Número 51, diciembre 2013

Interviú
Elkin Obregón

 

E. O. — …Perdón, pero no puedo hablarte de los cines de barrio, tema más que tentador: nunca fui al Manrique, ni al Aranjuez, ni al Buenos Aires, ni al Alhambra. El único que pisé fue el Cuba, pues quedaba a tres cuadras de mi casa, cuesta arriba. Mi espacio fue siempre el Centro, lugar de donde nunca he salido. Allí estaban los llamados teatros de estreno, y el cine, al menos en ellos, era cartesiano. El Ópera y el María Victoria (creo que el circuito se llamaba Cine Continental) exhibían las películas europeas, vale decir francesas e italianas, que llegaban semana tras semana a sus carteleras. Veíamos en esos dos cines cintas de René Clair, de Robert Bresson, de H. G. Clouzot, de la Nueva Ola en pleno. Y a Antonioni, Fellini, Pietro Germi, tal vez Scola. Y a divas como Brigitte Bardot (B. B. debutó en el rol de chica ingenua en Las grandes maniobras, de Clair; después se dedicó a proteger animales), Michèle Morgan, Catherine Deneuve, Marina Vlady, Simone Signoret, Ana Magnani, Virna Lisi, Monica Vitti; y a galanes y no galanes como Yves Montand, Mastroianni, Pierre Brasseur, Bourvil, Fernandel. Dígase de paso que el Ópera también estaba adecuado para ofrecer espectáculos “reales”. Por él desfilaron compañías de teatro –casi siempre españolas, unas buenas y otras no tanto–, grupos de danza, conferencistas. Y fue en su escenario donde se presentó por primera vez, montada por un grupo bogotano, HK111, el debut como autor de teatro del pontífice Gonzalo Arango; la función fue en matiné, con presencia del autor y nutridos aplausos.

El Teatro Lido, al que cíclicamente tratan de recuperar, era y sigue siendo a pesar de todo el más bello de la ciudad. Templo de las películas inglesas de la Rank, pasaba también algunas gringas –entre ellas las de Hitchcock–, y las de Bergman, cuando el sueco empezaba a conocerse por estos lares; cito algunas de las que allí se proyectaron, todas ellas en impecable blanco y negro: Noches de circo, Hacia la felicidad, Las fresas salvajes, El manantial de la doncella, El séptimo sello… También tenía el Lido, no sé por qué, la exclusividad de las películas de Cantinflas. Y eso ya tiene poco de cartesiano.

El Metro Avenida, fiel a su nombre, era el reducto de La Metro, gran productora en esos años de musicales (Fred Astaire, Gene Kelly, Debbie Reynolds, Cyd Charisse, a su personal modo Esther Williams), y de westerns, comedias y melodramas. El Teatro Junín, cuando oficiaba de cine, que es lo que aquí concierne, tenía el stock de las películas mexicanas, que estaban en él como en su casa; sí, María Félix, y Libertad Lamarque, Arturo de Córdova, Jorge Negrete, Pedro Infante, la sicalíptica Ana Luisa Peluffo, que el dios Eros bendiga. Por cierto, fue el Junín escenario del debut, despedida y beneficio de Colombia Linda, un bodrio que llevó a la quiebra a la empresa Procinal, y de paso a su dueño o principal animador, Camilo Correa; Camilo era un cineasta empírico, sin técnica ni idea alguna de narrar en imágenes; y un iluso redomado, y, como tal, merece mis respetos.

F. M. — Alguna vez hablamos de los cines continuos.
E. O. — Bueno que me lo recuerdes. Surgieron a finales de los años cincuenta; el primero se llamó “Newsreel, cine al día”, y quedaba por Junín, junto al Hotel Europa. Muy pronto aparecieron otros dos, el Caracas y el Cinelandia. Terminada la sesión, tras un corto intermedio, todo volvía a empezar. Solían estas salitas proyectar cortos, noticieros, dibujos animados, y, como postre, el episodio de la serie que todos esperábamos. Las “series” eran una fórmula del Hollywood de esos tiempos, que funcionaba exhibiendo cada semana un episodio para continuar en la siguiente. Gracias a ese feliz invento pudimos disfrutar de Supermán, de El Fantasma, de La Sombra, de El Capitán Marvel, de Flash Gordon, de El Zorro, de El llanero solitario, casi todos héroes tomados de los cómics, o bien de las pulp fictions. No siempre era así, a veces daban películas completas. En el Cinelandia vi por primera vez una de mis películas de culto, El mago de Oz (la versión de Judy Garland, por supuesto), portadora de un mensaje que todavía no comprendo del todo, pues no sé si triunfa en ella la realidad o la fantasía.

 

Bueno, luego aparecieron El Cid y el Libia, ambos de Cine Colombia. El Cid era inmenso. El Libia, más recogido, fue “la joya de la corona” de esa empresa –en los tiempos de doña Teresa Gómez–, que enviaba a esa pantalla las cintas más selectas de sus arcas. Y lo eran: se estrenó con Muerte en Venecia de Visconti, y presentó siempre excelentes filmes, como El inquilino de Polanski, Teorema de Pasolini, o El fugitivo Josey Wales, regreso triunfal de Clint Eastwood a los auténticos saloons. Diagonal al Libia existió el Diana, luego degradado –obediente a su actual entorno–, a menesterosa sala X llamada México. Pero no puedo olvidar el Diana, amable espacio que presentó entre otras buenas cosas Camino a Salinas, donde Mimsy Farmer me regaló el desnudo más bello que jamás he visto, dentro o fuera de la pantalla; no porque su breve aparición in puribus fuera especialmente insinuante, sino porque ella era una criatura bendecida por los dioses con el don inefable de la desnudez.

Dejando muchas cosas en el tintero, permíteme un último párrafo para Cine Centro, ubicado a dos cuadras del Parque Bolívar, rumbo a Prado. Lo administraban dos jóvenes entusiastas, empeñados en dar a Medellín una última oportunidad comercial de ver buen cine. Y así lo hicieron, contra viento y marea. Con decirte que allí se estrenó El cielo protector, de Bertolucci. Como era predecible, Cine Centro quebró. Volviendo a El cielo protector, te cuento que la vi con una novia. Después, tanto Bertolucci como yo entramos en decadencia.

F. M. — Tu decadencia es obvia. Ni siquiera mencionaste a Aguirre, ni a ‘Pacholo’, ni al Colombo.
E. O. — La tiranía de los caracteres, y del mal historiador. Más adelante, si quieres, seguimos trinando.UC

*Este texto hace parte de El libro de los parques, Medellín y su Centro

 
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