Debajo de esta calle, sepultado por una gruesa placa de concreto, hay un puente muy antiguo. “¿Acá? Yo no sabía esa historia”. Diseñado por el maestro artesano Bernabé Ortíz, su construcción, a manos de otros avezados artesanos, tardó cuatro años (1866-1870), estructura de arco de medio punto, ladrillos macizos con argamasa de arena y cal, fue el último de muchos puentes que hubo en este cruce. Los anteriores, hechos de madera, no resistieron las crecidas de la torrencial quebrada, a la que los indios, nativos del valle, llamaron la quebrada de Aná.
A principios del siglo XIX, Nuestra Señora de la Villa de la Candelaria de Medellín era una pequeña colmena con pocas calles, abundantes árboles frutales, pájaros y extensos cañaverales donde reinaba, libre, la fauna. “¿Sí? Vea”. Y este lugar, que la incrédula mujer de espacio público supervisa desde hace un mes, no se llamaba Junín. El Resbalón, como data en viejos mapas, era un camino destapado de tierra colorada.
Y por la avenida corría cristalina la quebrada, en sus piedras las lavanderas estregaban los trapos de sus amos, barequeros revolvían las aguas buscabando granitos de oro y los bañistas, en días soleados, se extendían a broncearse sobre la arena menuda por la que la gente empezó a decirle La Playa.
Cada día, durante ocho horas, ella da vueltas por este sitio, la gorra y el chaleco gris la distinguen como figura de autoridad, que no a muchos simpatiza, tragando humo y escuchando la misma cantaleta: “Sim card de tiiigocooomcelviiirginmovistaaar a la ooorden”. “Crédito crédito crédito a pensionados sin cuota inicial”, “para la cédula para la libreta para el pase, le vale mil…, para proteger la cédula a mil, lleve el libro de Vicky Dávila, El secreto”.
Más que seguir un protocolo de vigilancia, se desplaza como buscando sombra. “Tenemos que evitar que se metan las ciclas y las carretas porque esta es una vía que visitan mucho los extranjeros…”, le cuenta a una mujer de unos 28 años que carga una bebé y que, como ella, también quiere protegerse del sol al pie de la colosal estructura que unos paisas se inventaron como símbolo de “pujanza y progreso”.
***
En noviembre de 2015, al costado occidental de la carrera 49, entre las calles 51 y 52, y a 66 centímetros de profundidad, el grupo del Programa de Arqueología Preventiva, Proyecto Centro Parrilla EPM, halló, en este punto, el aproche del puente. “Aproche viene del francés approcher que significa aproximarse —explica el ingeniero y arqueólogo PhD, Pablo Aristizábal, director del grupo. Pablo es un tipo alto de pelo largo, ojos verdes, investigador incansable, flautista en las noches—. Es lo que conecta el puente con la calle, los amarres con la vía. Impresionante la mampostería, eran muy pulidos en esa época”.
Había pocos caminos. Forasteros, comerciantes, mineros, terratenientes, lavanderas, barequeros, artesanos, putas, indígenas o esclavos debían cruzar por aquí para ir o venir a la capital, Santa Fe de Antioquia, o al interior del país. La plaza, el Parque Berrío, era paso obligado para todos, especialmente para las cuadrillas de esclavos que subían hasta lo alto de las montañas desde donde nacía la Aná, a explotar los yacimientos de oro. Cuando Medellín fue designada como capital, muy pronto empezó a exportar el mineral, a ser centro de negocios y sede de los bancos.
El paisaje del valle, cuya abundancia impactó a los colonizadores, sufrió una transfiguración que comenzó alrededor de este cruce. Sus más humildes pobladores, que vivían en casas de tapia con techos de paja, empezarían a desplazarse a otros sitios, pues allí, en ese escenario, se instalaría la élite; arquitectos extranjeros diseñarían sus casonas, surgirían los primeros barrios: Quebrada Arriba, Quebrada Abajo, que serían, ante todo, la primera estratificación social.
***
En la esquina suroccidental la pila de mandarinas vale dos mil pesos. Una canción de plancha sale desde una radio puesta sobre una mesa de icopor en la que se exhiben dividís piratas. La gente de a pie aguarda, cargada de paquetes, bolsos, paraguas, a que cambie el semáforo donde la avenida se vuelve sinuosa y toma otro nombre: Primero de Mayo. Hace un calor sofocante de mediodía. Los espejos que cubren el edificio de Ragged reflejan, fragmentadas, las nubes y las copas de los árboles.
Los primeros árboles sembrados en las márgenes de la quebrada, a mediados del siglo XIX, venían de bosques del Cauca y del suroeste antioqueño. Los nuevos habitantes, dueños de esas casas con porches, antejardines y ostentosas fachadas, empezaron a arborizar y a canalizar la quebrada con vallados de piedra. Ceibas, búcaros, gualandayes, palmas, carboneros le dieron ese aire de paseo urbano.
Tomás Carrasquilla, orador de las tertulias que se armaban en el Café La Bastilla, una casa de tapia donde empezó a venderse por primera vez el tinto en pocillo, y que en la tardes se convertía en tertuliadero (quedaba en la esquina suroriental y daría el nombre a la callejuela treinta metros más arriba), dijo que estas eran las márgenes fashionables por las que paseaban a pie o en carroza “las gentes elegantes del cogollo” para exhibir su alta alcurnia.
El semáforo cambia a rojo. El vendedor de películas se levanta de la silla, estaba conversando con su vecino, un señor que ofrece tres pares de medias por cinco mil pesos, y le baja el volumen a la música. Le pregunta a la mujer cuál película le interesa mientras le hace mimos a la beba, los ojos saltan de un título infantil a uno porno. El semáforo cambia, los peatones se lanzan a la calle como en una competencia.
***
Luis Fernando González, un hombre alto, ojos escrutadores oscuros, profesor de la Universidad Nacional, urbanista y arquitecto, explica que esa necesidad de expandir la ciudad hizo que Junín (El Resbalón) se prolongara para la futura construcción de la plaza (Bolívar). “Se ha dicho que la de Junín es la historia de Tyrell Moore (ciudadano londinense, promotor de la industrialización minera), quien donó las tierras para construir Villanueva y la plaza de Bolívar, donde posteriormente se haría la catedral, pero se ignora la historia de los invisibles. Normalmente se dice que a los alrededores de la plaza vivía la élite. Eso no aparece en la historia oficial por no ser un modelo urbanístico, pero la verdad es que ya había gente habitando en esos lugares. Eran casas de obreros y artesanos, casas simples, de una puerta y si acaso una ventana. Tapieros, arrieros, enjalmadores, tabalarteros, sastres, colchoneros, cerrajeros… Lo que hace Tyrell Moore es ordenamiento de acuerdo a la concepción de la élite. Y esos antiguos habitantes comienzan a desplazarse hacia las laderas. Surge otra estética, otra relación con el espacio”.
Estética que se hace posible gracias al capricho de esa élite. Hijo de padres millonarios, Gonzalo Mejía nació para ser el “fabricante de sueños”. “Un rico loco”, comenta Fernando, un precursor de proyectos adelantados para una sociedad que tomaba sus decisiones camándula en mano, a quienes les aterraba pensar en esos diabólicos aparatos volando sobre sus cabezas, que eran la pasión de Mejía. Trajo, desde Francia, el segundo automóvil que rodó por la ciudad, diseñó un deslizador subacuático para transportar pasajeros por el río Magdalena, fundó una de las primeras aerolíneas comerciales del mundo, planteó la necesidad de construir la carretera al mar y la autopista Medellín - Bogotá.
¿Soñó hacer de su ciudad natal una meca del cine, tenía treinta años cuando fundó la Compañía Cinematográfica de Antioquia, que introdujo en el país las primeras películas producidas en Hollywood. Y en 1924 inauguró en la esquina nororiental del cruce, un edificio de arquitectura modernista al que le puso su nombre. Diseñado por el belga Agustín Goovaerts, al estilo del art nouveau, la corriente francesa del momento, albergaba, además de locales comerciales y salones de té, el Hotel Europa y el Teatro Junín, recinto que fue considerado uno de los cuatro teatros más grandes del mundo, tenía capacidad para más de cuatro mil personas.
Gonzalo Mejía no era un empresario, era un temerario vanguardista a quien los paisas verían en pantalla gigante debutando como el padre de quien en la vida real era su esposa en Bajo el cielo antioqueño, película muda considerada una las más taquilleras en la historia del cine colombiano. “Compró la casa de los Jaramillo, la tumbó y luego construyó ese edificio. Fue un referente cultural muy importante. Acá llegó el tren y Medellín estuvo más cerca del mundo, ahí es donde viene el cuento de que es muy importante el turismo, un reglón de la economía, por lo cual la ciudad debería tener un hotel distinguido, un teatro”, dice.
“Además —continúa Fernando—, Junín se extendió hacia el sur, pues para llegar al hotel, los huéspedes, distinguidos políticos, músicos, bailarines y actores, debían recorrer una vía pavimentada y moderna. La Santa Elena, el puente y Junín se volvieron camino de ritualidad, pues hacia el otro lado ya estaba el Parque Bolívar y se estaba terminando la catedral”. A lo largo de ese camino, que desde el puente comunicaba con la iglesia, fue surgiendo un bulevar, se alzaron construcciones que siguieron una estética modernista y ecléctica; salones de té, un club privado, almacenes de telas, restaurantes, cafés, panadería, heladerías, joyerías…
***
El vendedor de películas, viejo de carnes secas, abandona a su clienta indecisa. Los peatones llegan al otro lado, a esa calle peatonal, adoquinada, viva día y noche, y se internan por el pasaje atestado de locales comerciales y algunos restaurantes, que a esta hora se llenan de hambrientos oficinistas para quienes se inventó el almuerzo ejecutivo, y que ignoran que hace doscientos años esa calle, su calle cotidiana, era un pantanero donde había unas cuantas tiendas, cantinas y prostíbulos, donde se bailaba, según antiguos cronistas, una censurada lambada llamada El Resbalón.
***
“Junín era el centro comercial. Mi mamá me cuenta que a ella la llevaban a matiné al teatro, después la llevaban al Astor a tomar el algo y luego iban a misa a la Candelaria o a la Metropolitana”, cuenta Pablo Aristizábal. Pero con el tiempo, la callejuela se convirtió en el nicho de todos, escritores, periodistas, futbolistas, activistas políticos, artistas, bandoleros, poetas. En las vitrinas de sus almacenes se exhibieron los cuadros de los pintores del momento. Las mujeres desfilaban en tacones y vaporosos vestidos en búsqueda de nuevas telas, las colegialas inundaban la vía con sus griticos mientras comían helado con candor provocativo.
A mediados del siglo XX nació el verbo juniniar. El cronista Jairo Osorio, quien de niño recorrió esa calleja con su gallada de amiguitos del barrio, buscando a las afueras de Versalles y del Hotel Metropol a las estrellas del fútbol, escribió años después: “Solo en el transcurso de la vida me enteré que Junín era así, truculento, y que detrás de la festiva arteria antioqueña se escondía algo más que el deseo de pasar inocentemente las horas del hastío, el sopor del ocio”. Y empezó a verse “una muchachada”, dice Osorio refiriéndose a los nadaístas, “estos jóvenes aparecieron en la ciudad cual si fueran expulsados por un enorme vientre putrefacto que no los soportaba más en sus intestinos”.
Parecía que Medellín tenía un gusto refinado, que iba legando un patrimonio, pero algo ocurrió en el guión de esa historia. Pablo cuenta que en esa época “las casas al borde de la Santa Elena tenían excusados y de ahí salía todo directamente a la quebrada. Un médico muy importante, Manuel Uribe Ángel, Manuelito, que era como el palabrero para los wayú, dijo que lo mejor era tapar la quebrada. Y la taparon con unos cárcamos en concreto”.