El álbum de mi cabeza
Juan Carlos Orrego
Cuando mi hermano me llamó para decirme que el álbum de Chocolatinas Jet había cambiado nuevamente, me apresuré a bajar al Centro, a la esquina nororiental del cruce de Ayacucho y Junín; allí donde, desde hace milenios –por lo menos me consta que es así desde 1985–, están apostados los revendedores de láminas de todos los álbumes conocidos en la ciudad. Mis hijos y yo nos habíamos empeñado en llenar, desde su estreno hace cuatro o cinco años, El mundo de los animales prehistóricos y en peligro de extinción, el cual acababa de ser archivado por la Compañía Nacional de Chocolates en virtud del lanzamiento de la nueva colección, el muy flamante Planeta sorprendente. El problema era que del primero nos faltaban aún cinco láminas.
Para alivio de mis hijos, soy un baquiano en las lides del “álbum Jet”. Con mi hermano, el siglo pasado, llenamos tres veces el clásico álbum Historia natural, y luego, en los pocos ratos de esparcimiento que me dejaron los primeros años de matrimonio, completé dos veces por mi propia cuenta El mundo de los animales. Me forjé en el paciente y costoso oficio de tener álbumes desde la más tierna edad, cuando llené Baby Zoo y Naturalia y casi completé un álbum que siempre he tenido como mítico, cuyo recuerdo se me antoja cada vez más fantástico: América y sus habitantes, colección de imágenes de indios, animales, plantas, ríos y montañas que me permitió llegar al grado séptimo como un avanzado en geografía y ecología americanas (mérito que, dicho sea de paso, nunca conmovió a la profesora de sociales, patéticamente prendada de las gracias flacas de mi condiscípulo José Guillermo Gómez Mesa). Gracias a América y sus habitantes supe lo que eran un huemul y un algonquino, y que el Salto del Ángel era la caída de agua más grande del mundo. En cambio, apenas me quedan imágenes confusas de Carlos Caszely, Claudio Gentile y otros rostros del álbum España 82, cuyas láminas sueltas guardábamos mi hermano y yo a hurtadillas, dado que los códigos maternos nos prohibían tajantemente coleccionar el oneroso “Figurine Panini”.
El primer Historia natural lo llenamos apenas en 1992, cuando recibí la comisión de ir al Centro a comprar el “caramelo” –como hasta hace poco llamaban los niños a las láminas– del “Oso blanco”, número 184. Hasta entonces – yo ya estaba en el primer semestre universitario–, la ilusión de completar el álbum se había visto truncada; se había convertido en todo un camino de espinas. Nuestra afición chocó una y otra vez contra la dificultad de adquirir los “escasos”, láminas de restringida circulación cuyo solo avistamiento, así fuera en manos ajenas, era una hazaña. Uno podía, legítimamente, envidiar al niño que tuviera el “Pitecántropo”, la “Chinchilla”, el “Pingüino real”, el “Proteus anguinus” o las “Inundaciones” y, ya en un colmo de fortuna, el “Patito”, verdadera rareza que apenas me fue dado contemplar por primera vez cuando tenía trece años y una sombra de bozo. Cuando, dos años atrás, vacié mis fondos en la Cooperativa Belén para financiar un costoso negocio con los traficantes de Ayacucho con Junín, estos, con la hosquedad que siempre les ha sido característica, no condescendieron a mostrarme el “Patito”, sin importarles que yo llevara 500 pesos para invertir en láminas.
El álbum Historia natural representó una prueba de fuego a mi personalidad obsesiva. Lo primero que tuve que soportar fue que –por razones que se me escapan y que, supongo, fueron consideradas en una grave junta de la Compañía Nacional de Chocolates– algunas láminas fueron cambiadas antes de que en casa pudiéramos llenar el primer álbum; por ejemplo, la “Lluvia de estrellas”, número 505, fue trocada por el “Transbordador espacial”, y el “Pez piloto”, número 368, por el “Escarabajo espina”. Yo sentía como si se practicaran trasplantes ilegales en mi cuerpo. También sentí trastornos mentales a raíz de la imposibilidad de conseguir los últimos once o doce escasos que restaban para llenar el álbum, hacia 1986. Entonces, loco, arranqué todas las láminas pegadas y las guardé en un mazo en mi cajón del nochero, acaso con la idea de anular los vacíos al prescindir de las hojas del álbum, cuyas casillas seriadas ponían en evidencia mis faltantes. De más está decir que al año siguiente estaba ante un nuevo álbum, expresados todos los propósitos de enmienda que el caso requería y entregado a la tutela de mi hermano. Algo bueno quedó, en todo caso, de tanta obsesión: un conocimiento erudito de todos los nombres y números de las láminas, el cual hacía que mi hermano y yo intentáramos, vanamente, vencernos en torneos interminables de preguntas: “¿Serreta mediana?”, “¡351!”; “¿Trepatroncos pigmeo?”, “¡216!”; “¿Lagarto armadillo?”, “¡115!”; “¿Cuál es el 408?”, “¡La Jungla indochina!”. Teníamos el álbum en la cabeza.
Historia natural también implicó algunos líos sociales. Mi hermano, por ejemplo, me zurraba cada vez que yo violaba su derecho a pegar las láminas o cuando le sugería pegarlas sin que hubiera terminado el proceso de aplanamiento al que él las sometía, bajo un rimero de libros, para quitarles los dobleces con que salían del envoltorio (bien se ve que no era yo el único obsesivo en casa). Pero el más grave de todos los embrollos ocurrió cuando un tío treintón se empeñó en hacer el álbum por primera vez en su vida –¡cómo lo comprendo ahora!–. Quiso el Diablo que encontrara la “Chinchilla” tirada en una acera y que, desprevenidamente, la pegara en el álbum como si se tratara del cromo más vulgar (las “Columnas de basalto”, por poner un ejemplo). La lámina desapareció a las dos horas, y después de una feroz requisitoria se descubrió que la habían birlado mis primos Bedoya, poco amigos de códigos y catecismos, quienes al principio de la investigación alegaron haber adquirido la lámina de manos de un “pelao” del Barrancón, en Bello. Acabado el juicio e impuesta, contra los reos, la sentencia de destierro de casa del abuelo, mi tío olvidó el álbum para siempre. Por lo demás, en el citado municipio nos tocó conocer extraños parajes y personajes asociados al cambio y reventa de láminas. Recuerdo muy bien haber visitado barrios proscritos, atravesado calles oscuras y penetrado en un cuarto lóbrego para obtener una entrevista con ‘Chico’, un timador que quiso vendernos la “Acrópora surculosa” –un falso escaso– por un precio que solo podía pedirse por el “Patito” o, ya en pleno terreno de la audacia, por el “Rinoceronte bicornio”.
Apenas son más amigables que Chico los traficantes del Centro. Se acomodan, en su esquina ruidosa, con la tranquila arrogancia de las arañas en su tela. Los clientes llegan para ponerse de inmediato en clara desventaja, perdidos por el deseo de ver completos sus álbumes. Impertérritos y despreciativos, los vendedores escuchan las temblorosas solicitudes que les hacen unos pobres diablos del todo impotentes para solucionar sus carencias. Las víctimas siempre se presentan in articulo mortis, cuando la apremiante culminación del álbum les ha envenenado el cuerpo de angustiosa ansiedad, y, de paso, traen la bolsa despanzurrada para que se saque de ella cualquier cantidad de dinero. Así, una sola lámina puede valer mil, cinco mil, diez mil pesos. Chantajeado por su fiebre, el coleccionista no tiene otro remedio que entregarse al abrazo mortal del predador, hipnotizado por la visión irresistible de la lámina soñada a lo largo de muchas noches (la imagen exacta del encuentro la sirve, justamente, la lámina 130 del álbum: “Araña saltícido apresando una mosca”). En esa esquina céntrica dejé la piel cuando, en 1992, compré el “Oso blanco”, y cuando, para completar el segundo y tercer álbum de Historia natural, fui, respectivamente, por el “Mapache” y la “Paloma”. En mi reciente excursión al sitio vi al mismo vendedor de antaño, un moreno de catadura adusta que, según me han explicado, es tío de un genio del balompié contemporáneo, hoy en la liga española. Estoy seguro de que el hombre gana más por sus artes de revendedor que por los giros que eventualmente le envíe su pariente.
Logré conseguir las cinco láminas faltantes de El mundo de los animales prehistóricos y en peligro de extinción por un monto que no es conveniente revelar. En casa dejé que mis hijos tuvieran el honor de completar el sexto álbum Jet de la familia, mientras yo, con la melancolía que sigue al triunfo, me entretuve barajando un mazo de láminas repetidas. Por las asociaciones de rigor, muy pronto recordé la caja con mil 300 láminas sobrantes de Historia natural que en mi casa materna, a modo de prenda de nuestra feliz infancia común, había dejado en manos de mi hermano la víspera de salir a casarme. Él mismo me contestó cuando, un par de minutos después, marqué el entrañable número. Bastó con una sola frase: “Está hecho”, le dije. Estoy seguro de que él recordó, una vez más, aquel día en que me hizo a un lado para pegar el “Oso blanco”.