Número 81, noviembre 2016

Un sueño para Meli
Luckas Perro. Ilustración: Manuel Celis Vivas

 

La selva hervía en mi rostro. Mi piel hinchada por las marcas de cientos de insectos era un invisible escudo que no permitía a mi cuerpo tocar realmente las sábanas. Daba vueltas al ritmo de la sinfonía de zumbidos que buscaban un pedazo de piel virgen. Ese pequeño ejército me había devorado. Tú dormías. Me gusta mucho verte dormida, hasta en esa pequeña ausencia me reconfortas con la misma suavidad que en la vigilia. Afuera, el sonido de la quebrada mantenía despierta a la oscuridad y a su clan de minúsculos seres que tejían la vida a la luz de las estrellas. Cuando me disponía a velar tu sueño, caí por fin del otro lado.

Había una gran fiesta. Era la casa de Pilar, un caserón viejo de techo y paredes de barro a una cuadra del parque de Belén, justo a dos casas del bar de la familia de Julián, tu amigo; pero era, a su vez, una casa mora al sur de España, con tres grandes patios interiores y algo muy particular: subía tres metros cada vez que uno atravesaba una de sus galerías gracias a unas escalas de madera que sobresalían del piso de tierra. En la parte de atrás se escuchaba flamenco y un barullo de gente entre el tronar de platos y cubiertos que llegaban a una gran mesa cubierta por un mantel completamente blanco. Todo estaba a media luz, en la otra galería bailaba Pilar junto a otras mujeres.

Aguardando el momento de dar el primer bocado a la exquisita cena, estábamos sentados César, mi gran amigo; Lina, en aquella época su compañera; el padre de ella —don Guillermo—, y yo. Me sentía felizmente borracho, hablábamos emocionados de viajes y películas. A don Guillermo en particular le había gustado un trabajo que desarrollé en la periferia, no solo porque actuara Lina, sino por el contenido sarcástico y político de aquel cortometraje, me ensalzaba sin ser en exceso meloso, y yo no paraba de reír y tomar vino. De un momento a otro los platos comenzaron a levantarse de la mesa y luego volaron en varias direcciones. Lina, don Guillermo y César se montaron en ellos y empezaron a surfear sobre el aire por toda la casa. Un plato pasó por mi lado, y pude ver en su fondo la imagen de una virgen gitana. Yo empecé a flotar como otro de esos platos, y luego, los demás invitados; la música flamenca no paraba de sonar.

A pesar de tanta felicidad me levanté asustado, pensando en César y en Lina. Corrí hacía mi morral y les marqué desde mi celular. No me contestaron. Entredormida me preguntaste qué había pasado. Rápidamente te conté y tú respondiste que estuviera tranquilo, que más tarde los llamaríamos. Caí en un profundo sueño pegado al calor de tu espalda. Al mediodía, mientras leíamos cuentos libaneses en el corredor de la finca en San Rafael, César devolvió mi llamada para contarme que don Guillermo había fallecido. Recordé al instante la mística con que los habitantes de San Basilio de Palenque me advertían sobre los sueños en los que viera comida: “Bajo ninguna circunstancia recibas alimentos en los sueños, es la trampa con la que los muertos nos jalan”. Qué habrá pasado en esta ocasión, en ningún momento probamos bocado, lo único que hicimos fue bailar sobre los platos. UC

 
Ilustración: Manuel Celis Vivas
 
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