Número 81, noviembre 2016

marihuana
CRÓNICA VERDE

El primer viaje de los marineros
Pedro Daniel Saldarriaga

Mapa de Thomas Bowrey
Mapa de Thomas Bowrey

El hombre ha sido un espécimen inclinado a la experimentación, un animal dispuesto a saciar su curiosidad sin importar las consecuencias. Mentes acostumbradas al mismo paisaje y a las mismas aguas necesitan explorar otras sensaciones, pulsos donde la realidad adquiere nuevas figuras. Necesitan alterar la conciencia, encontrar una pócima, la pócima, que cambie el tedio por la embriaguez.

En la década de 1670 un grupo de marineros y comerciantes ingleses bordeaban la costa de Bengala, al noreste del océano Índico. Cansados de emborracharse con las mismas aguas, los marineros vieron con especial curiosidad que los nativos gozaban y se divertían con una bebida llamada bhang, hecha a base de semillas secas de cannabis maceradas y mezcladas con agua fresca. No dudaron en probar la novedosa bebida, pero en privado. No querían hacer el ridículo a los ojos de sus clientes y anfitriones y temían por la seguridad en medio del viaje. Además, el puritanismo de la época les recomendaba evitar verse muy felices.

En su libro La búsqueda del olvido, Richard Davenport-Hines cuenta que diez marineros llegaron al bazar de un pueblo indio y compraron cada uno medio litro de bhang por seis peniques. Contrataron a un faquir para que los cuidara durante el viaje. Se bebieron el bhang y, mientras se limpiaban con la manga del saco las comisuras de los labios, el faquir fue hasta cada una de las ventanas del lugar, las cerró y les echó seguro. Era el guía y responsable del viaje iniciático.

Las palabras de Thomas Bowrey, el primer relator inglés que se bebió un porro, o al menos el primero en escribir un testimonio en inglés sobre el uso recreativo de la marihuana, concluyen que la mayoría disfrutó la aventura del bebedizo. Bowrey fue marino mercante con incursiones en la geografía y los idiomas. Escribió relatos de sus viajes en clave geográfica y publicó el primer diccionario del malayo al inglés. No era un marino peludo de botella en mano sino un explorador de copa y peluca enrolada. Su memoria o sus notas nos permiten ver la escena de esa turra de ingleses en tierras de Oriente: “Pronto comenzó a ejercer su efecto sobre la mayoría pero de un modo alegre, salvo sobre dos de nosotros, que supongo temieron que les hiciera daño ya que no estaban acostumbrados. Uno de ellos se sentó en el suelo y lloró amargamente toda la tarde, el otro, aterrorizado, metió la cabeza en una gran jarra y permaneció en esa posición cuatro horas o más; cuatro o cinco de nosotros se tendieron sobre los tapices (que cubrían el suelo del aposento) elogiándose unos a otros en los términos más corteses, figurándose cada uno que era nada menos que un emperador. Hubo uno que se puso pendenciero y peleó contra una de las columnas de madera del pórtico hasta que apenas quedó la piel en los nudillos de sus dedos. Yo y otro más nos quedamos sentados sudando desmesuradamente durante tres horas”.

Pero no solo los marineros sucumbieron a la tentación y los extravíos del bhang, el faquir también se echó sus traguitos y terminó haciendo un show absurdo en plena calle, “llamándonos a todos reyes y valientes, imaginando él mismo estar a las puertas del palacio de Agra, y cantando por tanto en lengua indostaní”. La curiosidad llevó a Bowrey hasta variantes más espesas y más secas que la droga, supo que podía fumarse o mascarse, pero conservó sus preferencias por el bebedizo: “Hace su efecto según los pensamientos de quienes la beban, de manera que si uno está feliz en este momento seguirá estándolo y reirá en exceso (...) de todas las cosas”. Sin embargo, si “la toma en estado de temor o melancolía, se verá sumido en una gran pena y su espíritu padecerá grandes angustias”.

 

Davenport-Hines dice que los experimentos de Bowrey con el bhang tuvieron más importancia de la que él podía imaginar. La droga, gracias a los clientes ingleses del bazar indio, se convirtió en un nuevo producto para el comercio internacional. Y aquella fiesta, el primer viaje de los marineros, marcó para Occidente uno de los comienzos del uso de sustancias medicinales con el fin de satisfacer el deseo de un olvido placentero: “Las distintas reacciones de los compañeros de Bowrey en su fiesta con bhang resultaron ejemplares. Su comportamiento fue, de formas diversas, jubiloso, indiferente, psicótico y violento. Tanto el marinero que se figuró un emperador, como su enajenado colega que metió la cabeza en la jarra, son prototipos del comportamiento occidental que ha durado más de tres siglos”.

En la India, donde se conocían los efectos alucinógenos del cannabis desde el siglo I antes de Cristo, surgieron tres preparados: el ganya, hecho con las flores de la planta hembra; el charas, que era la resina pura, similar al hachís de Oriente próximo, y el bhang, el más barato y menos potente de los tres, el chirrinchi sicodélico que bebieron Bowrey y los demás marinos, preparado con hojas, semillas y tallos macerados. Deliciosa pangola. Los indios intentaban curar la disentería, las jaquecas y las enfermedades venéreas con el cannabis pero cada vez más discípulos ociosos eran atraídos por sus encantos.

En 1678, por la misma época de Bowrey y sus compañeros de beba, dos mujeres al norte de Bengala descubrieron a un mendigo “macerando algunas de esas hojas embriagadoras, que tuvieron la ocurrencia de probar, acaso movidas por el color de la hoja, que era de un verde encantador, o por uno de esos caprichos fantásticos que a veces dominan a las mujeres”. Ambas recibieron un vaso de bhang con azúcar y canela que bebieron sin titubear. “Comenzaron a verse afectadas por esa ebriedad enajenada y cómica, que es el efecto infalible de esta poción; entonces les entró un ataque de risa, y un deseo de bailar, y de contar historias sin pies ni cabeza...”. La cita es del joyero y viajero francés Jean Chardin, quien vivió varios años en Persia bajo la protección del sha. En sus relatos de viaje, Chardin consideraba que el cannabis mezclado con tabaco y fumado no era tan nocivo como el bhang, que “solo bebe la escoria del pueblo”. Era el preferido de los mendigos, quienes tomaban el menjunje varias veces al día, pues “por virtud de la bebida caminaban con más brío y agilidad”.

En sus crónicas, Chardin cuenta que entre las tres y las cuatro de la tarde los cafés se llenaban de hombres que buscaban en este “licor estupefaciente” una salida a sus angustias y desgracias, y suelta su advertencia: “con el tiempo su empleo se vuelve mortífero, al igual que el del opio, sobre todo en países fríos donde sus malignas propiedades influyen tanto más sobre el espíritu; el uso constante deforma las complexiones y debilita increíblemente el cuerpo y la cabeza (…) los que se han habituado a esta bebida ya no consiguen vivir sin beberla, y tal es su apego a ella que morirían si llegara a faltarles”.

Para Davenport-hines el contraste entre el tono divertido del marino inglés y la desaprobación del joyero francés acerca del bhang, ha perdurado desde entonces. Cada cual cuenta el viaje según los vientos. UC

 
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