Esta rosa fue testigo
Dora Luz Echeverría. Ilustración: Hernán Franco Higuita
Varios errores me llevaron a ese punto: el primero fue haber salido de la casa de afán, sin siquiera mirar si tenía algo de efectivo. Pero iba a llegar tarde a la cita médica en el Centro, y sabía que con el taco de mediodía cualquier minuto contaba. Por eso, para pagar el parqueadero en la tarde, después de esculcar todos los bolsillos, tuve que pedirle al señor que me seguía en la fila dos mil pesos para ajustar la cuenta.
El segundo error fue haberme quedado en el Centro un rato más: Junín hasta el Parque Bolívar, la retreta, la fuente luminosa, toda la infancia despreocupada, me hicieron olvidar el tiempo y entonces subí al otro parque, el de Boston, hasta que la luz rosada del atardecer me devolvió a la realidad. Pensé entonces en las palabras del médico: "hay que operar… De pronto le queda media cara paralizada… Hay que operar…", y me dije que bien valía la pena todo solo por ver esa luz. "El sol de los venados", así llamaba mi abuela a los atardeceres. ¿Cuántos atardeceres tendría todavía? Recuerdo haber movido la cabeza fuertemente cuando lo pensé: hay cosas que es mejor ignorar o, por lo menos, creer que se ignoran.
Después hubo otros dos errores: ofuscada por lo tarde que se me había hecho, y por la pena de haberle pedido plata a un completo extraño, salí del parqueadero y estuve a punto de atropellar a una señora que entraba y que me insultó gritándome: "culicagada marica, aprendé a manejar". Gracias por lo de culicagada, pensé, a los cuarenta y pico eso es todo un piropo… Entonces, en vez de voltear hacia la avenida, donde me hubiera sentido más segura, seguí derecho. A otra hora pasar por Niquitao ya era peligroso para una mujer sola, pero entrada la noche era realmente un riesgo. Tal vez, con suerte, los semáforos estén en verde, pensé con el deseo, ese fue el otro error. Ola roja. Mi Volkswagen blanco reflejaba la luz roja una y otra vez.
Muchas veces los había visto: salían de ninguna parte como si fueran la noche misma en busca de la víctima más fácil, casi siempre una mujer despistada como yo, y la gente solo miraba el atraco de turno. Pedían poco, sí, pero en medio de la traba eran capaces de cualquier cosa. "La noche es joven y hay que darle un trago…". Roberto Fernández me había enseñado esa canción hacía ya muchos años, en un paseo lunático a San Agustín: "…de rojo vino como roja sangre…". Me metí en la canción para ahuyentar el miedo, conversando con Roberto como si todavía siguiera vivo, como si estuviera ahí, al lado, diciendo barbaridades; nos gustaba tanto, especialmente el final: "toma una flor y arranca las espinas… Y a perfumar la vida la condenas".
¿Te acordás, Roberto?
Apareció en el último semáforo. Sin darme tiempo de cerrar la ventanilla abierta –el error final–, el hombre, inimaginablemente sucio y maloliente, me dijo alterado, poniendo en mi cuello la punta de un cuchillo: "deme dos mil pesos por esta rosa o la mato".
Aterrorizada, sabiendo la muerte como mi única opción, lo miré fijamente a los ojos mientras le decía: "me vas a tener que matar, porque no tengo un peso". El hombre se quedó mirándome durante un rato que se hizo eterno, viéndose en mis ojos, y de golpe comenzó a llorar. "Hijueputa", dijo, "hijueputa, hijueputa", repitió, "¿usted sabe hace cuánto tiempo no me mira nadie a los ojos?", y repitiendo la última frase, "¿usted sabe hace cuánto tiempo?", bajó el cuchillo en el instante en que el semáforo cambió a verde.
Un olor a cementerio invadió el Volkswagen: era la rosa. El hombre la tiró dentro cuando arrancaba, diciéndome: "llévese la rosa, llévesela". No supe cómo llegué a mi casa. Lo único que recuerdo es el pelo crespo de mi hijita menor contra mi mejilla, y su dulce voz que me decía, como entre sueños, "estás temblando, mami". "No es nada, muñeca", le dije, "mira, te traje una rosa".