"De pronto algo acerca de los canguros", me dice el editor. Le digo entonces que los canguros son sabrosos. Hay más canguros ahora que cuando los ingleses invadieron el país en 1788, y cada año se cazan miles de ellos de un tiro en la cabeza. La carne es sabrosa y tierna. También sabe muy bueno en empanadas. Pero hay más de Australia que sus extraños marsupiales; sus incendios e inundaciones, por ejemplo. Allá también hay conflictos feos y poco entendidos. Vivimos una guerra cultural. Solo en Sídney se hablan casi 200 idiomas, pero la guerra no es entre etnias sino entre ideas de cómo se debe entender el país de acuerdo a su pasado y sus posibles futuros: ¿Debemos reconocer el genocidio contra los aborígenes que se vivió por casi 200 años, por ejemplo? (Hasta el año 1967 los indígenas del país tuvieron los mismos derechos que los koalas y los eucaliptos, porque según la ley se reconocían no como personas sino como "fauna nativa"). ¿Es importante reconocer y combatir el cambio climático y darle más importancia a la riqueza solar que tiene el país, puesto que está en el continente más seco del planeta? ¿O debemos seguir explotando y exportando el carbón, dado que es el país que más carbón tiene? Estas son algunas de las líneas de batalla de esta guerra cultural, y, aunque vi más de un canguro mientras escribía esta crónica, es esto lo que quiero compartir de mi bello país.
Al amanecer y al crepúsculo, la luz del sol en el Outback –la vasta área del interior desértico de Australia– crea gigantes. La sombra de mis dedos estirados es más larga que mis brazos; la sombra alargada de mi cabeza llega más allá de la distancia a la que puedo lanzar una roca.
En una cafetería en la calle principal de Cobar, me siento a tomar un café tempranero con un amigo persa, Vedad, y mi papá, Rick. La casa de mi papá está 550 kilómetros más abajo por la misma calle, en Broken Hill. Él describe el arcoíris horizontal que algunas veces abraza el horizonte del Outback al atardecer, que según Badger Bates, un amigo y artista aborigen, es la serpiente de arcoíris –Rainbow Serpent– que creó la Tierra y ahora la acuna.
Nuestras sombras larguiruchas me recuerdan a Timara, los espíritus fantásticos aborígenes que eran los héroes de mi libro favorito cuando era niño, y me pregunto si toda creencia religiosa está basada en alguna cosa material, y si la sombra es material en absoluto o simplemente una ausencia.
Vedad dice que el aire seco y la luz difusa le recuerdan a Shiraz, donde nació. Estamos los dos perdidos en remembranzas cuando llega Vera preguntando direcciones entre respiros profundos, son sus pulmones asmáticos jadeando bajo la camiseta rosada y el peso de unos senos enormes. La invitamos a sentarse y descansar, y Vera acepta. Nos presentamos y ella pide un capuchino. Vera tiene 71 años y vive en Liverpool, al sur de Sídney, pero creció en una sheep station (propiedad muy grande, por lo general de miles de kilómetros cuadrados, característica de Australia y Nueva Zelanda, dedicada a la crianza y manutención de ovejas para la producción de lana y carne) cerca de Parkes, en el campo de Nueva Gales del Sur, y todavía tiene la forma de ser franca y abierta de una muchacha de campo que se ha mudado a la ciudad.
"¿Irán?", dice ella mirando a Vedad y asintiendo como si respondiera su propia pregunta. "Pues, mire, no quiero ofender, pero no funciona. El multiculturalismo. Yo vivo en medio de él, y no funciona. Demasiada gente, demasiado rápido. Nadie entiende a nadie. No funciona".
La noche anterior habíamos cenado comida china en un club de bolos, donde compartimos el restaurante con un encuentro de familias de Zimbabue, Tanzania y Sudáfrica. El condado de Cobar tiene más o menos el tamaño de Tasmania, o de Chocó, y es el hogar de cinco mil personas, la mayoría de las cuales trabajan en –o alrededor de– las minas de cobre, zinc, plomo y plata que, junto con un poco de pastoreo, proveen el sustento del pueblo. Le contamos a Vera que estábamos sorprendidos y deleitados con el multiculturalismo de Cobar, y le preguntamos si no era algo bueno estar viviendo en una encrucijada continental.
"No –respondió Vera sacudiendo la cabeza–, no es algo bueno", y explicó: son los árabes los que más la preocupan. Su abuelo era irlandés, y si había tensión en Irlanda porque no todos iban a la misma iglesia, razonaba ella, con razón las cosas empezaron a ir mal en Liverpool, donde no todos comparten el mismo dios.
Demasiada gente, demasiado rápido, y no hay iglesia común, no hay un lugar donde la gente comulgue semanalmente, no hay un techo lo suficientemente amplio para cubrir una multitud tan grande, tan diversa. Así fue como entendí la queja de Vera. Una rueda con más de un buje no va a ninguna parte.
Tiene poco que ver con Dios. Vera está contenta de creer con tal de que no involucre adorarlo innecesariamente. "Yo creo en Dios, solo que no veo la necesidad de decírselo cada semana". Además, dice sentirse cómoda en su propio patio. Al haber crecido en una sheep station, la noción de patio de Vera es bastante grande. "Ellos deben hablar nuestro idioma, y deben adaptarse a nuestra forma de vida. ¿No fue por eso que vinieron en primer lugar, porque Australia es mejor y más segura que cualquier otro sitio del que hayan venido?".
En 2010 el arzobispo de Sídney, el Dr. Peter Jenson, dedicó su sermón de Semana Santa a la "epidemia de la soledad" en la ciudad. Al menos una de cada cuatro personas en Sídney no tiene a alguien cercano en quién confiar, dijo, y le aconsejó a la gente recurrir a Jesús para restaurar sus relaciones y remediar un problema que es tanto social como espiritual.
Para Jenson la soledad es un síntoma del laicismo. Otros apuntan al materialismo, al individualismo liberal o a la religión para entender un mismo fenómeno. Pero para aquellos de nosotros que nos alineamos con Richard Dawkins en su agarrón constante con Dios, tanto el malestar de Vera con el multiculturalismo como el mensaje de Semana Santa de Jenson señalan una paradoja que necesita consideración: ¿Cuál es la iglesia laica? ¿Es posible para la sociedad deshacerse de la función de alabanza de una iglesia y mantener su sentido de comunión?
(Comunión (sustantivo): Afinidad, camaradería, hermandad, amistad, sentido de compañerismo, unidad, cercanía, armonía, entendimiento, conexión, comunicación, empatía, acuerdo, unidad).
Las ciudades nos permiten vivir cerca de los "otros" religiosos, culturales y lingüísticos. Sin embargo, ya que todos –a excepción de un puñado de la población de Sídney– somos, por definición, desconocidos de una variedad u otra, no tenemos la expectativa de comulgar con aquellos que no conocemos. Celebramos la diversidad mientras nos auto- homogenizamos. Sabemos tanto sobre los vietnamitas de Cabramatta –un barrio de Sídney poblado en su mayoría por personas de ascendencia vietnamita– como sobre los vietnamitas de Vietnam, y casi todo nos es transmitido a través de la prensa. Individuos que viven, piensan, huelen y cantan son remplazados por representaciones simbólicas de las personas, estereotipos que pueden ser engañosos, corrosivos y peligrosos. "Demasiada gente, demasiado rápido. Y nadie entiende a nadie"…
Las ciudades todavía son el centro neurálgico de la innovación y el cambio, pero su potencial disminuye si la diferencia se mantiene dividida en compartimientos, como clavos de distintos tamaños en una caja de herramientas. Después de todo, el crecimiento, la construcción y el cambio surgen del encuentro con lo desconocido.
No compartí esas ideas con Vera. No tuve tiempo. Ella había encontrado una mesa de escuchas atentos y dejó alegremente que su capuchino se enfriara. Como muchos australianos de su generación, comparaba los inmigrantes de décadas recientes con los del sur de la Europa de su juventud, los italianos y los griegos, a quienes Vera describía como "más como nosotros". Podríamos decir, más bien, que nosotros somos más como ellos, pues casi todo lo que reconocemos como cultura anglo-australiana tiene sus raíces históricas en Roma y Atenas. En las clases de historia antigua en mi colegio, en los noventa, no mencionaron a Asia o América; solamente le dimos un vistazo al continente africano en su esquina egipcia, y Australia antes de la Primera Flota se limitaba a Estudios Aborígenes, otra materia. Nuestra historia antigua era europea.
Pero incluso si un muchacho pálido de un pueblito australiano concediera que los inmigrantes del periodo de la posguerra eran "más como nosotros", eso sería eludir cualquier consideración sobre cómo hemos cambiado nosotros en ese tiempo. Hace poco visité un barrio en las afueras de Adelaida. Hasta hace una década la casa de mis amigos estuvo rodeada por familias italianas que vivían en lotes de medio acre. Sus casas estaban ubicadas en una esquina, con el resto de la tierra dedicada a una huerta. Los hijos de esa primera generación de inmigrantes italianos han subdividido para construir casas donde antes estaban las huertas, y han vendido las propiedades con una buena ganancia. Las familias son más ricas, pero ya no tienen dónde cultivar tomates o higos. Las cosas cambian. Así como nosotros. Los teléfonos celulares, el Internet, los iPods, los carros asequibles, los centros comerciales, los supermercados y la expansión urbana nos han cambiado. La televisión era el gran mal social cuando yo era niño, porque reemplazó las conversaciones familiares a la hora de la cena por Beverly Hills 90210. Ahora la mayoría de cuartos tienen una televisión, ver programas juntos es considerado una actividad familiar, y los sociólogos están más preocupados con lo que Google le está haciendo a nuestros cerebros. El "nosotros" en la ecuación ha cambiado.
Los australianos que recibimos nuevos inmigrantes en Sídney hoy –con los brazos abiertos o con rencor– no somos las mismas personas que recibieron a los inmigrantes durante la posguerra. Si el arzobispo Jenson está en lo correcto, los inmigrantes llegan a una ciudad donde una de cada cuatro personas se siente sola, donde las conversaciones espontáneas en los buses son una aberración, y donde sus vecinos los conocerán por su carro y no por su nombre. Comparar la Sídney contemporánea con la de los años cincuenta es como ir en Medellín de El Poblado a La Sierra: no sales de Medellín, pero no es la misma ciudad.
Por supuesto, tuvimos que salir de Sídney para conocer a Vera. En los espacios vastos y abiertos de Cobar las personas cuentan con los otros para algo más que para el cordial anonimato entre vecinos; nos buscamos los unos a los otros por la compañía.
"Si yo fuera un inmigrante –digo, creo que Cobar sería un buen lugar donde aterrizar".