cero en la ciudad: todo el mundo esperaba a ver qué iba a pasar. ¿La gente de Escobar reaccionaría con bombas? Pero no sucedió nada. Una parte de la banda de Escobar había sido diezmada por sus enemigos, y la otra estaba tan ocupada en retomar sus negocios que su muerte fue como la cereza del pastel.
Por la noche, desde el apartamento de un estudiante de medicina que tenía computador y fax, pude comunicarme con medios holandeses. A las dos de la madrugada (ocho de la mañana en Holanda) di mi reportaje en un noticiero radial de mi país. Una semana más tarde, un semanal holandés me publicó un largo artículo; tenía también mis fotos, que había enviado por avión, pero utilizaron otras del capo muerto en el techo que ya se habían hecho famosas. Nunca más intenté publicar las fotos, y no me gusta escribir sobre Escobar. Prefiero escribir sobre Medellín.