En el momento en que aquel escuadrón de Mirages pasó sobre la 26 con Séptima y sobre mi cabeza, estaba lejos de comprender que lo hacían en homenaje póstumo al señor que, además de haber construido Eldorado, la propia 26 y muchas otras calles, había –por la vía de facto, claro está– preparado el terreno para hacer de un señor nacido en España, con lengua de trapo y más feo que acosar sexualmente a la abuelita, el personaje más importante del primer medio siglo de la televisión colombiana.
El 17 de enero de 1975 era viernes pero parecía festivo, y este pueblerino quinceañero estaba en su primer viaje a la capital con el propósito formal de asistir a una cita con un optómetra y la agenda secreta de ir a Animalandia, el programa con más rating en las mañanas del domingo de toda la prolija –en la acepción de la RAE– vida de la televisión nacional. Era imposible que yo imaginara entonces que la generosa invitación de mi madre para aprovechar las vacaciones y la dormida gratuita en "Gorgona" –chapa con la que eran conocidas las residencias estudiantiles de la Universidad Nacional donde mi tío estudiante de derecho compartía habitación con un costeño de alguna ingeniería– tuviera el propósito real de que me practicasen una evaluación psicológica.
Las razones de aquella oculta intención, según lo expresado con desgano por el tío de marras ante mis airadas preguntas, eran, según le informó mi artera madre, mis malas juntas, el gusto por la música de Los Beatles y Jimi Hendrix, y los collares y melena que me acompañaban por primera vez, en esa especie de jipismo involuntario y pretencioso al mismo tiempo. De camino a la Javeriana, donde algún amigo de un pariente me haría aquella consulta gratis, me dispuse a preparar mis mejores misiles retóricos para la defensa de mi cordura y del derecho a ser esnob de provincia ante algún loquero capitalino, mientras el multitudinario cortejo fúnebre del fundador de la televisión colombiana continuaba solemne su camino hacia el Cementerio Central.
Al padre Llano ya le habían llegado las versiones mojigatas de mis flamantes hábitos juveniles. Por eso me sorprendió que al recibirme en una oficina inmensa, y luego de ponerme frente a su escritorio de intelectual acomodado y de preguntarme a quemarropa si consumía marihuana o si era homosexual, manifestara interés –y hasta respeto– por los gustos y costumbres de esa caterva de adolescentes y jóvenes con la que me gustaba relacionarme, y por sus diversidades inhalatorias y de género.
Tal vez por filósofo o por teólogo, no sé, mi entrevistador no se vino lanza en ristre contra mis extrañas amistades, y después de las advertencias de rigor sobre los excesos, las premuras por la experimentación y sus peligros para la juventud, pasó a hacer una valoración positiva de lo diferente y una loa al fortalecimiento del criterio propio como instrumento para afrontar la vida; dicho lo anterior, me palmeó el hombro y me recomendó la Cinemateca Distrital y la Biblioteca Luis Ángel Arango, sitios obligados de aquel caballo de Troya en que había terminado por convertirse mi primer viaje a la que yo creía La Metrópoli. Tiempo después, en una columna de prensa muy mentada, mi "loquero" planteó una versión histórica creíble sobre la infancia de Jesús que volvía innecesario el mito de la virginidad de María. A él lo silenciaron sus jerarcas, pero yo, al leerlo, recordé aquella tarde soleada de viernes en la que el padre Alfonso me ahorró salir a la séptima sermoneado o con una macabra e inteligible nota dirigida a un psiquiatra, y me pareció un jesuita coherente.
Eran épocas del Fotogrey, precursor del Transitions, y ya con mi fórmula para la miopía en la mochila –además del fresquito de conciencia que da no estar condenado por curiosidad–, me animé a pedirle al tío que me llevara al patio del CAN, unas cuadras abajo de "Gorgona", hacia El Dorado, por la propia 26. Era el día 19 y me emocionaba asistir al programa en vivo que siempre había presentado Pacheco. Cuando lo vi me pareció mucho más pequeño, casi humano, comparado con la imagen que yo disfrutaba en el Sharp 9'' a blanco y negro que en casa habían comprado para ver, en la comodidad de un vetusto patio central tipo español, la visita de Pablo VI al país unos años atrás.
Ahora que he visto personalmente a Vicky Dávila o a Jorge Barón, debo reconocer que aquel señor con impecable cachaco oscuro, barba en candado y patillas como de billete de cinco pesos realmente era inmenso, aun durante las propagandas en vivo que, sobre un atril con cartones y en un primer plano de una de las monstruosas cámaras, anunciaban a toda la nación el monto acumulado del premio para que la lora pronunciara la emblemática frase: "¡A mí Gelada o nada!"; momento que él aprovechaba para releer, con el ceño fruncido y las gafas levantadas sobre sus cejas moras, un amasijo de notas que sostenía con sus velludas y rollizas manos. Tras el conteo regresivo unos señores con letreros y gestos estilizados nos pedían silencio, y ello le devolvía a los payasos Pernito, Tuerquita y Bebé una sonrisa congelada y una retahíla cacofónica que arrancaba a aquel valenciano desplazado por la violencia de la Guerra Civil su ahora emblemática carcajada infantil.
Los demás detalles del viaje son predecibles. Visité la fachada del Palacio de San Carlos, la Casa del Florero y otros sitios históricos, y caminé la gélida y maloliente Plaza de Bolívar entre fotógrafos de Polaroid al cuello y sobre un tapete de granos de maíz barato y guano grisáceo de paloma. Descubrí, descorazonado, que existe una suerte de provincialismo capitalino, morrongo y trapisondero, que blinda culturalmente a esa sabana verde botella contra la modernidad. Solo la actitud creíble de Pacheco, ya como entrevistador, ya como presentador de noticias o de programas de variedades, y su contundente historia privada, permanecen en mi memoria como símbolo del progresismo bogotano. Tal vez porque fue una dictadura copietas la que construyó, bordeando la estética nazi, la única vía futurista que ha tenido este país y puso allí la televisora nacional. Quizá porque Pacheco creció entre recuerdos y narraciones de hambrunas, y breves pero deliciosas viandas de guerra que lo templaron para querer a Colombia y lo volvieron proclive al sencillo buen vivir y a hacer buenos programas de televisión. O por el desatino de un grupo guerrillero que surgió tras las elecciones que el Frente Nacional, o sea la misma Bogotá provincialista y morronga, le robó al sátrapa ingeniero, no lo sé. Pero a la 26, esa del Cementerio Central, del Bogotazo, de la UN, del CAN, de El Dorado, del inacabable Transmilenio y del carrusel de la contratación de los nietos de Rojas Pinilla; a esa espina dorsal urbanística de la estupidez y el barbarismo nacional, el mismo que le permitió a un pariente de Noel Petro, 'El Burro Mocho', personaje ilustre de muchas veladas animadas por la figura bonachona de Pacheco, poner de presente que se puede ser al mismo tiempo bienintencionado, honesto y mal gobernante; a esa emblemática calle, digo, deberían bautizarla, en una suerte de homenaje socarrón a la ética jovialidad de Fernando González Pacheco, Avenida Animalandia.