Número 81, noviembre 2016

Miedo a un velo
Silvia Córdoba. Ilustración: Mónica Betancourt


Ilustración: Mónica BetancourtLa invitación de Facebook decía: “Este viernes, 28 de octubre, la fiesta de disfraces es en El Guanábano, con la inmejorable selección musical de cross over decente de Juan Fernando ‘el Flaco’ Trujillo”. No me he disfrazado más de tres veces en mi vida adulta, pero definitivamente tenía que ir a esta fiesta.

Busqué en mi clóset y encontré un trapo naranjado, tenía entre mi ropa una batola bordada de la India, blanca de manga larga, un pantalón ancho de arabescos de colores y unas sandalias. Ahí estaba mi disfraz: iba a ser una mujer árabe. Busqué algo que me escondiera el pelo y empecé de manera intuitiva a ponerme el pañolón como yo creía que debía ser. Me enredé el trapo en la cabeza de diferentes formas, pero solo cuando me amarré un gancho de nodriza que me apretara el cuello, me tapara todo el pelo y no dejara al descubierto sino el óvalo de la cara, pude por fin tener el aspecto que quería. Me puse feliz porque finalmente encontré una manera de esconder la papada. Después de lo superficial, me quedé un rato en el espejo, mirando mi cara enmarcada y pensando en lo que significa para nosotras, las mujeres de Occidente, un velo en la cabeza.

Este año tuve la fortuna de viajar a Asia. Cuando compré el pasaje pensé en que la escala fuera en el lugar más exótico posible, podía elegir entre Corea y Catar. Decidí parar una noche en tierras árabes, tanto de ida como de regreso. Esas dieciocho horas que pasé en el aeropuerto internacional de uno de los países más ricos, están sin duda, entre las más sorprendentes de mi vida. Había gente del mundo entero esperando un cambio de avión que conectara a Oriente con Occidente, se podía percibir a Catar como el corazón de la cultura árabe. La imagen del hombre alto y estilizado, completamente vestido de blanco, caminando siempre adelante de su mujer cubierta con un manto negro y con solo los ojos visibles a través de una malla, como una sombra, generaba una sensación que chocaba con todo mi ser, y que reforzaba todos los clichés que traía en mi cabecita paisa. Más adelante, en ese mismo viaje, esta idea cambió radicalmente cuando tuve la posibilidad de acercarme a una chica, Sam Rohmas, mi alumna estrella durante los tres meses que estuve dando clases en Camboya; una mujer alegre, sumamente inteligente, muy sensible y que se vestía con vistosos colores, sin embargo, nunca supe cómo eran su cuello y su pelo porque estuvieron siempre cubiertos.

El viernes por la tarde me fui con Sandra, una amiga, a disfrazarnos en su casa. La idea era irnos vestidas, trabajar un rato en el “antro de redacción” de Universo Centro, que está en el segundo piso del Guanábano, y luego seguir con la fiesta. Ella iba a ser la chica We can do it, ese cartel norteamericano de la segunda guerra mundial con la foto de una mujer trabajadora, que en los años ochenta se convirtió en la imagen del feminismo. En su casa miré un video de YouTube donde explicaban cómo amarrar el velo. Seguí las instrucciones y me maquillé los ojos y la boca. A la hora de salir, decidí que no quería caminar vestida así por el Centro de Medellín las cinco cuadras que me separaban del Parque del Periodista, entonces me quité el velo. Cuando llegué a la oficina nada indicaba que ya estaba disfrazada.

Trabajamos veinte minutos, pero me ganaron las ganas de farra y me amarré el velo según las recientes instrucciones. Aparecí por primera vez en el bar, que a esa hora tenía solo un par de mesas ocupadas por visitantes poco habituales que no sabían que había fiesta de Halloween, y caminé entre la gente. Inmediatamente sentí las miradas sobre mí, como un sutil cosquilleo en el cuello y la espalda; así se debe sentir el famoso rayo homosexualizador cuando toca tu cuerpo, pensé. Era inevitable. Algunos me miraron fijamente y sorprendidos, otros volteaban la cabeza para observarme por el rabillo del ojo y un amigo que no me reconoció, me saludó con reverencia y respeto. Me senté en la barra, me tomé un trago, volví a caminar y empecé a conversar con todo el mundo.

Pasado el primer impacto el lenguaje hizo lo suyo, fluyeron los juegos de palabras y empezamos a hacer un diccionario básico: “Hoy le jala a la bareta”, fue la frase más popular, después me bautizaron Malala, en honor a la chica del Nobel, pero con las horas, ese respeto se desfiguró y me empezaron a decir Mamala, y junto a la chica We can do it, se hacía referencia a la chica She can´t do it. Cuando anunciaron que habría un concurso, alguien dijo que yo tenía que ganar, porque si no podría inmolarme allá mismo; me preguntaron a qué hora activaba el chaleco, cuestionaron dónde estaba mi esposo, dijeron que era de Isis, anunciaron que más tarde vendría la lapidación, y que esa noche yo podría cantar todas las canciones menos I am free. En este momento entendí que más que una fiesta de disfraces, esto era un experimento social, ya había decidido que no iba a consumir licor porque quería tener la mayoría de mis sentidos puestos en lo que me traería esa noche.

Subí a la oficina, me senté en silencio un rato y empecé a hablar con los dioses, ¿seré una hereje? Me confundí. Pensé en quitarme el velo pero el trompo de mi cabeza siguió girando con preguntas y respuestas. ¿Qué me molesta de todo esto? Nadie se ofende por un disfraz de hawaiana, de negra o de monja, aunque se haga una mueca de una cultura, una raza o una religión. En todo caso le pedí perdón al universo por si yo estaba insultando a alguien, ¿a quién? Bajé de nuevo y el bar ya estaba lleno, estaban Homero Simpson, Mariana Pajón, Chuqui, una garota sexi, los faraones egipcios, una muñeca pobre a la que bautizamos Barbie mariguanera y hasta la mismísima la muerte después de una autopsia. Estaba completamente empeliculada; me di cuenta de que mi cuerpo había tomado una actitud diferente, mis manos estaban juntas y mis hombros más retraídos.

Me senté con un vaso de agua en la mesa junto a la puerta con la chica We can do it y la Barbie mariguanera, pero todos en el parque me miraban solo a mí, como si lo mío no fuera un disfraz. En algún momento, una mujer a la que no conocía tocó mi hombro y me miró con lástima. No bailé en toda la noche, fue como si el peso del velo no me dejara. Pensaba en Sam Rohmas y en las celebraciones en Camboya donde todos bailaban menos ella. Me imaginé cómo sería sacarla de su contexto rural, una aldea arrocera al sur de la Indochina, y traerla al Parque del Periodista un viernes por la noche. Me imaginé que todo fuera real y que mi verdadera yo se cubriera el pelo con un velo en una ciudad como Medellín, en los chistes que salían por todos lados con la tranquilidad de saber que lo mío era un disfraz, pero que finalmente son manifestación de la ignorancia y el racismo que habita este valle, de esa lectura que tenemos desde aquí de lo que creemos que es allá. Llegué a una conclusión muy simple: le tenemos miedo a un velo.

Salí del bar a acompañar a los fumadores y en medio de la conversación un hombre caminó con fuerza directo hacia mí. Mis amigos lo pararon pero él no podía dejar de mirarme. El alcohol en su cabeza no lo dejaba encontrar la palabra que luchaba por salir, yo retrocedí, no sabía si quería abrazarme o golpearme, si esa palabra atrancada era un insulto o un piropo. Entré al bar. Tenía miedo, el mismo miedo que debe sentir cualquier mujer que usa velo en el mundo occidental. ¿Cómo será caminar vestida así en el aeropuerto de Nueva York o en un supermercado en París? Siempre había creído que ser colombiana en un cubículo de inmigración era una de las peores situaciones del mundo, ya estoy segura de que no.

Cuando viajo me gusta visitar a los diferentes dioses. Para mí es tan sagrado hacer un ritual de limpieza con un taita en el Putumayo como recibir la bendición de un monje budista, arrodillarme en silencio en una mezquita, meditar frente Ganesha o comulgar con mi familia católica. Aunque soy rezandera siempre he sido una mujer transgresora. No es casual que mis fiestas sean en el Parque del Periodista, el mismísimo infierno para los seguidores de Ordoñez. Un lugar que me fascina porque todo está permitido, donde bailan en la mitad de la calle una transexual con un rapero; donde convergen profesionales, jíbaros y limosneros en la misma conversación, pero donde, sorprendentemente, y a pesar de esta apertura, se mira con disimulo a una mujer vestida con un velo.

Justo antes de que empezara la premiación me volví a aventurar a salir la calle y se me acercó un chico. Era joven y hermoso, de piel oscura, tenía una gorra y una botella con lo que quedaba de un litro de cerveza; me ofreció su mano y me dijo:
—¿Usted es musulmana?
—¿Por qué?
—Pues por el velo…
—También podría ser de la India —le dije ya medio harta de tanta atención.
—Hindú —me corrigió, haciendo una clara referencia religiosa.
—Es que hoy es la fiesta de disfraces en El Guanábano y me vestí de mujer oriental.
—No parece un disfraz —me dijo.
—¿Y qué pasaría si no fuera un disfraz? —le respondí retadora.
El chico sacó su celular y me mostró una foto: había cinco personas vestidas en tonos de blancos, cafés y cremas, con velos de sedas muy elegantes, todos hermosos y sonrientes, parados al frente de una mezquita.
—Esta es mi familia —me dijo.
—¿Y dónde están?
—En Yemen.

Ahora sí me llevó el diablo, fue lo primero que pensé. La única persona en Medellín que realmente podría ofenderse con mi disfraz me encontró. Me di cuenta de que pensé de él lo mismo que habían pensado los otros de mí. Disimulé. Dejé salir a mi periodista y empezamos a conversar, me mostró un video de una oración en una mezquita a la que hace poco había ido en Chicago, me contó de la comunidad en Medellín, cuántos eran y dónde se reunían, hablaba con amor de su cultura, de su madre colombiana y de su familia yemení. Se había acercado a mí porque creyó encontrar, en el Parque del Periodista, a alguien que compartiera lo más profundo de su ser y de su cultura; mi disfraz era tan bueno que parecía real, pero yo no lo era. No supe qué decir. Me sentí como una idiota. Él tuvo compasión y se fue rápido.

Después de la premiación me quité el velo y me lo amarré como una bufanda. Ya no estaba disfrazada y otra vez sentí que podía bailar, y beber, y en silencio le ofrecí el resto de la fiesta al dios Baco, en nombre de todas las mujeres que nunca podrían estar allí. Chol mui —hasta el fondo, así se brinda en Camboya—. Por tu eterna salud, Sam Rohmas. UC

 
blog comments powered by Disqus