Hace ya quince años que murió nuestro amigo, pero apenas ahora me he librado de esa evocación colectiva del fantasma que Melisa, su hermana gemela, preside cada 7 de agosto para recordarnos que Camilo existió y que a despecho de su asesinato nosotros solo hemos pactado y sobrevivido.
Al ser la suya nuestra primera experiencia de muerte, mi joven amigo se convirtió por derecho propio en un muerto ilustre. ¿Quién, de todos los que fuimos, se iba a imaginar que un difunto sería el encargado de reunirnos después de los años? Me parece que fue ayer cuando estuvimos, con menos de dieciocho años y el dolor todavía tibio, conmemorando el primer año del asesinato de Camilo; a los doce meses volvimos con anécdotas resabidas, más tequila, discos de La Fania All Stars, un par de películas de Jerry Lewis y, claro, afiches y libros de Andrés Caicedo, el escritor suicida que fue su ídolo. De año en año estos encuentros inventados en su honor fueron degenerando en fiestas cada vez más desabridas; apareció una novia que nadie conocía, un par de amigos de la universidad, un primo lejano, y así fue como el 7 de agosto dejó de ser el aniversario de la muerte del amigo, o la fiesta patria, para convertirse en la esperada rumba en la casa de Melisa.
Pobre la gemela, ha vivido todo este tiempo sin su mitad adorada; haciendo de tripas corazón se volcó a toda desmesura, para terminar recogiéndose, paciente, pedacito a pedacito. En esa casa nunca se le prohibió nada, como si sus padres hubieran disparado contra su hijo y tuvieran que expiar la culpa con ella; todo se le alcahueteaba, y por extensión a nosotros también. ¿O es que acaso los inseparables, los que se conocieron en el mismo arenero, no tenían derecho a expresar su dolor como mejor les pareciera? Y sí que tuvimos derecho. Creo que fue a partir de la tercera o cuarta fiesta que don Alberto y su esposa decidieron resguardarse en la finca y dejarnos a nuestras anchas; entonces, como una feliz coincidencia (¿o un sino trágico?), apareció uno de los invitados más conspicuos: el perico. Maestro de ceremonias incansable, nos enseñó a extender la noche más allá de la noche y trajo a las madrugadas unas imágenes punzantes, vivas hasta el dolor, de todos los Camilos… El que detestaba el fútbol y amaba los caballos, el que a los seis años casi mata a golpes a los niños que le escondieron el diente caído a su hermanita, el de las novias lindas, el cinéfilo, el lector apasionado, el alumno predilecto del poeta H., el asesinado.
Todos hablábamos al tiempo, las canciones se interrumpían apenas iniciaban, en menos de dos minutos pasábamos de Loving Cup de los Stones a Te conozco bacalao de Willie Colón, alguno paraba la música y en medio de las protestas improvisaba un acento y gagueaba emulando a Caicedo: "EL PUEBLO DE CALI RECHAZA / A los Graduados, los Hispanos / y demás cultores / del 'Sonido Paisa' hecho a la medida /de la burguesía, de su vulgaridad…", hasta que Melisa, conmovida por la alusión a la novela que más leyó su hermano, cortaba todo con su grito de guerra: "hijueputa, por qué se tuvo que meter con esa perra…". De esta manera, los que estaban en la fiesta por error, invitados por los invitados, advertían que por más música que se oyera y más trago y perico que sobraran, los dueños de la fiesta no estábamos de fiesta, y que, como decía el mismo Camilo en tono caicediano, la rumba es cualquier cosa menos diversión.
Con los años mi recuerdo ha cambiado, o mejor, se ha sosegado en favor de ciertas instantáneas; puedo ver al poeta H. entrar por primera vez al salón de clase con esa sonrisa de… "bueno, ya que estamos", y a Camilo, en la penúltima fila, estirar el cuello para mirar los libros que cargaba el nuevo profesor. A la pregunta de si teníamos que entregarle los trabajos sobre La Marquesa de Yolombó con los que nos había amenazado medio año su predecesor, el poeta H. levantó los hombros y nos dijo, como si no fuera con él: "ustedes verán, pero en lo posible evitemos hablar de Carrasquilla, a mí me gustaría presentarles a un joven escritor caleño…". Eso bastó para sellar la compinchería entre mi amigo y el poeta. Vuelven tan frescos como en su presente lejano los sábados de Cinema Azul y de El imaginario, el suplemento literario que nos quedaba por estas tierras y que alguno leía en voz alta en la cafetería Santa Elena mientras los otros tomábamos tinto y comíamos moritos. También está esa noche de jueves en el Teatro Matacandelas: ya Camilo era el mayor conocedor de la vida y los milagros de Andrés Caicedo, se sabía al dedillo sus gustos literarios, cinematográficos y musicales, podía recitar largos párrafos de su obra, conocía los encuentros y desencuentros con sus amigos, hasta tenía un mapa de Cali subrayado con recorridos claves en la vida del autor y de sus personajes; pero a pesar de todo esto, fue ver a sus Angelitos empantanados personificados por los actores lo que desató de manera definitiva la obsesión y prefiguró el encuentro con Daisy, su Helena de Troya.
Con una pasión adolescente que rayaba en la idolatría, nuestro amigo, como un Quijote criollo, quiso sacar de las páginas del amado Caicedo los rasgos de su vida. Nada se le pasaba por alto. Un signo exterior visto en una fotografía o en un video delataba para él la presencia del genio, y en detrimento de su propia genialidad empezó a vivir una vida prestada, o por lo menos empantanada por la imagen y la palabra de otro. Ahora pienso que si Camilo hubiera vivido un año más, con lo inteligente que era, seguro habría matizado la literatura y la figura del autor de sus desvelos; pero eso ya hace parte de ociosas profecías, ahora solo tengo a un amigo irrespetuosamente joven embebido en sus discos de salsa, en los cuentos de Poe, en las películas de Bergman y, por supuesto, en su Calicalabozo.
Al graduarnos del bachillerato los gemelos heredaron el viejo Renault 9 familiar; y más se demoró Camilo en llegar pitando a mi casa como un poseso, que yo en saber que le habían puesto en bandeja su primera peregrinación a La Sultana del Valle, a su Cali literaria nunca vista. Pero el viaje nunca se hizo, pues nuestro amigo, como creo haber leído en alguna página de su fantasma tutelar, "topó con la fatalidad".
Desde que devoró Que viva la música se dio a la tarea de memorizar el programa ético de la Siempreviva, y cuando se lo aprendió bien aprendido nos lo recitaba letra por letra, como si fuera un mantra salido de sus entrañas y no los conocidos mandamientos de un personaje literario. Cuando parecía más exaltado era cuando decía: "No accedas al arrepentimiento ni a la envidia ni al arribismo social. Es preferible bajar, desclasarse; alcanzar al término de una carrera que no conoció el esplendor, la anónima decadencia"; y de su cosecha, y a renglón seguido, enfatizaba: "ya oyeron, burguesitos".
En Medellín, a finales de los noventa, cuando la clase media se había curado del sarampión de la izquierda y ya no se arrimaba a reclutar obreros en los sindicatos, y la mafia, tan de moda unos años atrás, le causaba repulsión, el bueno de Camilo, que no quería ni salvar, ni salvarse, ni explotar a nadie, preconizaba que en el pueblo pueblo estaba la vida de verdad, lo genuino. ¿Pero cómo confraternizar con ellos? Lo más a la mano que tenía de su idea romántica del pueblo era doña Luz Dary, la empleada de la casa, que más que una empleada fue su segunda madre y, de lejos, una de las personas que más sufrió con su muerte.
Por una paradoja del destino, doña Luz Dary jugó un papel primordial en el desenlace de esta historia. Aunque nadie la culpó de nada, ella, católica hasta el tuétano, ha cargado todos estos años con la muerte del niño de sus ojos, a sabiendas de que su único pecado fue acolitarle un capricho y llevarlo a la fiesta de quince de una de sus sobrinas. La cosa fue así, o por lo menos así me la contó el propio Camilo en uno de esos días en que solo hablaba de la suerte de haber conocido a Daisy: un sábado en la tarde, la 'Luzda', como le decían los gemelos, se arreglaba más de la cuenta para salir un par de horas antes de la casa de sus patrones. Al verla maquillada y de tacones, los hermanos no perdieron la ocasión de molestarla por un supuesto amorío secreto. La señora, que ya rondaba los cincuenta y era viuda, después de un "Dios me libre" les contó para dónde iba; y Camilo, ni corto ni perezoso, se ofreció a llevarla a la fiesta con la condición de que lo invitara. Allá terminó tomando aguardiente y comiendo chicharrón, un poco decepcionado porque los jóvenes de lo que el llamaba "el pueblo pueblo" preferían el merengue y las baladas románticas a la música de La Fania. Sin embargo, se vio recompensado con la compañía de Daisy, una de las entrañables de la quinceañera. Según cuentas, no pararon de bailar y de conversar. "¿De qué?", me devolvió la pregunta enojado cuando días después quise saber cuál era el encanto de su nueva conquista, y ahí mismo me contestó con toda la grandilocuencia: "de la vida… cosa que no conocen las muchachitas de La Enseñanza con las que perdía el tiempo". Me aguanté la risa para que no me colgara el teléfono, pero de esa noche no tenía mucho más que decirme, solo que se había enlagunado y la 'Luzda' había llamado a don Alberto para decirle que el niño se había tomado unos traguitos más de la cuenta y que era mejor que se quedara a dormir donde lo trasnocharon.
En los dos meses que duró su idilio, los mismos dos meses que le quedaban de vida, solo lo vi una vez. Fue el día de mi cumpleaños, en el que, además de reencontrarme con el amigo perdido en las mieses del amor, pude también conocer a su amada. Desde temprano me llamó para que fuéramos a reclamar el helado de Softtouch al que tenía derecho por ajustar un año más de vida. Nos encontramos en la heladería, yo llegué primero, me senté en una mesa de las de la terracita y al rato lo vi entrar de la mano de una morena alta enfundada en una minifalda azul. Nos abrazamos y después de los saludos y las felicitaciones pude reparar con calma en la muchacha. Recuerdo que tenía unos ojos de un claro raro, como color miel; era bella con una belleza propia. Casi no habló, pero se rió, con dientes grandes y parejos, de cualquier ocurrencia de Camilo. Se veían felices y eso me alegró. Pero el de ellos era un mundo cerrado, y aunque los dos intentamos que la conversación fluyera como correspondía a nuestra amistad de años, siempre tropezaba y caía en el silencio. Apenas terminamos con las copas de helado, ella le recordó que habían quedado de ir a la casa de unos amigos. Nos despedimos con la promesa de vernos pronto, pero ya no nos vimos más.
A Camilo lo mató un enamorado de Daisy de tres tiros en la cabeza. William, o Wilson, no recuerdo cómo se llamaba, aceptó su crimen y pagó la condena. Daisy, vaya usted a saber por qué, no apareció en el entierro. Ninguno de nosotros, que yo sepa, volvió a saber de ella, hasta hoy que he salido de la universidad de garaje donde recién empiezo a trabajar y me la he topado. Vende papas criollas en una chaza, al frente de un juzgado. Sus ojos conservan ese extraño color, ha perdido un colmillo y ha engordado mucho. Con la intención de no quebrar el precario y triste equilibrio de nuestro presente, simplemente le he pagado el paquete de papas y ella me ha entregado la devuelta sin despegar los ojos del aceite hirviendo.