Sin hinchada pero con hinchas
Santiago Hernández Henao. Fotografías: Juan Fernando Ospina
Arturo, Iván y Alfonso son los primeros en entrar, los últimos en irse, de los pocos en no faltar. “Este es nuestro plan de todos los fines de semana, nuestro lugar para reunirnos, ver fútbol, estar en familia”. Un par de escalas más abajo, Diego, Juan Camilo y Javier tienen un ritual diferente: llegan sobre la hora, despliegan una bandera, aplauden, gritan mucho y se ríen a carcajadas. “Es nuestra forma de vivir el partido: ir, ver fútbol, ver a figuras, pero divertirnos. No sufrimos, o no tanto como otros hinchas”. Esa es la tribuna de Envigado.
En el Parque Estadio Sur no hay barrabrava. No hay hinchas locales exaltados pidiendo otra vuelta olímpica, tampoco rabiosos que creen que la hinchada suda más la camiseta. Nada, ni siquiera visitantes rabiosos porque no pueden ir con sus colores. A lo sumo hay unas mil personas, gente de edades extremas, y algo que se ha perdido en las tribunas: familias.
Iván Guarín tiene 76 años y varios problemas en el corazón. Pero ninguno por el equipo. Es el mayor de los tres veteranos que se hacen en la parte alta de la tribuna, donde no pasan vendedores por el frente, y donde el muro de las cabinas sirve para descansar la ajetreada espalda. “Vengo hace veinticinco años y ya hace parte de mi rutina. Antes iba al Atanasio Girardot a ver a Nacional, pero cuando subió el equipo a primera división, empecé a venir al Polideportivo”. Con un saco que lleva para no enfermarse y que tapa el naranja fluorescente, Iván busca la compañía de un hijo o un nieto. Con sus lentos pasos siempre es uno de los primeros en llegar a un estadio que casi nunca tiene filas. Allí se encuentra con dos amigos de fútbol, Arturo Escobar y Alfonso Pineda, un par de cuñados que comparten su plan de fin de semana.
Arturo recuerda los días del ascenso a la primera, así como el descenso en 2005 y el nuevo título de 2006. También las decenas de noches con apenas un centenar de personas en las tribunas, muchas de ellas acompañadas por derrotas o juegos muy pobres. “Pero nunca ha sido nuestra idea venir a ver campeones. Es algo que hicimos parte de nuestra vida, venir a ver fútbol con tranquilidad, sin peleas. Las tanquetas de la policía las traen de adorno”.
Arturo fue quien llevó a Alfonso, el más nuevo de la barra (barra como grupo, no como hinchada). Ellos comparten la edad, 75 años, y la familia. Alfonso Pineda lleva un lustro viendo al Envigado. Comenzó tras su regreso al país, luego de vivir 48 años en Estados Unidos. Pero su esposa murió, y cuando nada lo ataba al frío de Boston, volvió a la tierra, a la casa de su cuñado Arturo, y de ahí al Poli. “Allá no veía mucho fútbol, y si pasaban algo en un restaurante, era de Nacional o Medellín. Esto de Envigado es un gusto adquirido”. El trío refleja la tranquilidad de una tribuna en la que no se corretea a un rival como si fuera una avanzada de guerra. “Es un plan de fútbol”.
Una pasión traidora
“¿De Envigado? ¿Es en serio?”. La doble pregunta es una constante en las vidas de Diego Sandoval, Javier Parra y Juan Camilo Paniagua, integrantes de lo más cercano a una barra: Pasión Naranja.
Ellos son la cara visible de la hinchada. Son aquellos que se hacen en el centro de la tribuna, + unas seis filas má abajo de Iván, Arturo y Alfonso. Ante cualquier fallo del árbitro o el rival, se levantan a insultar, gritan como desaforados. “Todo comenzó en 2000, pero solo hasta 2005, antes del descenso, vinimos a organizarnos. Llegamos a ser sesenta, con carné y entrada de cuenta del club, pero la gente fue creciendo, se fueron casando o yendo del país. Hoy somos quince, y no todos vamos”, sostiene Juan Camilo, uno de los pelaos de camiseta vieja y garganta rota, que ha llegado a corretear a un árbitro para tacharlo de pícaro y a ser apercollado por un jugador después de un insulto desde la tribuna. Una rareza en el Poli.
Ellos viven una pasión traidora. En la casa Sandoval, el verde no fue tan fuerte como la naranja del vecino. “Aunque en mi familia la mayoría era hincha de Nacional, nunca sentí esa fiebre. Y en 1995 vivía junto a Antonio Roa, defensa del Envigado de esa época, y él me invitó por primera vez al estadio.Me entraron por un ladito, sin boleta, y aunque me demoré en volver, me quedó el cariño. Comencé a ir sin falta un par de años después, cuando la ciudad empezó a dividirse entre las barras rojas y verdes”. Al estadio fue, sin pausa, hasta que su trabajo como periodista lo alejó por sus horarios. “Antes iba hasta los entrenamientos, pero ahora es más complicado”.
Paniagua llegó a tener un uniforme del DIM, equipo del papá y del abuelo, gracias a una Navidad de 1991. Pero ni así lo alejaron del Parque Estadio. “Lo mío fue más una rebeldía que se convirtió en amor. A finales de los noventa todos los pelaos de mi edad empezaron a dividirse entre rojos y verdes, pero cuando me fui a vivir a Envigado, empecé a ir al estadio, y me hice hincha”.
El caso de Javier es más complejo, pues traicionó al béisbol. Nació en Venezuela y llegó a Envigado para estudiar en la universidad. Fanático de los Tigres de Aragua en béisbol, y jugador de selecciones de baloncesto, terminó en el Polideportivo Sur por casualidad. “Como jugaba en el equipo de básquet de Envigado, nos invitaban a ver fútbol. No me gustaba, pero con el tiempo le fui tomando cariño, a tal punto de no perderme un solo partido”. Hoy va a la tribuna con su gorra de los Tigres, pero sabe que la pecosa le ganó a la pelota caliente, y que Envigado es su casa: “Jamás pensé en ser hincha de otro que no fuera el naranja”.
Mientras muchos se jactan de sus viajes por Sudamérica o de excursiones eternas a Japón, la Pasión Naranja saca pecho con su viaje al ascenso de 2007 frente al ya desaparecido Academia. Fueron tres buses a Bogotá, uno con la barra, otro con familiares y otro con gente que no se sabe de dónde salió. Para Sandoval, “fue uno de los momentos más lindos del Envigado”.
Caras conocidas
El Oso no habla, solo sonríe. Con sus ojos medio apagados trata de no perderse un segundo del partido. Sus amigos cuentan que se llama Fabio Alberto Escobar, que es vendedor ambulante de esos que sale con un pingüino gigante a la calle, pero que el club le regala la entrada hace muchos años. Poco sale de su boca, solo uno que otro esporádico grito de gol. Todo lo contrario al Gustavo Monsalve, el Embalador, vendedor de “torticas de queso y bocadillo, contra la droga y el cigarrillo”. Gustavo lleva diecisiete años en las tribunas del Poli, vendiendo sus ollas de embaladoras a los que van a su estadio. “Con Envigado vendo poco, porque si quiero hacer negocio tiene que ser con Nacional y Medellín, ahí sí se mueve esto”.
El Oso y el Embalador hacen parte de esa amorfa tribuna naranja. No hay trapos, menos bombos y trompetas. Se mezclan entre los niños de la escuela de fútbol, los jugadores juveniles del club, los profesionales que no fueron convocados al partido de turno. A su costado se ven los pintorescos “gringos”, un grupo de ingleses, sudafricanos y estadounidenses, que llegan con sus pelos rubios y barbas largas. “Es ambiente diferente, muy familiar, tranquilo”, dice Simon Edwards, uno de los integrantes del AFC Envigado, quien junto a Ollie Lythe, un inglés que tiene tatuado al Chelsea en su cuello, llevaron su pasión al punto de crear un equipo amateur solo de extranjeros, con el que juegan partidos de barriada en Medellín defendiendo el color naranja.
A la pequeña tribuna de once mil espectadores ha llegado una docena de barras que duran menos de un semestre. Cada nuevo patrocinador (cuando había) llevaba a sus empleados, los dotaba con camisetas, les daba una pancarta. Al primer partido iban doscientos, luego cien, y a la mitad de semestre solo quedaba la pancarta. También chicos que entran tratando de simular la barra brava de los equipos grandes, pero que pierden el impulso ante el primer fracaso. Los datos de taquilla no se dan a conocer, la asistencia llega como parte de cortesías entregadas por el club y la alcaldía. De taquillas no viven, y nunca lo podrán hacer. Se vive del fútbol y sus transferencias.
Para encontrar las tribunas llenas hay que irse a los periódicos de noviembre de 1991, cuando Envigado logró el primer ascenso en la historia del fútbol colombiano. Un partido ante Alianza Llanos, un 1-0 (gol de Luis Alfonso Hoyos), y unas tribunas repletas. “No somosun equipo de hinchada, ni en ese ascenso ni ahora, pero sí tenemos hinchas. Tenemos familias, gente del municipio, aficionados de otros equipos. Aprendimos a vivir así”, explica Hugo Tuberquia, quien defendió el arco naranja ese 30 de noviembre y hoy prepara los arqueros del club. Más de una década dándolela cara a la tribuna, “y no ha pasado nada, esto es muy tranquilo para el jugador”.
El encantamiento del hincha ha sido un imposible. Hablar de la cantera de héroes, de los comienzos de James Rodríguez, de la magia del ídolo Néider Morantes, no ha sido suficiente para atrapar. Los logros de Envigado se limitan a anécdotas de cafetería, lejos de las 26 copas de Nacional o las cuatro finales de Libertadores de América. Ni siquiera un título de goleador, o una final perdida generan empatía colectiva.
No obstante, el equipo sobrevive gracias a su cantera, a su estilo repleto de juveniles, y a que en esa proliferación de equipos de papel, Envigado llega a ser casi un “tradicional”. Su capitán de los últimos años, Andrés Orozco, quien ya supo estar de verde y de rojo, y vivió los gritos de la Guardia Imperial de Racing, y la Guardia Popular del Inter de Porto Alegre, hoy vive los años tranquilos de la tribuna naranja. “Envigado es un estadio para familias. Para reencontrarse con esa alegría de ir a una tribuna. Como debe ser todo el fútbol, con amor por el juego. Acá tenemos hinchas, no hinchada”.
Este texto hace parte del convenio entre la
Subsecretaría de Ciudadanía Cultural de Medellín
y la Fundación Taller de Letras en cooperación con
Universo Centro para la construcción de la memoria
del fútbol en la ciudad.