Cientos de barquitos azules flotaron en el mar de Cidreira durante la noche del sábado primero de febrero y la madrugada del domingo. En su interior viajaban tarros de perfume, peinillas, espejos, labiales y dosis de champú. Iemanjá es vanidosa y golosa. Cocadas, merengues, trozos de sandía y empanadas de alga también hacían parte de las improvisadas tripulaciones. La noche era fresca y las pocas gotas de lluvia que caían sobre la playa parecían evaporarse con los juegos pirotécnicos.
Si los negros africanos hubieran llegado a Brasil por cuenta propia y no para trabajar como esclavos, Iemanjá sería aún más voluptuosa, de caderas amplias y tetas grandes, de piel morena y labios gruesos. Pero esta diosa tiene aspecto de virgen. Una virgen sin aureola, sin niño, sin tanto atuendo protector de la moral y las buenas costumbres. Solo lleva un largo vestido azul, prolongación del mar, con un escote sin complejos tan ceñido al cuerpo que resalta sus piernas y su cintura estrecha.
Iemanjá es resultado del sincretismo de Brasil. Si bien los esclavos africanos ponían en sus altares las divinidades de sus amos católicos y hacían la mímica de rezarles, en sus almas, el lugar al que los negreros no podían acceder, seguían adorando a sus propios dioses: Oxalá, Changó, Olorúm, Jemanjá. Tuvieron que pasar muchos años para que la esclavitud terminara. Luego, con la libertad a cuestas, surgieron religiones que fusionaron las creencias africanas con el catolicismo, como Umbanda o Candomblé, satanizadas y perseguidas por el Estado hasta mediados del siglo XX.
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Llevaba pocos días viviendo en Brasil cuando me enteré de que el dos de febrero era la fiesta de Nossa Senhora dos Navegantes, la celebración religiosa más importante y tradicional de Porto Alegre. Esta ciudad queda a una hora de Viamão, mi nuevo hogar desde que salí de Colombia a finales de diciembre. Sin dudarlo agendé para ese día un viaje a la capital de Río Grande del Sur. Era un buen motivo para conocer un poco la cultura y el agite del país que me acoge.
Mientras se acercaba la fecha, leí sobre el tema: los fundadores de Porto Alegre en 1742, portugueses provenientes de las islas Azores, consideraban a la madre de Jesús como la santa protectora de los mares. La imagen de Nuestra Señora de los Navegantes llegó a Porto Alegre en 1871. Era obra del escultor João Alfonso Lapa, quien tuvo que volver a hacerla en 1910 después de que un incendio la destruyera junto a la capilla de su mismo nombre; la reconstrucción de la iglesia estuvo a cargo de los devotos y la reinauguración se celebró tres años después.
La celebración consiste en una procesión de miles de personas que llevan a Nossa Senhora de una iglesia a otra, seguida de un desfile fluvial sobre las aguas del lago Guaíba. El obispo, el alcalde, el ejército a caballo, los feligreses, la fe, el bullicio. Imaginé cómo sería el calor y el sofoco ese dos de febrero, con temperaturas de cuarenta grados, mientras buscaba imágenes de la virgen de los navegantes. Una virgen católica, común y corriente, parada sobre una canoa inundada de flores, con un niño en sus brazos y tres ángeles a sus pies; de la mano del niño, que mira impávido una tempestad mortífera que solo él puede ver, cuelgan un cordel y un ancla.
Como si la pantalla del computador fuera el mismo mar, mientras veía esas imágenes de la virgen emergió la atractiva diosa Iemanjá. Apareció imponente con sus palmas abiertas dejando caer perlas al agua. No fue difícil reconocer el sincretismo entre estas dos santas. Tampoco cambiar la celebración católica por la africana. Ahora el paseo era a Cidreira, en el litoral, la ciudad más umbandista de Brasil. Los dos primeros días de febrero Cidreira se convierte en el epicentro de la adoración a Iemanjá, con procesión nocturna y rituales en la playa al son del fuego y los tambores. Las numerosas casas de religión de Umbanda prometían más diversión. Además, el mar siempre inclinará la balanza a favor.
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La primera estatua de Iemanjá que vimos en Cidreira era tan grande como nosotros. Parada en la acera, y un poco bisoja, invitaba a entrar a un local que vendía pequeños barcos azules con los cosméticos y la vitualla para ofrendarla. Cada embarcación costaba sesenta reales, unos 51 mil pesos. También vendían velas y pareos con la imagen de la diosa.
Llevábamos una hora buscando hospedaje, pero todo estaba ocupado. Habíamos llegado a las 10:30 de la mañana, después de esperar una hora en la autopista el bus que nos llevó de Viamão al litoral norte de Río Grande del Sur. El viaje fue lento, en medio de una larga cola en la que iban autos con gente vestida de blanco.
Rayando el mediodía por fin encontramos hospedaje a dos cuadras de la costa. El casal, es decir el casao, la pareja, valía 150 reales. En la recepción se destacaba una virgen negra acomodada sobre un escaparate. Luego de refrescarnos en la habitación, salimos a comer churrasco. A pesar de ser un pueblo costero, el hecho de estar en una región gaucha hace que se consuma más carne que pez. La cerveza en litro, que conserva su temperatura helada gracias al grueso termo con que la recubren, era el único medio para combatir el calor y acentuar nuestras expectativas: se calcula que en Brasil existen cinco millones de umbandistas, y su celebración más popular y difundida es la de Iemanjá.
A las 8:30 de la noche el cielo aún pertenecía al día. A esa hora arrancó la procesión, organizada por la Fauers (Federação Afro Umbandista Espiritualista do Estado do Rio Grande do Sul). Minutos antes habíamos llegado al punto de partida, una concha acústica en el centro de Cidreira. Una efigie de Iemanjá estaba montada en la plataforma de un moderno camión, y los feligreses, la mayoría mujeres, hacían su aparición con camisetas blancas, collares y ramos de flores. Algunas señoras mayores parecían disfrazadas de la diosa pero con turbantes. Por megáfono, uno de los organizadores explicó que la caminata iría hasta la Terminal Turística y ahí giraría hacia la playa.
Tres canciones pop dedicadas a Iemanjá sonaron a lo largo de los dos kilómetros de procesión. En lugar de tambores y cantos africanos, los feligreses aplaudían cuando el hombre del megáfono agradecía a la divinidad o la presencia de todos a pesar de la lluvia, una lluvia etérea que ni siquiera tenía posibilidad de apagar las velas que cada persona llevaba a la altura del pecho. Al principio eran unas cien, pero luego, cuando la gente agolpada a los lados de la avenida Mostardeiro se fue uniendo, la procesión alcanzó unas 300 personas. El ambiente parecía más católico que cualquier cosa y era imposible no sentirnos decepcionados.
A las 9:30 se veía ya la noche en el cielo estrellado. Un altar a la reina de los mares con veladoras y flores nos dio la bienvenida. Por una callejuela que desembocaba en la playa la procesión se empezó a confundir con el resto de gente. A lado y lado, las ventas de chuzos, longanizas, hamburguesas, helados, camisetas, estatuillas y artículos religiosos sugerían una atmósfera de carnaval. Atropellando el humo de las presas al carbón, el camión entró a la playa y parqueó en la zona que la Fauers tenía reservada para divulgar sus avisos parroquiales. Allí, un abanico de santos, entre ellos Jesús, San Miguel Arcángel, Oxóssi y la recién descendida Iemanjá, escoltaba a los líderes de la Federação. Un concejal, el alcalde y otros funcionarios esperaban su turno al megáfono. A juzgar por el protocolo y el tono de los discursos, el sincretismo también es político.
Ahuyentados por ese aire oficial decidimos ir a otro lugar. Cerca de la playa humedecida por el vaivén de las olas, tres personas arrodilladas cavaban un hueco en la arena para que la brisa no apagara las velas que iluminaban la ofrenda a Iemanjá. Estatuillas de Changó, Jesús y la misma diosa del mar ya estaban dentro de la goleta. Elaine da Silva Martins, umbandista hace doce años, nos contó que llevaron un barco con santos y otro para arrojar al mar con perfume, peines, aretes y labial. "Ella es muy vanidosa... Todos los años venimos aquí a Cidreira para esta celebración".
Aunque el rugido del mar y el viento opacaban la conversación, ya de por sí difícil porque no dominamos el portugués, seguimos hablando con Elaine. "No le estoy pidiendo nada a Iemanjá, ni agradeciendo nada. Es nuestra ofrenda, es para cumplir nuestra obligación con ella". Era bajita y morena y la brisa le alborotaba el pelo negro ensortijado. Nos contó sonriente que la Umbanda tiene origen nigeriano, "de los esclavos, es una religión de mucho sincretismo, nació aquí en Brasil y se extendió por otros países. ¿En Colombia no existe Umbanda?".
Rosni Lemos, vestido de blanco de pies a cabeza como su esposa Elaine, vino hacia nosotros. La pareja es de Gravataí y no hace parte de ninguna casa de religión sino que practica libremente sus ritos. El hombre no fue tan sonriente pero se preocupó más porque entendiéramos; nos dijo que cada santo católico tiene su equivalente en la iglesia umbandista: "ellos tienen a San Jorge, nosotros tenemos a Ogum; ellos tienen a San Jerónimo, nosotros tenemos a Xangó; ellos a la virgen, nosotros a Iemanjá; Jesucristo, Oxalá". Mientras hablábamos, su suegro moldeaba una muralla que rodeaba el hueco en la arena. "Los esclavos africanos adoraban a sus dioses pero aquí se encontraron con las creencias cristianas, entonces para poder adorar a sus orixas los transformaron o los fundieron con dioses que ya existían y que eran aprobados por sus amos". Así fue que Iemanjá terminó "branquinha".
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Un sonido de tambores acompañado de cantos africanos viajó hasta la orilla del mar. El ritual de la Casa de Umbanda Ogum Beira Mar había empezado. En un costado del terreiro escogido y cercado con palos, tres muchachos hacían la música. Cantaban en yoruba, una lengua nigeriana. El rectángulo era un poco más grande que un ring de boxeo, con una salida en dirección al mar. El ritual era liderado por el Pai, o babalorixa, el gran jefe de la casa de religión; con una capa verde, fumando un tabaco de olor amargo, se paseaba por el terreno bendiciendo a los suyos. Los devotos bailaban en su puesto y bebían algo que parecía ron. Los médiums, que son devotos en proceso de convertirse en babalorixas, algunos con capas o cascos con penachos, seguían los pasos del Pai.
Los tambores eran cada vez más potentes y los cantos indescifrables no paraban. Con el paso de los minutos los participantes entraron en una especie de trance. Los bailes ahora tenían más movimiento. Entre todos se abrazaban, se olían las manos, se chocaban los antebrazos y se besaban las mejillas. El Pai se acercaba a cada devoto y parecía darle la orden de ir al mar; alguno de los médiums acompañaba al elegido a las aguas saladas para su encuentro con Iemanjá. Todos parecían poseídos por los dioses. Cuando regresaban del mar se tiraban durísimo contra la arena y el golpe producía un ruido sordo; luego se revolcaban frente al altar, adornado con ofrendas e imágenes sagradas.
Cada vez llegaba más gente. Las diferentes casas de religión, en grupos de entre diez y cincuenta personas, elegían su terreno y lo preparaban para sus ritos. A medianoche la playa era un hervidero. Según la prensa, diez mil personas entre umbandistas independientes, integrantes de casas de religión y público en general se hicieron presentes en este sector del litoral durante la celebración. Veleritos azules, comida, botellas de sidra, velas encendidas y artículos de belleza invadieron el mar y la playa. Ángela Gianpaolli, integrante de la casa de religión de Zé Pilintra, nos contó que la diferencia entre Umbanda y Candomblé es que esta última se celebra sobre todo en el nordeste del país, por ser una región con más influencia africana. Sobre la celebración a Iemanjá, dijo que cada templo hace lo suyo, y soltó su prédica: "yo no estoy de acuerdo con el tema de las ofrendas porque contaminan la playa. ¿Qué sentido tiene arrojar toda esa basura al mar y luego ir a bañarse allí?".
A lo largo de la costa las casas de religión también ofrecieron sanación al público, y vimos filas de decenas de personas que esperaban ser atendidas, buscando claridad. Las ialorixas, o las Mai, y los guías o médiums, se paraban frente al paciente y en tres minutos de toqueteo y humo de tabaco limpiaban su mente y equilibraban sus emociones. Por la callejuela seguían llegando centenares de feligreses, con atuendos tan pintorescos que en un momento nos sentimos en una fiesta de disfraces elegantes donde sobresalían faldas esponjadas y coloridas. La venta de comidas, ropa y souvenirs fue creciendo, y el ambiente ardía en una mística que se apoderaba de todo.
Cuando fuimos a tomarnos una cerveza a la feria vimos un extraño animal sumergido en un plato; era como un pepino rugoso y poseído que no paraba de moverse. Su nariz puntiaguda salía a flote y hacía circular un juguete con forma de ojo. Los suyos eran negros, finos y redondos. Luego supimos que era una especie de camarón negro, un espécimen nativo que parecía traído del mar de los infiernos.
En la madrugada, antes de que saliera el sol, una mujer que se habría confundido con la noche si no hubiera llevado un vestido blanco cantaba sola mientras caminaba hacia el mar con los brazos abiertos. Detrás, cuatro devotas llevaban sobre sus cabezas un barco del tamaño de un ataúd infantil. Entraron despacio al mar y con el agua en la cintura impulsaron suavemente la embarcación llena de ofrendas, para que Iemanjá emergiera otra vez de las profundidades del océano, no para alertar con sus cantos a los navegantes incautos sino para ser complacida.
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Cientos de barquitos despedazados, trozos pisoteados de sandía, flores maltrechas, restos de comida y montones de basura plástica no impedían disfrutar de la playa de Cidreira durante la mañana del domingo dos de febrero. Mujeres y hombres se doraban bajo el fuerte sol. Mientras en la orilla del mar dos niños jugaban con un pedazo de madera azul, en algunos lugares de la playa aún se vivía la celebración. Unos participaban de la sanación, y una que otra casa de religión terminaba su ritual. La feria en la callejuela seguía en su furor pero ya no había rastros del camarón negro. En ese mismo punto había una venta de camisetas que la brisa sacudía; la hermosa reina del mar parecía viva, parecía llamarme con su serpenteo. Decidí entonces que en adelante Iemanjá iba a ser mi diosa. Ahora la llevaba estampada en el pecho.