Número 81, noviembre 2016

¿Escucharon?
Es el sonido de su mundo derrumbándose.
Es el del nuestro resurgiendo.
El día que fue el día, era noche.
Y noche será el día que será el día.

EZLN, 2012
 

Cauca Zapatista
Felipe Chica Jiménez. Fotografías por el autor

Javier Calambás Tunubalá mira el fuego como si tuviera propiedades conmemorativas. El hombre que a los veinticinco se cansó de pagar impuesto a los terratenientes de Guambía, organizó un sindicato indígena con el fin de abolir ese pago y lo logró, está sentado frente a un sartén con aceite caliente rumiando recuerdos. Hoy luce tan entusiasta como ese 13 de junio de 1964 cuando convocó a más de diez mil indígenas guambianos a la finca San Fernando. La voz, unas veces grito y otras susurro, anunciaba la firma de las escrituras de un terreno que años atrás les había robado la familia Garrillo. El medio para recuperarla fue simple. Crearon una cooperativa comunitaria y la llamaron Las Delicias. La estrategia. Obligar al Estado a través del Incora a comprar la tierra para convertirla en resguardo indígena. Javier estaba a la cabeza de toda esa operación que costó mucha caminata, mucha minga, mucha fiesta.

Motivado por el triunfo de la revolución cubana quiso recuperar las tierras ancestrales del valle del Chimán, en Silvia, Cauca. Y las recuperó. Por eso su nombre es reconocido en el norte del Cauca como uno de los grandes taitas del movimiento indígena.
—A los ricos que se burlaban de nosotros les mostramos que nosotros no hacíamos mentiras —dice Javier con un castellano propio.

Pero no todo fue alegría. Mientras acaricia el gato de su casa Javier cuenta que después de fundar del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), el 24 de febrero de 1971, vio morir asesinados a muchos líderes que lo apoyaron en esa labor. Cayeron en una oleada de violencia que comenzó esa década y no para hasta hoy.

Como pocos departamentos colombianos, el Cauca es un territorio determinado por la resistencia social y la lucha por la tierra. Todas las guerras civiles del país atravesaron sus valles y montañas, y a pesar de ellas, Colombia vio surgir una revolución sigilosa que ni la violencia pudo detener.

Javier vive en una casa de madera a los pies del páramo y a orillas del río Piendamó. Para recordar su vida prefiere la cocina. El hollín tiñe cada rincón pero el calor del lugar reconforta ante las violentas ráfagas de viento que bajan de las montañas y se filtran por entre los tablones. Conoce las leyes indígenas como pocos.

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La noticia de que un grupo de indígenas había recobrado tierras del valle del Chimán luego de siglos de despojo salió del Cauca, llegó a Putumayo, recorrió trochas por el Tolima, Huila, Quindío y subió hasta la Sierra Nevada de Santa Marta a más de mil kilómetros de distancia. Se esparció por el resto del país y finalmente llegó hasta el mundo comunista. Rusos y chinos enviaron a Silvia sus colaboradores para conocer de primera mano la experiencia de la cooperativa Las Delicias.

Las elites colombianas venían de repartirse el gobierno entre liberales y conservadores como coletazo de la guerra bipartidista y ni cortas ni perezosas hicieron lo suyo. Previendo lo que se venía a cuenta de las exigencias sociales de una reforma agraria, lanzaron una ofensiva legal que recibió el nombre de Pacto de Chicoral. Institucionalizaron la ganadería extensiva y sepultaron las posibilidades de que comunidades rurales accedieran a la tierra por las vías de derecho. Casi al mismo tiempo, en México, a comienzos de 1972, unas dos mil familias de los grupos indígenas de origen maya, tzeltales y choles eran desplazadas por un decreto del gobierno que creaba la “comunidad lacandona” con 614 mil hectáreas para sesenta familias indígenas manipuladas por el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Se iniciaba uno de los periodos más complicados para los indígenas de Chiapas.

En el Cauca la cosa no era diferente, el pacto privilegiaba a los terratenientes y los grandes empresarios colombianos vieron en el bloqueo norteamericano a las exportaciones de azúcar cubana una oportunidad para llenar de caña las tierras del Valle del Cauca. Justo por esos años los indígenas nasa comenzaban su lento camino hacia las tierras planas con una de las luchas más difíciles y significativas en la historia del CRIC. La López Adentro, una hacienda colonial en el municipio de Corinto.

Para recuperar las tierras de forma similar a como lo habían hecho en el valle del Chimán se fueron a las vías de hecho. La brutal arremetida de los terratenientes en complicidad con la fuerza pública quedó demostrada el 22 de enero de 1982 con el asesinato de cuatro indígenas entre quienes estaban Gloria Ulcué y Serafín Chocué, familiares de Álvaro Ulcué Chocué, un sacerdote y amado dirigente indígena que venía apoyando la recuperación de tierras en López Adentro.

Javier recuerda a Álvaro como un enamorado de su pueblo. Eran amigos. Al día siguiente de la masacre Álvaro denunció ante el Estado y la Iglesia lo que había pasado en López Adentro y asumió como propia la creación del resguardo. Hasta la mañana del 10 de noviembre de 1984 cuando sicarios en motocicleta lo mataron entrando al albergue de Santa Inés en Santander de Quilichao.
—Él sabía que lo iban a matar —dice Javier Calambás.

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El sur mexicano es un territorio rebosante de naturaleza. Pero basta teclear Chiapas para comprobar que sus referencias más populares en internet son los vestigios arqueológicos de la cultura maya y, por supuesto, el movimiento delsubcomandante Marcos.

Mientras recorre una parte del valle del Chimán, Javier dice haber recibido una carta de invitación para viajar, junto a Manuel Jesús Muelas, a esa región de México. También recuerda que antes de que se decidiera su viaje, habían llegado al Cauca algunos indígenas mexicanos con la intención de conocer el rescate de las tierras indígenas en Colombia.

Su memoria rehúsa la precisión pero a juzgar por su relato, los costos de un viaje en la época y la pertinencia de su visita, en tanto era uno de los líderes más importantes del momento en el Cauca, es posible que este se haya realizado antes de la fundación del Movimiento Zapatista de Liberación Nacional el 17 de noviembre de 1983 en lo profundo de la selva lacandona.

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Cuando se llegó el día del viaje Calambás madrugó como nunca. Tenía todo listo desde la noche anterior. Se levantó a oscuras, se bañó con agua helada, se puso un par de interiores, falda azul, abrigo, ruana, botas Kondor y el sobrero duendesco. Mojó la garganta con agua de panela. En la cocina Nazaria, su esposa, le empacó una vianda con arroz, papa y huevo cocido para comer en el camino. Agarró su fiambre a la ligera y a duras penas le rozó los labios para despedirse.

A las cuatro y treinta de la mañana se encontró con Muelas, salieron caminando hacia la carretera y se escurrieron hasta el parque de Silvia. En la espera del transporte hacia Popayán, Javier pensaba en que todo saliera bien. Era la primera vez que viajaría fuera del país para conocer otros dirigentes. La emoción lo tenía nervioso, el bus se acercó, echó un vistazo a la plaza de mercado donde se preparaban familias indígenas para vender cosechas de tubérculos, granos de quinua, maíz, habas y ollucos. Miraba a su compañero sujetarse un chumbe en la cintura.

Javier se sentó al lado de la ventana para ver el amanecer. Llegaron a eso de las siete. El vehículo salió de Popayán a las 8:20 a.m. Media hora más tarde abordaron un bus rumbo a Bogotá. Miró el reloj y de nuevo pensó que nada fallaría. En el camino una pareja le lanzaba miradas de reojo y se reían de su falda azul.

La compra del tiquete de avión desde la capital colombiana hasta Ciudad de México estaba a cargo de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (Anuc). En el D.F. los esperaba una comisión de indígenas.

Mientras el bus avanzaba hacia Bogotá con Calambás y Muelas a bordo, en algún lugar de la selva lacandona se estaban realizando los preparativos para celebrar el campamento. Un hombre de su importancia no iría de turista. Tejería puentes de solidaridad con el movimiento zapatista.

Cuando por fin llegaron a Bogotá, Javier sacó de una libreta la dirección de la Anuc y un taxi los llevó por pocos pesos. En plena noche tocó la puerta de la sede. A esa hora Nazaria ya estaba dormida y había dejado todo en orden, los granos de quinua regados al interior del invernadero y la leña apilada en una esquina del fogón para hacer de comer al día siguiente.
—Cuando llegamos al sindicato… ja, ja, ja… —Javier se ríe y ocho dientes de oro le brillan—, el tesorero estaba en plena pelea a golpes contra otros sindicalistas y se olvidaron de nuestro viaje.

Luego de una larga discusión la gente de la Anuc se marchó. Los dos misak se miraron el uno
al otro. El responsable de entregar los tiquetes rumbo al D.F. se perdió en un caos de puñetazos e improperios. Esa noche Calambás y Muelas se quedaron a dormir en la sede del movimiento. Al día siguiente llegaron los sindicalistas para decir que el vuelo se había perdido. Javier salió a las calles bogotanas donde es común escuchar el ruido de los aviones y pensó que alguno iba con destino a México sin él y su compañero. Todo por una pelea ajena. Agarraron sus maletas con los portas vacíos y emprendieron camino al Cauca con el mismo entusiasmo con el que habían llegado a la capital.

Felipe Chica Jiménez
Fotos de archivo tomadas en febrero de 1971 en la fundación del CRIC

Felipe Chica Jiménez

Felipe Chica Jiménez

 

Felipe Chica Jiménez

Felipe Chica Jiménez

Felipe Chica Jiménez

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De regreso en el Cauca Javier fue invitado a reunirse con un grupo de hombres y mujeres dispuestos a llevar las vías de hecho a otro nivel. Fue hasta el 5 de enero de 1985 que unos ochenta indígenas armados se atrincheraron en las esquinas céntricas de Santander de Quilichao. El plan era sencillo, romper el silencio del pueblo con ráfagas de fusil, sitiar el lugar por unos minutos y hacerle saber al gobierno nacional que la guerrilla indígena del Quintín Lame había nacido para librar su propia guerra.

Aunque el asalto estuvo acompañado por hombres de las Farc, tenía el sello nasa y era una especie de respuesta al asesinato del Álvaro Ulcué Chocué. Según el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, el homicidio contó con el apoyo de dos agentes del F2 de la Policía Nacional y fue financiado por terratenientes y políticos de la región.
—El Estado no solo nos había abandonado, estaba en nuestra contra —recuerda Luis Acosta, coordinador nacional de la guardia indígena, durante una entrevista en Corinto.

Al tiempo que el conflicto armado se anclaba en las montañas el Cauca con la paulatina conformación del sexto frente de las Farc, los indígenas consolidaban una larga lucha cuya filosofía se sintetizaba en el lema de “caminar la palabra”. Entonces, y a miles de kilómetros de distancia, los zapatistas iniciaban su vida política con un lema un similar, “mandar obedeciendo”.

Es lógico pensar que la llegada clandestina de zapatistas a las tierras del Cauca en pleno auge del levantamiento armado del Quintín Lame tuvo un componente aleccionador. En últimas, según el Centro Nacional de Memoria Histórica, se trató del primer grupo armado de origen étnico en Latinoamérica. Sin embargo, muy pronto llegaría la “contaminación” del movimiento con dinámicas de actores armados más grandes como las Farc y el M-19. Estos últimos respetaron el sesgo indigenista del Quintín, pero muchos mayores como Javier veían en la vía armada un riesgo que no podían correr.

Mientras Carlos Pizarro, máximo comandante del M-19, enrollaba su pistola nueve milímetros en la bandera de Colombia el 9 de marzo de 1990, luego de firmar un acuerdo de paz con el gobierno de Virgilio Barco, Javier observaba y se convencía de la necesidad de la dejación de armas por parte del Quintín. Ese día Pizarro ordenó romper filas. Un año después el Quintín con sus propias razones hizo lo mismo y dejó las armas para que sus 130 miembros se disolvieran entre su propia gente en la reinserción de excombatientes más exitosa de la historia, según el mismo Centro de Memoria Histórica.

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El 1 de enero de 1994, día en el que entraba en vigencia el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y México, indígenas mexicanos caminaron rumbo a siete cabeceras municipales del estado de Chiapas y luego de una toma armada proclamaron públicamente el nacimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Buscaban enviar un mensaje similar al que envió el Quintín en su momento, el EZLN había llegado para proteger territorios autónomos del neoliberalismo y la violencia ejercida por el gobierno de Salinas de Gortari, dirigente del PRI, que había instado la formación de grupos paramilitares en sus territorios para evitar su expansión.

El Quintín, llamado así en memoria del líder Manuel Quintín Lame, y el EZLN, en honor a Emiliano Zapata, buscaron a destiempo un mismo cometido. Disputarle a ambos Estados el monopolio de una violencia de por sí ilegítima y suplantarla por una autodefensa étnica a través de las armas.

Javier no conoció a Manuel Quintín pero su padre Julio Calambás sí. El viejo era un papero de Jambaló condenado al impuesto de terraje que indujo a su hijo en la disputa por los resguardos autónomos. Julio Calambás, como la mayoría de líderes de su generación, trató con José Gonzalo Sánchez quien luego de su viaje a Rusia volvió a Colombia para conformar las Ligas Campesinas y los pequeños sindicatos que intentaban consolidar una clase agraria y se estrellaron con la violencia.

Con la ternura que lo caracteriza Javier habla de los indígenas mexicanos como si tratara a sus hermanos de sangre. Nunca los conoció a fondo, nunca viajó a México, solo charló con una mujer indígena mexicana en las montañas del Cauca. Para algunos Javier no es una fuente del todo precisa. Prefiere hablar de “territorios ancestrales”, “liberación de la Madre Tierra” y “minga” antes que de lucha de clases y socialismo. Con un zapatismo eclipsado por la imagen del subcomandante Marcos, la consigna de “un mundo en donde quepan muchos mundos” quedó en la memoria del Cauca como si se tratara de palabras propias del mundo indígena. Sospecho que pronto la chonta de la guardia indígena no será más un símbolo exclusivo del Cauca.

Mi último día en casa de Javier Calambásla familia se encontraba reunida en la cocina como de costumbre.

—Noviembre es el mes de la ofrenda por los muertos —dice Javier mientras me entrega unas rosquillas fritas y un café—. Antes todo se hacía con minga, ahora estamos queriendo recuperar las fiestas —agrega con una voz temblorosa mientras yo pienso en la magnitud de la resistencia indígena y en las pocas referencias teóricas que desde el marxismo latinoamericano se encuentran sobre ella. Como si los protagonistas de la historia no fueran dignos de aparecer en sus libros.

Los pormenores sobre si el zapatismo surge en parte por inspiración del movimiento indígena del Cauca no valen tanto como su indirecta hermandad. Javier baja el gato y se sacude los pelos que dejó sobre sus piernas. En los ramales de su testimonio deja ver que pasó de todo, mañanas de siembra, tardes de debate y noches de calabozo.UC

 
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