Era un verano cálido en Jerusalén, la ciudadela que había sido de los terribles jebuseos hasta hacía pocos años. El ejército, al mando de Joab, completaba la sujeción de los pueblos orientales que tantas veces irrumpían en los campos de las tribus de Benjamín y Manasés, incendiando los sembrados, robándose los rebaños de ovejas y de cabras, las mujeres y los niños, dejando en ruinas todo lo demás. El rey David, hijo de Jesé, yerno del difunto rey Saúl, amigo del también difunto príncipe Jonatán, esposo de la princesa Mikal y de tantas otras bellas y nobilísimas hijas de jeques, reyes y príncipes, se paseaba acalorado y nervioso por la terraza de su palacio y fortaleza. Pensaba en la fortuna del ejército, si el Señor de los cielos le daría la derrota o el triunfo. El, de quien depende todo en el cielo y en la tierra.
Miraba hacia el oriente, hacia las montañas de los amonitas y los moabitas, más allá de la depresión del Jordán y del Mar de la Sal, hacia el cielo azul sin una sola nube. El aire reverberaba en partículas de oro y de plata cuando sus ojos cayeron sobre la visión encantadora: al aire libre, en el patiecito de su modesta vivienda por debajo del palacio real, a la sombra de la higuera que no lograba ocultar su esplendorosa desnudez, se bañaba Betsabé, la esposa de Urías el hitita, el valiente oficial mercenario de las tropas reales que en ese momento se afanaba, cubierto de polvo y de sudor, contra los muros insalvables de una fortaleza enemiga.
Betsabé, la mujer del hitita… El rey había oído hablar de su belleza pero nunca la había visto. Decían que era blanca como la nieve, sus cabellos del color del oro más fino, sus labios perfectos parecían hechos del rosicler de la mañana, sus manos abiertas recordaban los lotos del Nilo, sus ojos brillaban con el esplendor de las esmeraldas. Se había soñado, sin haberlos visto nunca, sus senos perfectos, sus caderas voluptuosas, los pies cincelados. Y ahora la veía desde la terraza del palacio, la contemplaba como en una pesadilla de insolación y no dejaba de mirarla con la boca entreabierta de deseo y el vientre palpitante; hasta que una anciana servidora, como si se hubiera percatado de la imprudencia de ambos, corrió a cubrirla con un lienzo de lino transparente y la llevó corriendo hasta la portezuela de la habitación.
En los ojos de David quedaron reverberando las guedejas doradas esparcidas al aire incandescente de la mañana, los pies apresurados, la raíz bifurcada de la espalda de alabastro. Gritó su nombre para conjurar el espanto: ¡Betsabé! y el grito bajó apagándose hasta las almenas de las murallas ciclópeas e hizo balar a las ovejas y a las cabras.
David y Betsabé. (1951)
Director Henry King
Esa misma noche Betsabé fue llevada a las habitaciones del rey envuelta en un oscuro manto; la acompañaba su humilde y vieja esclava que no se atrevió a desobedecer la orden perentoria, transmitida por dos eunucos del harén: ¡que sea traída esa mujer a mi presencia! Muda y asustada como una corderita se entregó a las caricias insaciables: el rey recorrió con sus labios, su lengua y sus dedos cada punto de su cuerpo, la contempló por horas a la luz de la luna creciente, sollozó de miedo y de placer besándole los pies y las rodillas, con voz agonizante de amante enloquecido le prometió el reino entero si lo amaba, y el alba dorada del verano en Jerusalén iluminó la desnudez de la pareja, cuando ya habían finalizado, frente al pabellón del Arca de la Alianza, los sacrificios matutinos.
Betsabé permaneció varios días en el torreón del rey, separada de las demás mujeres del harén, pero por toda la ciudadela circulaba el rumor: había sido arrebatada a su esposo Urías. ¿Quién podía desafiar la voluntad del que asfixiaba leones con sus brazos, el vencedor del gigante Goliat, sucesor del rechazado por Dios, el pobre rey Saúl, del astuto conquistador de Jerusalén que había hecho penetrar a su guardia personal a través del canal que desde la fuente Guijón conducía el agua, por entre la durísima peña, hasta el interior de la ciudadela, y había convertido en pura fatuidad el burlón decir de los jebuseos, los que le gritaban desde la muralla "los ciegos y los cojos te batirán a nuestras puertas"?
Urías fue llamado con urgencia desde el frente de batalla a la presencia del rey. Hablaba todavía mal la lengua del país, se había vendido al ejército israelita cuando los aqueos, los dorios y las demás tribus de la Hélade avasallaron al poderoso imperio de los Hatti. Su hermosa mujer era un enigma: nadie sabía de donde la había sacado cuando se instaló con ella en la ciudadela del rey hebreo, al cual ahora él servía con rendida fidelidad de perro.
Llegó del campo de batalla anhelante, sucio y sudoroso, y se presentó al palacio inmediatamente. David, al verlo, sintió que los remordimientos le mordían el hígado, le rogó que fuera a descansar a su casa a donde había sido llevada de vuelta, en secreto, Betsabé. Le rogó que se diera gusto y descansara, que tenía una importante misión que confiarle pero que todavía tenían tiempo… Urías se negó rotundamente: "Dormiré atravesado a tu puerta mi rey, dormiré en el dintel del palacio, dormiré en la terraza, en donde mi rey me deje dormir, pero no subiré a mi lecho, no me lo ordenes mi rey, estoy consagrado a Adonay". Era la ley, era la tradición, David ordenó que dispusiera una habitación en el torreón para su fiel servidor y que se le atendiera dignamente, e hizo llamar a los escribas egipcios.
Imagen de la película David y Betsabé.
Dictó David: "Urías el hitita sea colocado en el lugar más peligroso del combate, se le abandone cuando lo rodeen los enemigos. Es una orden del rey". El papiro, sellado con cera y envuelto en una ampolla de plomo, fue llevado por el mismo Urías al campamento, instalado ya en torno de la ciudad de Amón. Joab el jefe de ejército cumplió al pie de la letra las órdenes del rey. El mercenario hitita se batió como un león, los senos de Betsabé, sus hermosos ojos verdes fueron su última visión antes de caer atravesado por las flechas; sus últimas palabras fueron el nombre de su amada y el de su rey: "Betsabé", "David".
Por toda la ciudad circuló la noticia, de puerta en puerta, de terraza en terraza. Las gentes estaban indignadas, pero la indignación duró hasta la entrada triunfal del ejército: el rey ordenó repartir el botín entre todos los habitantes de la capital. Betsabé fue instalada discretamente en nuevas habitaciones que se añadieron a los edificios del harén; estaba notoriamente embarazada y el rey no quería ni quiso saber de ninguna otra mujer por mucho tiempo. Sus rivales la llamaban por burla: "Reina Madre", "Gran Señora", pero las burlas se convirtieron en sus títulos oficiales y así pasaron al protocolo de la casa real.
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Betsabé recibe la carta de David. (1654)
Willem Drost
¡Viva el rey! gritó un heraldo, y David se sobresaltó en la terraza en donde tomaba el sol al final del otoño, cuando llegaban hasta el palacio las canciones de los viñadores. ¡Viva el rey! ¡El nabí quiere hablar con el rey!
Era un viejo greñudo a quien temían las mujeres y los niños, le ladraban los perros; caminaba tembloroso apoyándose en un palo nudoso, vestía casi de harapos y su semidesnudez apenas se disimulaba bajo un manto grueso, sucio y de color indefinible que a veces se ceñía al cuerpo con una maloliente tira de piel de camello.
David lo recibía con temor y temblor. El profeta, el nabí, se llamaba Natán, y se había opuesto rotundamente a los planes del rey de albergar el Arca de la Alianza en un templete al estilo de los de Egipto. Alegaba que Yahvé era un Dios peregrino, trashumante, que no habitaba ni en los cielos ni en la tierra, ni en la luz ni en las tinieblas, ni en el desierto ni en las cumbres del monte Hermón , ni en el mar ni en las fuentes del río Jordán. Había prometido a gritos que más bien Yahvé le construiría a David una casa indestructible, eterna, que un descendiente de sus propios riñones se sentaría para siempre en su trono; Yahvé no quería ni necesitaba nada del rey, el Arca era su trono y podía estar perfectamente al aire libre, bajo el pabellón de pieles de crines bajo el cual había estado siempre desde los tiempos inmemoriales de la vagancia por el Neguev, bajo el sol, el viento y la arena, bajo el diluvio y los relámpagos ¿Quién se creía David para pretender encerrarla entre muros de piedra? ¡Cuán fatuos son los reyes de este mundo!
El rey se inclinó casi hasta el suelo ante Natán; el viejo gruñón se protegía los ojos del sol con la mano sarmentosa: ¡Oh rey, tengo algo que decirte! Y David volvió a inclinarse, hasta que los guardias trajeron apresurados dos banquillos, los eunucos entraron portando los flabelos de plumas de avestruz porque el sol otoñal ya estaba muy alto y comenzaba a hacer calor. "¡Habla Natán, te escucho complacido, aquí hay agua, aquí hay vino!" y le alargó respetuosamente las dos copas. El nabí rechazó con la mano, pateó el banquillo que le ofrecían para sentarse, se mordía los labios de rabia, se alisaba la barba sucia.
¡Tengo algo que decirte, oh rey! David se temía lo peor, casi temblaba: él, el vencedor de Goliat, el que estrangulaba leones con los brazos, el conquistador astuto de Jerusalén, el esposo de Mikal, la hija predilecta de Saúl, el rey de todo Israel casi temblaba ante este viejo sucio y medio loco. "¡Habla Natán!" Casi le rogó. "¡Escucha bien, oh rey!".
Y comenzó a decir pausadamente, como si nada: "Conocí a un hombre pobre cuya única riqueza era una ovejita, era como su hija, ella dormía en su regazo, comía de su mano, lo seguía a todas partes balando alegremente, lo esperaba con sus ojos tristes cuando la dejaba sola. Este buen hombre tenía un vecino rico, gordo y muy alto, que tenía ovejas y cabras por montones y pastores celosos a su cuidado. Le llegó un huésped, una noche de las primeras lluvias y por no despertar a sus servidores, y por no rebajar ni en una las cabezas de sus rebaños, robó la ovejita de su vecino pobre que dormía muy cansado a pierna suelta, pues había trabajado en la vendimia todo el día, la hizo guisar con hierbas y especias y la sirvió con pan y con vino nuevo a su ilustre e inoportuno huésped.
Betsabé en el baño. (1654)
Rembrandt Van Rijn.
David, que se había sentado para escuchar el cuento, se puso de pie indignado, los flabelos se detuvieron de súbito y el rey, señalando a Natán con el dedo, gritó: "¡Ese hombre merece la muerte!" "¡Ese hombre eres tú!" gritó a su vez Natán, señalándolo con su índice de uña larga. "¡Ese hombre eres tú! Y ahora, ¡escucha bien!: Así dice Yahve, el bendito y el único: Yo te hice rey de todo Israel, yo sometí a tus enemigos a tus pies, y te di sus tesoros y sus mujeres, yo quité a Saúl de mi presencia y te hice grato a mis ojos que todo lo escrutan, pero tú raptaste a la mujer del pobre hitita a quien hiciste morir de mala muerte. ¡Asesino! ¡Ladrón! Así dice Yahvé: ¡Nunca se apartará la espada de tu casa! ¡Correrá la sangre de los tuyos como agua¡ ¡Yo te mantengo mi promesa de una descendencia eterna, porque soy fiel, pero también soy justo! ¡La sangre de los tuyos lavará la sangre de Urías que tu derramaste, la sangre de los inocentes!
David y sus servidores lo escuchaban y lo miraban boquiabiertos; el profeta se retiró dando ostensiblemente la espalda, bufando incoherencias, apartando a los servidores que se inclinaban temerosos a su paso. Pronto se regó de puerta en puerta, de terraza en terraza, la terrible noticia: así como había sido bendecido con la promesa de una descendencia eterna, así también el rey David había sido maldecido con un castigo espantoso. La noche otoñal cayó sobre Jerusalén mientras los perros, a lo lejos, ladraban al nabí.
Luego fueron los gritos de dolor y de arrepentimiento, se oían desde lejos, desde las murallas, en medio del silencio nocturno. Gritos desgarrados, blasfemias que hacían que las mujeres y los niños se taparan los oídos y que los hombres arreciaran sus oraciones. David lloraba su destino, clamaba perdón, maldecía su destino, invocaba la misericordia de Dios, evocaba al fiel Urías, llamaba a gritos a su adorada Betsabé. Y más tarde fueron los acordes de la cítara del rey en ritmo de quiná, de canto fúnebre, dos por tres, tres por dos, tres por dos, dos por tres. "Misericordia Dios mío por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lávame de mis pecados…". Y se alzó el sol, al fin, y volvieron a resonar los cantos de los vendimiadores. El rey lloraba en su torreón sentado en un círculo de ceniza, sin lavarse, sin comer, cubriéndose de polvo la cabeza, la dorada cabellera, vestido con un saco de crines, rodeado de servidores tan apesadumbrados como él.
Así pasaron varios días hasta que un servidor de confianza se atrevió a acercarse a David y a susurrarle unas palabras al oído. El rey se puso de pie y declaró que cesaba el duelo. Betsabé había perdido a su hijo y ya era inútil llorar. Dios era justo y misericordioso. ¡Bendito por los siglos!, ¡el único, el omnipotente! Que prepararan su baño, que prepararan su mesa, que tan pronto la gran dama se repusiera fuera llevada a su presencia.
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