Los que pensaban que solo el comandante Hugo Chávez era capaz de sorprendernos con su desparpajo, sus canciones y sus instrucciones para ducharse, hoy deben admitir que Nicolás Maduro les calló la boca con la orden de crear el Viceministerio de la Suprema Felicidad. Al parecer esto no es ningún gracejo para amenizar una reunión sino algo serio, tan serio como la felicidad. La oposición respondió con ironía, tal vez porque les pareció una idea traída de los cabellos de Diosdado, quien también se pronunció para decir que Venezuela es uno de los países más felices del mundo. Y si es así, ¿entonces para qué crear un Viceministerio? Los funcionarios bolivarianos calificaron las burlas como "una estupidez" y se escudaron en una frase que atribuyen al Libertador: "El mejor gobierno es aquel capaz de ofrecer la mayor suma de felicidad posible". Sensata la posición de Maduro al no conformarse con cualquier alegría pasajera sino lanzarse de una vez a decretar una felicidad en grande, la máxima posible, para todos. Burlarse de su idea es burlarse de Bolívar, según ha dicho el Gran Hermano Bolivariano. A esa suprema mesura también se debe que le haya apostado a un viceministerio y no a un ministerio completo, una señal de prudencia que desmiente la idea de que el chavismo es una rama del realismo mágico. Al contrario, parece que el libro que siguen sus adeptos es 1984, de George Orwell. Al leer un pasaje da la impresión que Winston Smith, el protagonista, podría cambiarse el nombre por Leopoldo López, el jefe de la oposición. Otro acierto de Maduro es que parece corregirle a Orwell algunas cositas que se le escaparon. Aquí va, de paso, un aparte de la novela que por estos días parece una crónica de la rebelión en la granja de enseguida.
1984 (fragmento)
El Ministerio de la Verdad –que en neolengua (la lengua oficial de Oceanía) se le llamaba el Minver– era diferente, hasta un extremo asombroso, de cualquier otro objeto que se presentara a la vista. Era una enorme estructura piramidal de cemento armado blanco y reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza, a unos trescientos metros de altura. Desde donde Winston se hallaba, podían leerse, adheridas sobre su blanca fachada en letras de elegante forma, las tres consignas del Partido:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Se decía que el Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones sobre el nivel del suelo y las correspondientes ramificaciones en el subsuelo. En Londres sólo había otros tres edificios del mismo aspecto y tamaño. Éstos aplastaban de tal manera la arquitectura de los alrededores que desde el techo de las Casas de la Victoria se podían distinguir, a la vez, los cuatro edificios. En ellos estaban instalados los cuatro Ministerios entre los cuales se dividía todo el sistema gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba a las noticias, a los espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio de la Paz, para los asuntos de guerra. El Ministerio del Amor, encargado de mantener la ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, al que correspondían los asuntos económicos. Sus nombres, en neolengua: Miniver, Minipax, Minimor y Minindantia.
El Ministerio del Amor era terrorífico. No tenía ventanas en absoluto. Winston nunca había estado dentro del Minimor, ni siquiera se había acercado a medio kilómetro de él. Era imposible entrar allí a no ser por un asunto oficial y en ese caso había que pasar por un laberinto de caminos rodeados de alambre espinoso, puertas de acero y ocultos nidos de ametralladoras. Incluso las calles que conducían a sus salidas extremas estaban muy vigiladas por guardias, con caras de gorila y uniformes negros, armados con porras. Winston se volvió de pronto. Había adquirido su rostro instantáneamente la expresión de tranquilo optimismo que era prudente llevar al enfrentarse con la telepantalla.
Cruzó la habitación hacia la diminuta cocina. Por haber salido del Ministerio a esta hora tuvo que renunciar a almorzar en la cantina y en seguida comprobó que no le quedaban víveres en la cocina a no ser un mendrugo de pan muy oscuro que debía guardar para el desayuno del día siguiente.