A sus 41 años lo mejor que le podía pasar al gran capo era que lo metieran preso. Estar en una cárcel era una buena manera de huir de su vida clandestina, y un obstáculo más para quienes querían verlo muerto. Llevaba meses, algunos dicen que años, planeando su entrega. Una rendición que pudiera anunciar como un triunfo. Cualquier cosa se podrá decir de él, menos que no le dedicó tiempo, esfuerzos y recursos a su propia condena. Y lo que prometía ser el principio de una nueva era para él y para el país, no fue más que el principio del fin de Pablo Emilio Escobar Gaviria, y una vergüenza para sus compatriotas.
A partir del 19 de junio de 1991, cuando pisó por primera vez la cárcel de La Catedral, Escobar tuvo los días contados. Tantos muertos, tanto dinero invertido, tanto derroche en preparación y logística, tanta vanidad, tantas amenazas, tantas concesiones, tantas mentiras y una verdad: un puñado de días más de vida.
Estuvo preso trescientos noventa y seis días y logró graduarse como un bandido de exportación: gobernó la mafia sin moverse de su habitación, enfrentó a sus enemigos, castigó a sus aliados, convirtió la prisión en un club privado de lujo, puso en ridículo al gobierno de turno y cuando quiso se fugó. Quienes estuvieron a su lado se sentían elegidos por un ser superior, pero entre ellos hubo un funcionario que logró convencerlo de que lo dejara ser libre.
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Además de decidir el lugar donde quedaría su cárcel, supervisar su construcción, escoger la guardia interna – veinte personas de su confianza, entre ellas un paracaidista, un cocinero y un mensajero–, restringir al acceso de la guardia externa y del ejército, y entregarse con un cura y un periodista después de que la Asamblea Nacional Constituyente prohibiera la extradición de colombianos, Escobar influyó en la selección de las directivas del penal, que en este caso fueron solo dos funcionarios: director y subdirector.
Al director lo escogió por recomendación de los hermanos Ochoa, y al subdirector lo hizo traer de El Buen Pastor de Medellín. Este último era un funcionario desconocido que había trabajado durante muchos años como subdirector de la cárcel Bellavista y esperaba jubilarse, sin afanes ni angustias, como subdirector de la cárcel de mujeres. El propio director de prisiones fue hasta El Buen Pastor a entregarle la resolución del ministerio que ordenaba su traslado.
–Mañana se presenta en La Catedral –le dijo.
El funcionario intentó negarse; curtido de lidiar con delincuentes, sabía que estar cerca de Escobar –algo que muchos buscaban– podía significar la diferencia entre una vida anodina y la opulencia, pero también entre estar vivo o muerto. Además, ponía en riesgo su pensión. ¿Quién sería capaz de mantener preso a Escobar? ¿Quién podría seguir siendo el mismo después de convivir con él?
No hubo amigos ni influencias a los que acudir. El patrón lo había escogido. Lo único que podía revertir la resolución de un ministro era la voluntad de un delincuente. Ironías del derecho: “las cosas se deshacen como se hacen”. Si quería salirse de esa no le quedaba más opción que convencer a su reo de que lo dejara jubilarse con las reclusas de Medellín.
El miércoles que Escobar se entregó, el subdirector no quiso presenciar la llegada a La Catedral. A las cinco de la tarde, hora en que terminaba su turno, cogió su carro y se fue para su casa. La desconfianza y el sigilo lo habían mantenido vivo todos esos años. Ni la curiosidad ni las ganas de ser testigo de la entrega de uno de los fugitivos más buscados del mundo lograron vencer su astucia. Estaba convencido de que hablaría con el patrón, pero esperaría su momento.
La Catedral era un largo galpón adosado a una vieja casita campesina, en medio de una de las montañas de la vereda El Vallano de la comuna 11 de Envigado. En la casita despachaban el director y el subdirector, sin secretarios ni asistentes, ante una silla y un escritorio desde donde daban paso al interior de la cárcel. Nadie de la guardia externa tenía autorización para ingresar. Ellos eran las únicas personas que tenían contacto permanente con los dos mundos.
Un largo corredor con vista a casi todo el Valle de Aburrá –con binóculos se podían ver las casas de Niquía– unía la casita con las celdas, que, a excepción de la de Escobar, eran alojamientos colectivos con camarotes y duchas comunes. La celda de Escobar era una habitación espaciosa con sala y tina, y era la última del galpón; estaba recostada contra la montaña, como una cueva. Después no había nada, tan solo una garita y el monte por donde dicen que se escapó.
–Al otro día de la entrega llegué a las ocho de la mañana. Supuestamente estaba ahí por recomendación de Escobar, pero yo no lo conocía –dice el subdirector.
Estaba decidido a no dejar pasar el día sin hablar con él. Quería salir de allí cuanto antes. Desde el nombramiento, su esposa lo despedía con mil bendiciones, y en la tarde se pegaba del televisor a ver si lo veía en algún noticiero.
El capo se despertó a eso de las diez. Salió de la habitación con una ruana blanca, la barba larga y un radiecito en la mano. Escuchaba las noticias. El subdirector lo abordó y se sentaron en el muro del corredor. Escobar se veía tranquilo. Hablaron de la cárcel, de cómo le parecía, de por qué se había entregado.
–Don Henry, aquí no va a pasar nada y yo voy a pagar lo que prometí. De aquí no me pueden mover y puedo ver a mi familia y a mis hijos. Si no fuera por ellos, hubiera seguido la guerra.
Escobar le explicó que sostenía esa guerra porque le mataban a su gente y la desaparecían sin decirles nada a las familias, pero si él mataba a un policía, lo ascendían, le hacían honores y la viuda quedaba con plata. Él tenía que luchar para proteger a los suyos. Le dijo que quería legalizar su negocio y que quizás un día sería alcalde de Envigado. Entonces, el subdirector vio la oportunidad de mencionarle su tema.
–Don Pablo, el director de prisiones dice que usted me tiene que autorizar para irme de aquí. –Hasta hace unos días usted era el director de esta cárcel –dijo Escobar–. Ese Pataquiva se me palanqueó muy bien y me lo tuve que aguantar, pero en un mes lo sacamos y usted queda de director. Aquí le vamos a dar un sobresueldo y un Mitsubishi para que ande tranquilo.
–Don Pablo, yo no me puedo quedar aquí, estoy que me pensiono. Por más plata que uno tenga, esa plata es maldita, en cambio la pensión es para toda la vida, y si uno se muere se la dan a la esposa y si tiene un hijo bobo también se la dan. Me faltan dos añitos y si me echan de aquí la pierdo.
A Escobar le habían hablado bien del subdirector por sus años en Bellavista, donde conoció a muchos delincuentes que habían tenido relación con el narcotráfico. En sus manos estaban la designación y los traslados de patio, y los presos lo consideraban un hombre serio.
–Si se quiere ir, váyase, pero aquí no le va a pasar nada, no lo van a echar; tranquilo que yo hice un pacto con el Estado – le dijo Escobar y lo invitó a desayunar.
La alimentación en la cárcel corría por cuenta del capo y la preparaba su propio cocinero, apodado ‘Chef Barrigas’.
–Uno le pedía huevitos, chocolate o café, arepa, lo común –dice el subdirector.
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Con el visto bueno de Escobar, todavía restaba conseguir una nueva resolución del ministerio que lo devolviera a la cárcel de mujeres –“las cosas se deshacen como se hacen”–. Mientras tanto, debía seguir en el cargo.
–Uno se sentaba en ese corredor a ver noticias con ellos. Subía mucha gente porque todos los días se entregaba alguno. A los dos días se entregaron ‘El Osito’ y ‘Pasarela’. Subía el alcalde de Envigado, la directora de Instrucción Criminal; el director de prisiones iba cada ocho días. Eso se mantenía lleno de funcionarios, y uno ni siquiera tenía que atenderlos. Allá no había nada qué hacer.
En las primeras semanas llegaron dieciséis presos. Pasaban los días entretenidos, charlando, recibiendo visitas. Escobar era serio, de pocas palabras, y muy concreto para dar órdenes. Le gustaba atender las visitas en su habitación.
–Para entrar a La Catedral el que daba la orden era Escobar y no el director; mandaba una lista y Pataquiva no podía decir nada. El error es pensar que un preso está aislado. Allá tienen más contactos que afuera. En esas visitas cuentan todo, dicen dónde están las armas y la plata, dan órdenes, y uno queda sano porque cree que están detenidos.
En el corredor había un billar y una mesa de ping-pong, y contra la montaña una cancha de fútbol. Jugaban a cualquier hora. No había horarios, no había reglamento. Dormían y comían cuando les daba la gana. Escobar se acostaba a la madrugada. Le preocupaba ser víctima de un ataque aéreo nocturno y por eso dormía de día, y se mantenía de tenis y de bluyín por si tenía que salir corriendo. El mensajero, apodado ‘Miro’, antiguo compañero de bachillerato de Escobar, salía todos los días por la mañana y regresaba por la tarde con la prensa del día y muchas razones.
–A uno lo nombran para cuidar al preso, pero allá el preso lo cuidaba a uno –dice el subdirector, quien llamaba casi a diario a algún conocido del ministerio a preguntar por su solicitud.
–Falta la firma del ministro –le decían.
Al mes apareció el director de prisiones con la resolución.
–Ese mes no conversé más con Escobar, apenas nos saludábamos. El día que me despedí, me pidió que le tramitara un duplicado del cartón de bachiller porque quería estudiar periodismo a distancia.
–Hágame una vueltecita en Medellín –le dijo Escobar.
–Si no me mete en líos, se la hago.
El subdirector habló con el rector del colegio Lucrecio Jaramillo (el vespertino del Liceo Antioqueño) e hizo los trámites en la Secretaría de Educación. Ya de vuelta en El Buen Pastor, envió el diploma con uno de los abogados de Escobar. En su reemplazo en La Catedral nombraron a un mayor de la Policía. Pataquiva duró seis meses y también fue reemplazado por un oficial de la Policía.
–Completé los dos años que me faltaban y me jubilé –dice el subdirector.
La única persona que no quería estar con el capo en la cárcel le hizo un favor que pudo haber sido el inicio de una nueva vida. Por supuesto, muy pronto las modestas intenciones periodísticas dejaron de interesar a quien todavía controlaba uno de los negocios más lucrativos del mundo.