Número 52, febrero 2014
Mis primeros setenta años

Eduardo Escobar. Ilustración: Verónica Velásquez

 

Imagen: Verónica VelásquezTodas las personas normales del sexo masculino celebramos la llegada de nuestro septuagésimo aniversario de la misma manera. A todos nos despierta de un sueño olvidadizo –con un perro amarillo que lee un libro de René Guénon– la llamada de una novia lejana y perdida, ex estudiante de sánscrito, que nos promete enviarnos por la tarde una bufanda italiana, una colonia recién aterrizada de París o una botella de coñac. Y todos nos levantamos con el mismo pie. Y todos nos asomamos al espejo, porque todos tenemos derecho a un espejo por inopes que estemos, para consolarnos pensando que de todos modos no estamos tan arrugados como estábamos el día de nacer.

Es un enigma para ti cómo personas tan disímiles pueden asomarse sucesivamente a espejos tan diversos. Y que todos nos identifiquemos con el pronombre invariable de la primera persona del singular. Pero es todavía más incomprensible que todos coincidamos en ese sueño con un perro amarillo que lee un libro esotérico. A veces me digo, como el dios bíblico, Yo soy el que soy. Pero enseguida me pregunto quién soy. Y al no encontrar una respuesta adecuada, me figuro que no somos más que esa pregunta. Una pregunta que sueña con un perro erudito. No somos más que esta pregunta, murmuras para ti, para tu caletre, decían los antiguos. Murmurar para el propio caletre es un vicio de solitarios, para quien no lo sepa. No solo un privilegio de los niños y los locos.

Y entonces tu gata pintada viene a masajearse los flancos en tus pantorrillas de clarinetista, y una mirla furiosa comienza a cantar un himno bélico en lo alto de una araucaria y pasa una motocicleta con un vallenato a todo volumen y suena el teléfono fijo. Ese horrible teléfono amarillo pollito, de disco, del siglo pasado, que todavía guardas. Y es tu hija, que llama para anunciar que vendrá a visitarte con tu sobrina favorita y con tu hermana mayor y con la pequeña tropa rala de tus hijos. Tu hija te pregunta: "y cómo se siente, pa, cumpliendo setenta años".

Yo le dije a la mía que cumplir setenta años no es cosa del otro mundo, que a todo el mundo le pasa lo mismo con un poco de suerte, que apenas nos damos cuenta del desastre del tiempo porque en cierto sentido vivimos la eterna distracción de lo que llamamos el hoy, que no es otra cosa que la suma de unos propósitos y de unos recuerdos indecisos que siempre están cambiando de aspecto y de significado. Es obvio, le dije, con mi crueldad característica, que al cumplir setenta años uno está tan cerca del remate del hilo de las parcas como al momento de nacer.

Tus hijos suelen reprocharte la tendencia a los monólogos metafísicos, que debió quedarte de tus tiempos de seminarista o del estudio del insidioso Kierkegaard que te acompañó durante la marcha por los más que intrincados laberintos de tu adolescencia. Y tú, cualquiera que seas, también sientes vergüenza de tu locuacidad impenitente, como yo. Sin embargo, yo no aguanté las ganas de reforzar el argumento. Vivir es peligroso, repetí –la reiteración es un viejo recurso retórico desde Aristóteles–, vivir es peligroso, a cualquier edad, cualquier año, bisiesto o no, los jueves turbios lo mismo que los martes diáfanos y los agostos secos igual que los eneros florecientes. Dormidos o despiertos, vestidos de gala o en piyama, siempre estamos a un milímetro del abismo, el anciano, el joven imberbe y el barbuchas y el neonato y el nonato. Iba a hablarle de las renuncias inevitables. Del hecho, por ejemplo, de que a los setenta años sabemos con una certeza irreprochable que ha llegado al fin la hora de renunciar a las muchachas (bueno, en realidad ellas renuncian por uno), pero me pareció que el asunto era de la incumbencia de mi intimidad, que solo me pertenecía a mí y que la confesión sería impúdica. Y solo dije: todas las edades se encuentran un día u otro avocadas a sus propias renuncias. El día de nacer renunciamos a la calidez sombría del cáliz del útero, más tarde renunciamos a la dulce y tibia leche materna, y luego al tenebroso deseo de poseer a la madre detectado por Freud en el fondo de la siquis de todos los hombres nacidos al occidente del mundo. Y también llega el día, que a mí ya me llegó, de sentirse más apegado, de un modo más hondo y sincero y honesto, a las pantuflas que a los zapatos de baile.

Tu hija te pregunta: ¿Todavía sigue pensando que la vida es solo un gastadero de ropa? Y todos le respondemos del mismo modo que yo respondí a la mía: con un silencio largo, largo e hirsuto.

Es obvio que tu hija, la hija que todos tenemos el día de cumplir setenta años, está de afán porque corta tu retahíla disculpándose de esta manera: "más tarde hablamos de todas esas cosas que usted siempre está pensando y que no hacen más que amargarnos a todos. Y complicarle a usted la vida". Y te hace sentir orgulloso de tus poderes. Eso de que tienes la potestad de amargarles los ratos a los demás envanece a cualquiera. Y sobre todo, vivir una vida complicada. Más vale sacarle todos los jugos a la que nos tocó, incluidos los amargos y los abstrusos. Hay una incierta felicidad en el hecho de no ser infeliz por completo. Después de todo, la infelicidad radical solo es posible en la tragedia griega.

Así pasa siempre. Tu hija cuelga. Pero, como la mía, antes de que pase un minuto vuelve a timbrarte: "tengo que salir para el supermercado a comprar el salmón y las cosas de la ensalada y unos tomates secos y los implementos del aseo porque ya me imagino cómo estará su casa. Y se me hace tarde. Dígame rápido qué quiere que le lleve". Y uno no sabe qué querer, y tú no sabes qué quieres, qué querrías a esa hora de la mañana, sobre todo así de rápido, preguntado a bocajarro. Pero las mujeres proponen y disponen, y tu hija decide que te llevará unas botellas de vino. Y cuelga.

Y vuelves al espejo, donde peinas una cana nueva, reluciente, o casi nada, en el espacio descubierto de la chonta, y acabas tu reflexión sobre la miseria y la riqueza de los años y bajas las escaleras hacia una cocina, la tuya, aferrado al pasamanos. Porque uno de los síntomas más atroces y claros de que entramos en la senectud es la inseguridad. El miedo de resbalar. Yo me acordé entonces, el día de mi septuagésimo aniversario, de Schopenhauer. Schopenhauer dijo que la marcha no es más que la caída impedida. Y recordé que en la adolescencia nos gustaba bajar las escaleras a saltos con un trotecito que sacaba de quicio a mi padre. Dónde estará mi padre. El padre mío que murió a la edad que yo tengo ahora con un rostro muy semejante a este que hoy porto o transporto.

Tu hija llega a tu casa cerca del mediodía con su hermano y sus hermanastros, quienes prepararán la cena, y con tu hermana, como prometió, y con tu sobrina más querida. Todos cargan alguna cosa.

 

Unos llevan pequeñas cajas de cartón muy semejantes por el aspecto pero distintas por el contenido; otros marchan fatigosamente con las manos crispadas en las orejas de bolsas crujientes con logotipos azules y logotipos verdes y logotipos rojos y rosados, por cuyas bocas asoman las hojas en espada de las cebollas y las desmayadas ramas del apio y nalgas de melones y tomates rubicundos y tarros de precocidos y bandejas selladas, de polietileno, con peces congelados de ojos fijos que muestran los dientes. Vas a ayudar.

Pero tu hija es perentoria, igual que la mía, y con la fórmula habitual te ordena: "siéntese pa, por ahí, que yo lo atiendo", mientras camina hacia la nevera, donde pone el queso suizo donde dice queso y la mantequilla donde dice mantequilla y los huevos donde está escrito huevos y las cosas del congelador en el congelador y en la bandeja de las carnes las carnes, al contrario que tú, su padre. Y cuando termina la liturgia pasa los ojos en redondo por la casa diciendo con una decisión que a mí me pone los pelos de punta, mientras mis hermanos cocinan: "yo voy a poner un poco de orden en esta casa".

Ya sé, eso de "voy a poner orden en esta casa", en boca de una mujer siempre te sonó a amenaza. Pero la amenaza en boca de mi hija suena más aterradora porque es minuciosa, maniática del orden como su madre, implacable con la mugre. Puedo verla con su turbante de toalla rosado, armada con los guantes amarillos de caucho, vestida con el delantal con un lobo estampado en el bolsillo como el del cuento viejo de Caperucita. Lleva en una mano una escoba nueva de barbas verdes. Y en la otra un plumero púrpura. Del hombro derecho le cuelga un trozo de dulceabrigo como una bandera pronta a desperezarse. Revela incompasiva los secretos de las rinconeras, rastrea los ciscos que el desgaste acumula en los intersticios y en las junturas de las cosas. Sales negras y ásperas al tacto como el café, sulfatos amargos más o menos maleables bajo la presión de las yemas, y esos diminutos hongos babeantes y esas bacterias invisibles que andan camufladas en el polvo, si hemos de confiar en las supersticiones de los biólogos y los higienistas, y los pequeños personajes ciegos que viven en las gavetas de sorber las sustancias de los huevos de las cucarachas y las amodorradas polillas que siestean en los pliegues de las camisas de lana.

Me pregunta si es que me gustan las arañas. Y yo le respondo que no, que no me gustan, pero que tampoco me importa compartir el espacio con unas familias que quizás viven en esta finca hace más tiempo que yo. Y que no lo hago por respeto porque no tengo que ver con esa clase de fariseísmo hinduista de los moralistas de la Nueva Era. Que simplemente (y llanamente) las arañas están ahí y yo las dejo ser y ellas me dejan ser a mí, y que las telarañas no son más que un pequeño inconveniente que debo tolerar en mi convivencia con ellas. Y mi hermana mayor y mi sobrina más querida y mis hijos y mi madre, que ha venido de su tumba a darnos una mano en la cocina, sonríen, se burlan, mientras el reloj anuncia que ha comenzado a entrar la noche. La noche de los ochenta años, quiero decir. Y entonces miras la mesa servida llena de ojos como platos, con los cubiertos filados junto a las servilletas recién almidonadas, y esperas que tu hija termine de darse su baño de rigor después de la soberbia ingesta de polvo y de desechos de materiales incalificables. Y alguien enciende el enorme velón sobre la torta que se te parece tanto a un cojín. Y tú soplas. Y sabes que la vida se ha ido de soplo en soplo quién sabe a dónde. Y entonces tu madre, ya de salida con su cachirula y su vieja cartera de broche fuera de moda, porque no se queda a cenar y debe estar temprano en su osario, dice antes de marcharse: "a propósito, como estás de parecido a tu papá". Y suena el teléfono fijo. Ese horrible teléfono amarillo, de disco, del siglo pasado, que todavía conservas. Y es tu hija, que llama para anunciar que vendrá a visitarte con tu sobrina favorita y con tu hermana mayor y con la tropa rala de tus hijos. Y te pregunta: "¿y cómo se siente, pa, cumpliendo setenta años?". UC

Imagen: Verónica Velásquez
 
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