Número 81, noviembre 2016

Supuesto Discurso
Miguel Botero. Ilustración: Señor OK

Ilustración: Señor OK

 
Cuando mis amigos y yo teníamos más o menos diez años, una niña llamada Paulina se pasó a vivir a los límites del barrio, cerca de la canalización. Tenía dulces rasgos emberá, el pelo negro y liso y unos ojos saltarines, llenos de curiosidad. Una noche, al pasar frente a su bloque, la vi sentada en una posición algo extraña y me acerqué hasta verla dibujar un pájaro carpintero de pecho amarillo y cabeza roja con antifaz blanco. Luego, no recuerdo cómo, nos pusimos a hablar.

Paulina me contó que solía observar aves con su mamá en el parque Los Katíos. Me contó que las aves descienden de los dinosaurios y que Colombia es el país con mayor diversidad de ellas en el mundo, aunque muchas de sus especies están en peligro de extinción. Me explicó que los pajareros deben ser curiosos, observadores y, sobre todo, que deben saber esperar. Me habló de unos pájaros que cuelgan sus nidos profundos y alargados en lo alto de los árboles, de cómo algunos cortejan a la hembra por medio de danzas asombrosas y de cómo hay que buscarlos en un ecosistema determinado según sus hábitos o, en algunos casos, solo siguiendo su canto. Paulina hablaba con una seguridad increíble y poco a poco fue tocando temas que parecían mágicos. ¿De dónde procedía el mundo? ¿Cómo había nacido la vida? ¿De dónde veníamos nosotros? Sus palabras se movían entre el mito y la ciencia, pero hablaba más que nada de un gran misterio que lo abarcaba todo. Su pelo olía a flores secas y, por algún motivo inexplicable, el mundo quedó suspendido durante días en ese aroma nuevo. Desafortunadamente, no la volví a ver por un tiempo.

En esa época era común que las revistas y los programas de televisión hablaran sobre distintos enigmas que superan la lógica convencional. Por esa vía mis amigos y yo conocimos la vida en otros planetas, la vida después de la muerte, la vida antes de la vida, la combustión espontánea, las desapariciones en el Triángulo de las Bermudas y el origen alienígena de las esculturas de San Agustín. Más allá de su rareza, eran temas que indagaban la vida desde una visión diferente y, en su momento, creímos en verdad que algunos de ellos serían resueltos muy pronto.

Con el tiempo, la llamada actualidad mundial fue apareciendo con más claridad para nosotros. Eran ante todo problemas que no daban margen de espera pero que, de manera inaudita, hoy siguen vigentes: guerras por doquier, millones de seres con hambre en un mundo con comida suficiente para todos, la destrucción de los ecosistemas, la amenaza que representan las armas nucleares para cada ser vivo del planeta. Todo esto iba acompañado de imágenes impactantes que formaban parte de la vida diaria, imágenes que quedaron plasmadas en cada uno de nosotros, que conmovieron nuestras almas por el sufrimiento que emanaban y porque el destino del mundo, en su sentido más esencial, parecía en juego.

Una de las grandes desilusiones al crecer fue ver que los problemas de la llamada actualidad nacional, que experimentábamos en vivo y en directo, alcanzaron niveles tan demenciales que opacaron por completo todo lo demás. Y era obvio. ¿Qué sentido tenía preguntarse por el origen de la vida cuando no se respetaba su valor? ¿Qué sentido tenía preguntarse por algo cuando las preguntas eran silenciadas a plomo, incluso con bombas?

Para entonces se hablaba y se hablaba de la violencia como si aquella palabra explicara cada posible problema en el territorio nacional. De alguna manera, era como si la tal violencia fuera un enemigo externo, algo que hubiera caído de golpe, algo del todo ajeno a las personas, y no lo que realmente es: la forma más vacía y pobre que tenemos de relacionarnos con el mundo.

Por esos mismos días, surgió otra palabra que los adultos repetían como un mantra y que mis amigos y yo también empezamos a odiar: la palabra adolescente. No teníamos por qué saber que proviene del verbo en latín adolescere, que significa ir creciendo o madurar. En nuestros términos se relacionaba más bien con adolecer, que significa tener algún defecto o padecer algún mal y que, lejos del dictamen del diccionario, se usa también en el sentido de carencia. Sin embargo, y más allá de los significados oficiales, mis amigos y yo no estábamos tan equivocados. Además de emitir aquella palabra sin descanso, los adultos alegaban como expertos que ellos ya habían tenido nuestra edad y que sabían exactamente por lo que estábamos pasando. Cuando hablaban con nosotros, parecían dirigirse a un grupo de enfermos con altas probabilidades de cura. Enfermos que, por otra parte, solo estaban repitiendo una historia que ya había sucedido millones de veces y de manera idéntica.

Unos años más tarde, cuando tomó fuerza el relato dominante sobre aquella época, mis amigos y yo sentimos algo parecido: alguien trataba de contarnos nuestra propia historia como si formáramos parte de una repetición infinita. En Medellín, en Cali, en Huila, en Urabá, en todo Colombia, el relato uniforme sobre un contexto violento había impuesto sus condiciones a tal punto que abarcaba la historia de cada persona como si todos fuéramos un simple derivado de su destrucción. ¡Pero no! Se trataba de una generalización absurda, de una abstracción mentirosa, donde las voces particulares solo aparecían como entes que sufrían el mundo que les tocó vivir. De acuerdo con esa lógica, el contexto actuaba como coro y como voz principal. En definitiva, como lo único que había, como la famosa realidad.

Es obvio que la vida no siempre sucede por medio de palabras. Sin embargo, es por medio de ellas que se construye su relato, su sentido, su derrotero. Nuestra vida es ante todo múltiple, esquiva, inasible, misteriosa, y los mismos hechos, las mismas vivencias, adquieren significados distintos, que dependen de cosas tan sutiles como el tono y el énfasis que se les dé. Allí radica el poder de cualquier relato: en ordenar el mundo de cierta manera, en hacerlo parecer atractivo, verdadero, seductor, incluso cuando se trata de algo cruel. Por eso mismo, siempre habrá quien trate de imponer su versión de los hechos como si expusiera la única verdad. Desafortunadamente, un relato único y absoluto, cualquiera que sea, siempre nace de intereses egoístas. Un relato único y absoluto solo aísla, oculta, niega lo particular, se encarga de abolir matices y diferencias. No así las historias, que surgen de un modo mágico y natural, como si fueran hierba que vuelve a crecer al cabo de los años en un suelo resquebrajado.

Cuando tenía dieciocho años, volví a encontrarme con Paulina. Ella estudiaba Biología y seguía dibujando pájaros. En aquel entonces yo me sentía más bien perdido en el mundo y, para disimularlo, le dije que había empezado a escribir historias. No sé si me creyó. Solo respondió que su mamá decía que había muchas semejanzas entre la experiencia de escribir y la vida de un pajarero. Requería curiosidad, capacidad de asombro, de observación y, así mismo, la tranquilidad de saber esperar, de amar el proceso más que el fin. Le pregunté entonces por su mamá, y su expresión se tornó frágil. Se quedó un momento en silencio y dijo que había pasado algo muy malo, que algún día me lo contaría. Dijo que en la vida hay cosas que van sucediendo poco a poco: hechos, palabras, sensaciones que se van acumulando en silencio, que van tejiendo las pequeñas tramas que forman nuestro mundo, y que es en ese espacio de construcción en el que debemos vivir. Que hay otras cosas, en cambio, que suceden de golpe, que pueden irrumpir de un modo terrible y desgarrar para siempre los tejidos que se han construido con cariño y esmero. No me contó nada más al respecto. Solo añadió que más allá de las adversidades, hay que tratar de seguir adelante, que el mundo siempre merece otra oportunidad. Que lo malo, lo realmente triste, es no respetar la vida: la propia ni la de los demás. Pero que, de todos modos, seguir adelante no significa solo asistir a lo que otros tratan de imponer. Pues de ser así, la vida se reduce a ultimar detalles, a realizar enmiendas inútiles, cuando los verdaderos problemas aún están en juego.

Últimamente he pensado mucho en las palabras de Paulina y creo que tienen mucho que ver con el desengaño actual. Hay demasiadas vidas atadas a la guerra y al miedo. También a la pobreza o a trabajos desesperanzadores. Lo extraño es que, aun así, hay algo que lleva a creer que las preguntas y los cuestionamientos se volvieron menos importantes. Hay algo que lleva a creer que el desarrollo tecnológico puede sustituirlo todo. O que el asombro y la curiosidad son solo un juego de jóvenes que crecerán y se irán adormeciendo para advertirle a los que vienen que ellos ya pasaron por eso y que, hagan lo que hagan, todo seguirá igual. Como si convertirse en seres planos, resignados y obsoletos fuera el orden natural de la vida.

Y no debe ser así. Vivir es una búsqueda, no una respuesta, y una de las cosas más valiosas de la gente joven es que no se alimenta de certezas. Que vive en el mundo de los matices, de lo diverso, de lo múltiple, de lo asombroso, de lo incierto. Cuando uno es joven, obviamente no sabe muchas cosas ni tiene por qué saberlas. No obstante, y de forma paradójica, sabe otras que la mayoría de los adultos pretendieron olvidar. En ese sentido, correr riesgos, no tener miedo de perderse, desconfiar de los caminos seguros, mirar al mundo con ojos transparentes y sinceros, son opciones válidas y necesarias para ampliar la mirada, para enfrentarse a los problemas que realmente importan, para poder dialogar con todo el espectro entre lo banal y lo trascendente, que es, al fin de cuentas, el mismo barro del que estamos hechos.

La última vez que hablé con Paulina, ella estaba vendiendo sus dibujos en una feria. Yo, como era habitual, andaba a la deriva, sin saber qué hacer con mis días. Ella me saludó de pico en la mejilla y después de conversar un rato me preguntó por las historias que yo supuestamente escribía. Me sentí como un farsante, pero le dije que andaban por ahí, que algún día se las mostraría. Ella pareció creerme y se alegró. Dijo que lo más importante de una historia es que conmueva, que suene sincera, que parezca de verdad. Y esperaba que las mías fueran así.

Unos años más tarde empecé escribir. Primero de forma barroca y sublime, luego, con el paso de los días, sentí que las palabras no están hechas para embelesarse ni perderse en ellas, que son un vehículo del alma, no su esencia y, de este modo, fui encontrando un ritmo, un orden, una voz.

Escribir historias, como cualquier construcción, es algo que requiere trabajo, que a veces no parece ir hacia ninguna parte, pero que va tomando forma hasta adquirir una fuerza propia, inusitada, particular. De algún modo, las historias nacen como voces perdidas que regresan después de un tiempo. Hay en ellas algo simple y poderoso que me hace pensar en dos preguntas que dan nombre a un cuento de Joyce Carol Oates. ¿Dónde has estado? ¿Para dónde vas? Dos preguntas bellas y esenciales. En medio de ellas está el presente, el camino de los días, el sentido de cualquier historia.UC

 
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