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     Número 39 - Octubre de 2012


CUENTOS
Muhammad y Yadisha
Para los defensores de la libertad de expresión,
especialmente en esta nefasta “primavera árabe”.

Guillermo C. Vásquez. Ilustración: Mauricio Ospina

Ilustración: Mauricio Ospina

Muhammad tuvo muchas mujeres como era la usanza de los árabes, los judíos ricos y todos los paganos. Mujeres cristianas, judías, paganas, negras, blancas, albinas, enanas, locas, sabias, expertas tejedoras y teñidoras de púrpura, danzarinas voluptuosas, masajistas, perfumistas, embalsamadoras egipcias, y otras más conformaban el harén de este príncipe. A todas las dominaba como domina un pastor sus rebaños de ovejas y de cabras. No dudaba en dirimir los conflictos que sus celos y sus diferencias provocaban con los azotes, la lapidación e incluso con el cuchillo al cuello. Un surtido grupo de membrudos y cultivados eunucos las gobernaban y mantenían dispuestas solo para el patrón que cada noche pedía dos o tres, a veces más cuando quería complacer a sus huéspedes o cuando se sentía más ardiente.

Pero entre todas destacaba Jadisha, la viuda que amó en su juventud y que le proporcionó su inmensa fortuna: un muy bien organizado negocio de viajes caravaneros por las rutas que desde La Meca y Medina, llegando del Yemen y del sur montañoso, pasaban por Petra, se desviaban a Egipto, subían a la ciudad santísima de Jerusalén, a Damasco, a los puertos de Tiro y a Sidón, penetraban en Mesopotamia y visitaban largamente Babilonia para intercambiar allí perfumes y alfombras, micos y pavos reales, oro y lapislázuli, esclavos y esclavas sudaneses, menores de quince años, marfil y ámbar; todo por la preciosa seda de la China, los elefantes de la India, el verde oscuro del jade, las cajas de bambú, los faroles plegables de papel para iluminar las noches estrelladas de la Arabia, las flores diminutas que al contacto del agua perfumada crecían a sus tamaños naturales, las frutas exóticas conservadas en caparazones que se bañaban continuamente con las aguas heladas que se iban bajando de las montañas por las que se cruzaba.

Por mil y una noches de amores, como en los cuentos, Jadisha se convirtió en la favorita, la más amada, la dueña y señora indiscutible de la tribu, el ama del palacio. Y por esas mismas mil y una noches de amor, al fin, le permitió a su moreno y jovencísimo Muhammad hacer una vez el viaje hasta Babilonia.

Se lo confió a una escolta de trescientos mercenarios beduinos montados en los más finos caballos de sus cuadras, armados con alfanjes de plata cincelada, con la orden expresa de degollarse a sí mismos si su amor sufría la más mínima afrenta en el camino. Solo permitió que lo acompañaran dos de sus mujeres: una judía y una cristiana. A ambas las proveyó de sus santas escrituras. Lo despidió lavándole y besándole los pies a la vista de todos, en la puerta del palacio. Se calculaba que el viaje duraría seis meses.

Muhammad dejó con gusto la ciudad de la Meca con sus envidiosos comerciantes amigos de las brujerías y adoradores de piedras a las que ofrecían sacrificios sangrientos. No sentiría nostalgia de las roñosas murallas de tierra pisada reforzadas con maderos endurecidos al fuego.

Los camellos caminaban acompasados en filas de a cuatro. Las camellas habían sido preparadas para el largo viaje introduciéndoles piedras redondas en la vulva, así no procrearían. Los mercenarios de la escolta no desamparaban el pequeño convoy que conformaban en torno a Muhammad: sus dos mujeres, sus esclavos y esclavas y algunos amigos que se había ganado el honor de acompañarlo, cada uno a su propia costa y sumándose a su guardia en las mismas condiciones.

Por las noches acampaban bajo el cielo cubierto de arena o tachonado de millones de estrellas, los camellos formando una verdadera muralla circular que protegía del viento, de la arena y del frío, en el centro una gran hoguera y muy cerca las tiendas de lona de crines de cabras y camellos, tapizadas de alfombras persas tejidas por niñas ciegas, alfombras que hacían el viaje de regreso a sus orígenes.

Cuando arribaron a Medina fueron recibidos con júbilo: lejanos parientes de Muhammad le ofrecieron hospitalidad, agua para las manos y los pies, pan y sal para convencerlo de que sería huésped de honor con todos los suyos. Las campanas de los cristianos tocaron alegremente y el sanedrín de la sinagoga judía le ofreció ramos de olivo. Ermitaños semidesnudos, venidos del desierto, lo bañaron con agua bendita y pronunciaron sobre él mil bendiciones. Pero apenas descansó tres días: estaba obsesionado por conocer la santa Alejandría y dio orden de que se forzara la marcha.

¡Alejandría! ¡Cómo brillaban al sol las cúpulas y las torres de sus cientos de iglesias! El santo papa Atanasio, presidiendo todo su presbiterio, encabezaba el cortejo del recibimiento.  Jadisha había hecho saber que los regalos a la ciudad y a la sagrada iglesia corresponderían a la magnitud del homenaje que se le tributara a su joven esposo: brillaban las cruces de oro y de plata, las coronas, los pendones y las sombrillas litúrgicas. Los judíos no se quedaron atrás. Severos en sus trajes negros y pardos agitaron ramos de olivo y tendieron sus mantos al paso del cortejo.

La santa basílica del apóstol Marcos estaba engalanada con festones de flores de loto y de nenúfares y los cantores entonaron sus plegarias todo el día intercediendo por el ilustre visitante. Muhammad entró descalzo a muchas de las iglesias, a muchos de los monasterios. Escuchó sonriente y compasivo las profecías de los anacoretas que le anunciaban el dominio del mundo. Cuando inquirió por los esplendores paganos le contaron jubilosos de los sucesivos terremotos y maremotos que habían hundido definitivamente el faro y su isla, los palacios romanos y griegos y todo lo demás. Solo quedaban los ruinosos edificios de la biblioteca a punto de desplomarse sobre su precioso contenido de papelotes mugrientos. Muhammad no quiso ni mirar en la dirección que le señalaban y abandonó rápidamente la capital de Egipto tomando la vía del mar, quería pasar rápidamente por Gaza y Askalón porque tenía impaciencia de llegar a la santísima Jerusalén.

A la luz de la luna llena, pues Muhammad no permitió acampar antes, contemplaron desde el monte del escándalo la cúpula dorada de la Anástasis, la cúpula que recubría la roca del calvario y del santo sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo. La esposa cristiana de Muhammad se arrojó al suelo con los brazos en cruz. Todos los demás oraron en silencio, la cabeza cubierta, las manos extendidas, el corazón palpitante. Allí había muerto el santo Jesús, el hijo de Myriam, el profeta Galileo. La luz de la luna llena hacía que las columnas de la basílica del monte Sión, consagrada a la Madre de Dios, brillaran como si fueran de hielo o de plata. Las mujeres entonaron el Ave María y la caravana descendió silenciosa al torrente. Luego de lavarse los pies, entraron por la puerta del heno, en silencio, sin aceptar homenaje alguno; muchos pensaban que habían llegado al cielo.

Cuenta la leyenda que esa misma noche, negándose al descanso, Muhammad pidió su yegua Al Burak y se encaminó a la explanada del antiguo templo salomónico. La yegua alzó el vuelo y subieron ambos más allá de la luna. Cuando volvió a juntarse a su cortejo, a Muhammad le resplandecía el rostro como a Moisés al descender del monte Sinaí, de tal forma que se lo tuvo que cubrir con parte de su manto. Y así estuvo hasta que a los tres días abandonaron, también de noche y en silencio, la ciudad santísima.

En Damasco los alcanzaron emisarios de Jadisha que habían hecho el trayecto sin detenerse más que para cambiar de cabalgaduras. Saludos, vituallas, monedas de oro y plata, cuatro mujeres del harén y la orden de que la cristiana y la judía se regresaran inmediatamente. Un contingente nuevo de mercenarios y la jubilación de los trescientos anteriores. Jadischa padecía mal de celos y de miedo por su moreno y delicado Muhammad, por esos ojos negros y brillantes que la habían seducido antes de su viudez. Quería estar segura, y para eso utilizaba la riqueza que le había dejado su difunto marido.

La capital de Siria fue una etapa mercantil: se intercambiaron esencias, perfumes, ánforas de miel y de vino mirrado, hierbas alucinantes, incienso, plata y oro, maderas perfumadas, esclavos y esclavas nubios que eran muy bien pagados. Se recorrieron sistemáticamente todos los negocios del zoco y se compraron montones de especias y de frutos secos, artesanías de cuero y de plata, lonas para reparar tiendas, caballos turcos y hasta pergaminos. Muhammad y sus amigos aprovecharon los baños para relajarse, tomar masajes y hacer unos cuantos intentos de cazar leones. Solo lograron lancear unos cuantos venados. La orden siguiente fue clara: ¡A Babilonia!

Por las orillas del Eufrates bogaban las balsas de juncos con sus cargas de cebada y de trigo, a veces llevaban también burros y cabras y los impuros marranos. En todas las aldeas y ciudades se alzaban cúpulas rematadas por cruces, en muchas también había sinagogas.

Muhammad había retenido las sagradas escrituras con que Jadisha había entregado a las esposas que lo acompañaron en el primer trayecto de su viaje. El no sabía ni leer ni escribir. Ni falta que le hacía porque para eso tenía a algunos de sus amigos y familiares que lo seguían. En las noches más oscuras y aburridas, entre los bramidos de los camellos, los relinchos de los caballos y los aullidos de lobos y coyotes, se las hacía leer por largas horas para después reflexionar paseándose entre el círculo de su cortejo.

Estiraba las piernas entumecidas, bebía té de yerbas y se calentaba un poco acercándose a las hogueras. “Yo soy el que soy, el Dios de tu padre Abrahán, de Isaac y de Jacob”, repetía incesantemente. Una noche de esas, después de escuchar el relato de la anunciación del arcángel Gabriel a la santísima Myriam, cayó en éxtasis, sufrió largas convulsiones que su cortejo presenció aterrorizado. Le metieron trozos de seda entre la boca para que no fuera a cercenarse la lengua, lo recostaron sobre muelles colchones y lo bañaron varias veces con agua de rosas hasta que se tranquilizó. Acamparon varios días esperando que se recuperara. Muhammad oraba largamente con la frente en el suelo vuelto hacia la santa Jerusalén, como había orado siempre.

¿Babilonia o Bagdad? ¿Existía Babilonia cuando Muhammad la visitó? ¿No había cantado ya su marcha fúnebre el vidente Juan, el del Apocalipsis? ¿No la había visto hundirse entre el cieno del río y había oído a los mercaderes del mundo entero llorando y lamentándose?: “cayó, cayó Babilonia la grande, la madre de todas las rameras, ya no se oye el chirriar de los molinos, ya no sube hasta el cielo el humo de las fábricas, ya no se alzan sus torres de cientos de pisos hasta los pies de los dioses sangrientos, ya no surcan sus naves el azul de los mares y los cielos, ya no compramos, ya no vendemos, ya no vuelan nuestros papeles de valores como las golondrinas buscando el mejor sol de la tierra. Ya no visitan nuestros perfectos y plateados artefactos a la luna y a Marte y a todos los demás planetas. Cayó, cayó Babilonia la grande, la madre de todas las Rameras!”

¿O fue que llegó a la Bagdad de Sherezada, a escuchar sus relatos eróticos para que no le cortaran el delicado cuello al primer canto del gallo? ¿A la Bagdad de las alfombras voladoras que conducían a los vivos y a los muertos hasta la luna? ¿A la Bagdad de las estatuillas de Sumer que se robaron los invasores soldados negros y mestizos de la América septentrional, conducidos por oficiales rubios, la Bagdad donde estallaban las bombas cada hora para que sus habitantes llevaran la cuenta de todos los instantes de la ocupación?

A donde quiera que llegara, a Babilonia o a Bagdad, Muhammad entró a una ciudad cristiana. Escuchó en la basílica de Santo Tomás las largas disertaciones del patriarca cristiano acerca de la única naturaleza divina de Jesús el hijo de Myriam, la virgen, en contra de la nefasta y absurda doctrina que afirmaban los herejes del resto del mundo, según la cual el divino Jesús era también perfectamente humano ¿A quién se le ocurre?

Muhammad lo meditó largamente desde la terraza del palacio en el cual lo hospedaban, viendo pasar las aguas fangosas del Eufrates, uno de los cuatro ríos que descendían del paraíso, y de pronto cayó al suelo víctima otra vez de terribles convulsiones que sus fieles servidores observaron espantados y que trataron los magos y los sabios persas aplicándole sobre la nuca palomos destazados aun vivos, un palomo tras otro, hasta que lo bañaron en la sangre tibia de los pobres bichos y las convulsiones cesaron por completo. Pero Muhammad no se repuso sino hasta muchos días después, presa de sed, de hambre y de sueño como los adictos al hachís.

Jadisha veía en sus sueños las imaginaciones y los trastornos de Muhammad. Sus dos esposas habían regresado pero la mortificaba intuir sus nuevas obsesiones. Entonces ordenó a sus mensajeros que le hicieran regresar cuanto antes tomando todas las precauciones y por la ruta que resultara más rápida, no podía seguir separada de su amor, se maldecía por haber permitido ese viaje fatídico, moriría si no volvía a ver pronto la luz oscura de sus ojos. Muhammad sabía que obedecer era una obligación. Y lo alentaba la promesa de una nueva ruta. UC

Ilustración: Mauricio Ospina