Lo mejor que ha dicho Juan Manuel Santos sobre las drogas lo dijo con la nariz hace cerca de un año. Se arrimó curioso a una paca de moña del tamaño de una pequeña caja fuerte y olisqueó una esquina, más guiado por su memoria de cadete que por el libreto de la oficina de prensa. La foto daría para imprimir unos cueros. De resto se ha dedicado a declaraciones medidas en cumbres insulsas. En una discusión donde algunos gobernantes ya toman decisiones, Santos pretende ser líder regional con palabras de comunicado. Ha dicho, por ejemplo, que hay que elegir el camino mirando las evidencias y no los prejuicios. Pero decide volver a fumigar coca sin importar que el Estado haya sido condenado por rociar a sus campesinos ni que haya pagado una compensación económica por fumigar en el Ecuador. Tampoco le importa que los estudios muestren que por cada hectárea fumigada la reducción es de apenas 0,15 hectáreas.
Hace un mes, sin pretender reconocimiento pero con la idea franca de enviar un mensaje, en una entrevista en The New Yorker Barack Obama habló de la marihuana como un vicio corriente, un letargo de humo lejano de las fábulas demoniacas que construyeron los presidente gringos durante décadas. Cuando le preguntaron por el punto más sensible para cualquier político al hablar de las drogas, las conversaciones con sus hijas de 13 y 16 años sobre la idea de fumar hierba, Obama habló como un padre de familia sincero, práctico y liberal: “Como ha quedado bien documentado, fumé marihuana de joven y lo veo como un mal hábito y un vicio no muy diferente a los cigarrillos que he fumado durante mi juventud y gran parte de mi vida adulta. No creo que sea más peligroso que el alcohol… He dicho a mis hijas que es una mala idea, una pérdida de tiempo y no muy saludable”. Obama no es solo un presidente sin más retos electorales por delante, sino también un presidente negro, y esa condición es clave para sus opiniones sobre la ecuación policía, cárcel, marihuana y Estado.
En los últimos once años la policía de Nueva York ha realizado 440.000 arrestos por posesión de marihuana. Michael Bloomberg, alcalde la ciudad entre 2002 y 2013, aseguró siempre que esas detenciones eran parte de una lucha contra el crimen. Pero detrás de las condenas a los consumidores se esconde una discriminación que habla de la mirada de los policías, de los filtros selectivos que acompañan a las leyes generales, impersonales y abstractas. Más del 85 por ciento de los detenidos eran negros y latinos. Los policías se concentran en barrios conflictivos y eligen sospechosos basados en estereotipos. Los blancos consumen hierba en proporciones muy similares a los negros y los latinos, pero son mucho menos esculcados. En 1990 se detuvieron algo más de dos mil personas por posesión de marihuana, y en el 2013 la cifra llegó casi a 50.000. La marihuana se ha convertido en un gran pretexto, una simple trampa legal, para que muchos jóvenes subidos de color terminen condenados en los tribunales. Vale más el perfil que el humo.
Obama no solo conoce la dimensión racista de una guerra torpe, es imposible que ignore los recientes estudios de Human Rights Watch que han demostrado, luego de ocho años de seguimiento a más de 30.000 condenados, que apenas el 3,1 por ciento de quienes fueron detenidos con una o dos motas, dos o tres baretos o una bolsita cargada, tuvo una condena posterior por delitos graves. Ahora Bloomberg está en otra cosa y hay algo más de cordura. Eric Holder, Fiscal General de Estados Unidos desde 2009, ha anunciado que el Departamento de Justicia dejará de imponer las sentencias mínimas obligatorias de cinco años de cárcel a quien tenga más de veinte gramos de marihuana. La frase para acompañar esa decisión resultó hasta sonora: “Demasiados estadounidenses van a prisión, por demasiado tiempo, y por razones que no tienen que ver con una buena aplicación de la ley”.
Pero no solo hay razones legales y raciales para que un negro en el poder mire con sospecha la persecución encarnizada de un “noble barillo”. Los autores de la banda sonora de los años cuarenta en Estados Unidos, negra en su gran mayoría, eligieron el humo del cannabis como divertimento e inspiración. Los problemas comenzaron cuando un sordo tocado por la locura decidió que “la marihuana era un atajo al manicomio”. Harry J. Anslinger fue el primer comisionado de la Oficina Nacional de Narcóticos, y se obsesionó con “el almacén de horribles fantasmas que produce un solo mes de humo de marihuana”. En 1949 planeó una redada para detener a las estrellas del jazz que consumían y hacían apología a la hierba. Es casi de lamentar que semejante grupo no se haya juntado en la cárcel durante una noche: Louis Armstrong, Count Basie, Cab Calloway, Duke Ellington, Thelonius Monk, Billie Holiday, Art Pepper, Charlie Parker, Jimmy Dorsey, Dizzy Gillespie, Miles Davies. Un superior de Anslinger desistió de la misión y se arruinó el concierto.
Pero quedaron canciones e historias. Louis Armstrong estuvo nueve días en la cárcel en 1936 luego de ser sorprendido fumándose un porro en un parqueadero de Los Ángeles. Armstrong llamaba vipers a los fumadores de hierba y era un iniciador consumado. Un propagandista con trompeta: “La marihuana es cien veces mejor que el whisky. Es agradable, produce una ebriedad que cuesta poco alcanzar, es buena para el asma y relaja los nervios”, decía sin que se lo preguntaran. Y cuando Johnny Carson, famoso presentador de televisión, le preguntó por su adicción, Armstrong respondió algo que ya es un clásico: “Hace más de cincuenta años que fumo y nunca he creado dependencia… Nosotros siempre veíamos a la marihuana como un tipo de medicina. No pensaba que fumar hierba fuera un delito y veía las diferencias entre los vipers y aquellos que usaban otras drogas”.
Hace ochenta años los negros eran perseguidos por cantar entre nubes de humo Gimme a pigfoot (And a bottle of beer), una canción que comienza con la negativa a pagar un cóver de 25 centavos y sigue con un estribillo que pide un bareto y una botella de cerveza o un vaso de ginebra. Parece que pronto llegará el momento para que los raperos de Queens hagan su versión sin esconderse.