Número 81, noviembre 2016

Detrás del mono
Hernando González. Ilustración: Camila López


Desabotona la camisa. Está de pie en medio de la pieza. Se lo toma sin prisa, como si tuviera todo el tiempo del mundo, sin importarle que ella esté echada en la cama, desnuda, esperándolo.

Es una leñadora de cuadros rojos y azules. Por la abertura del cuello se advierte una camiseta interior color verde, de cuello redondo. Zafa el último botón, libera un brazo, luego el otro, ya está. Con inesperada meticulosidad se sienta en el borde de la cama, coloca la camisa en el regazo, la acaricia con la mano y, todavía más inesperadamente, dice
:—Hoy hace exactamente un año, dos meses y un día que compré esta camisa. La compré en unos saldos. Nunca tuve una leñadora. En ese momento estaban de moda. Eso me inclinó a comprarla. El precio también, por supuesto. Me salió barata. Me la estrené ese mismo día. Me gusta estrenar. No por presunción, no crea. Si lo compras, póntelo. Es mi lema. ¿Para qué dar largas? El moho y la polilla laboran sin descanso. O puede llegar la Señorona del Garabato y serán otros quienes lo disfruten. Sí, es como dicen por ahí, “quien guarda comida, guarda pesares”. No soy discípulo de Epicuro, pero profeso un moderado hedonismo. Le confieso que soy un poco sensible. Descubro asociaciones estéticas en todo. No me pongo esta camisa sin evocar los bosques, los aserríos, la faena, el sudor. Y la evocación se hace tan vívida que yo mismo me siento bosque, aserrío, leñador. Y participo en la faena. Y sudo. Siento esta camisa como una tierra de lucha y de amor, donde los hombres se apuran, aman y vierten al mundo la semilla de la vida.

Se lleva la camisa a la nariz. Aspira hondo, con los ojos cerrados. Así permanece unos instantes, mientras ella es la imagen misma del escándalo. Próxima a la histeria, su rostro es una mueca alterada por el asombro y la indignación. Los ojos parecen volados de las órbitas. El cabello parece erizado en medusino arrebato. Tiemblan los labios. Si el estupor la dejara articular palabra, su voz rompería en insultos. Él no se descompone. Una mirada muy dulce basta para aplacar la furia de ella, para hacerla recostar, para estimularla a ser amable. Él podría ser su padre. Quizá por ese porte paternal es que ella asimila la autoridad del gesto.
—Bueno. Termine de desvestirse. Aunque ya me pagó, solo contamos con media hora. Fue el trato, ¿no?
—Sí. Está bien. Vuelve a ponerse de pie. Se saca la camiseta verde. Pero debajo hay otra, blanca, de esqueleto. Se sienta de nuevo, acaricia la prenda, se ensimisma en su soliloquio:
—Guardo un grato recuerdo de esta camiseta. Me la confeccionó mi madre. Ella acababa de diplomarse en un curso de costura. Se preocupaba por mí. No le gustaba verme siempre con dos o tres trapos gastados. Me pidió que comprara la tela. Elegí este verde cilantro porque el verde es, junto con el azul, mi color preferido. Fui al Centro.

Entré en un almacén de telas. Me atendió una empleada petisa, bastante amable. Mi madre me había explicado de antemano cuánta tela se requería. Salí contento con mi paquete, con el corte, como dice mi madre, imaginando cómo se transformaría dentro de poco, merced a los buenos oficios de mi progenitora, en una camiseta. Mi vieja. Qué de desvelos, de sacrificios, de pesares. Mi vieja. Se nota lo usada que está, ¿no es cierto? Hasta muestra lamparones brillosos, es verdad. Llevo años usándola. Y la seguiré usando, así el cuello se vea deslucido. Es un homenaje a mi madre. Nunca la uso si no es como prenda interior. La huelo y siento el olor de las manos de mi madre. Me conmueve. Me pone al borde de las lágrimas. Perdone mi sentimentalismo.

Con un canto de la camiseta se enjuga un par de lágrimas.

—Cálmese, señor. Si lo trastorna tanto hablar de estas cosas, ¿por qué no me cuenta otros asuntos?
—¿Le gusta escucharme?
—La verdad: sí.
—Disculpe. No quiero sexo.
—Tranquilo. Si no quiere...
—¡No quiero!
—Está bien. ¿Qué quiere?
—Desvestirme.
—¿Me pagó para que lo vea desvestirse?
—Así es. Y para que me escuche.
—Extraño antojo.
—¿Puede complacerme?
—Desde luego. Siempre que no excedamos el tiempo convenido.
—¿Y si aumento la tarifa?
—Ya es otro cuento. Usted sabe: el tiempo es oro.

—Bien. Sigamos. El blanco no es un color que me agrade mucho. ¡Ropas blancas! Imagínese uno vestido totalmente de blanco. ¡No! Se me antoja una vanidad indisculpable. Una falta de modestia. El corazón humano es un lodazal. Hasta los santos chapotearon aguas infectas. Y todavía existen tipos tan campantes que se visten con trajes de un blanco inmaculado. Cuando más podrían usarlo en la ropa interior, ¿no? Es lo que yo hago.

 
Ilustración: Camila López

 

Vea esta camisilla. Tan interior que la uso debajo de otra camiseta interior. ¿No le parecen sospechosos esos trajes blanquísimos? Jesús dijo algo sobre los sepulcros blanqueados. Limpios por fuera, podre por dentro. A veces salgo a trotar. Tengo otras camisillas como esta, de colores diversos, que empleo para mis idas de atleta por las calles y las lomitas del barrio. Esta nunca me la pongo para trotar. Nunca. Solo la uso como ahora. Está ajadita, ¿no? Me encariño con las cosas. Un día vine pateando varias cuadras una tapa de gaseosa. Me había encariñado tanto con ella que al llegar a casa me dio pena dejarla, entonces la tomé y la guardé. Todavía la conservo en mi gaveta. A veces la pongo en la palma de la mano, la contemplo, le hablo. Sí, soy bastante sensiblero.  

Se quitó la camisa y la tiró en la mesita de noche junto a las otras. Su torso quedó al descubierto.
—¿Y esa cicatriz? —preguntó la mujer, horrorizada. Temblando, se recogió contra la cabecera.
—Ojalá fuera una cicatriz. Es mi corazón. La llaga de mi corazón. Llaga viva, ¿lo ve? Llaga herbosa, candente.

No destila ni huele, pero quema. Es un ardor terrible, desesperante. Comenzó con un granito. Vea cómo se ha agrandado. Devoró la carne y abrió ese costado. Se estabilizó ahí. ¡Qué pozo! Vea la víscera incansable en su galope. El corazón, aguerrido alazán. ¿Se extraña de que no sea tan rojo como lo muestran en las láminas? Es un rojo oscuro con inclinación al negro. Un rojo renegrido. Cavado corazón. Cuánto cansa. A veces siento como si grandes aves picudas me lo arrancaran a pedazos. Es un dolor que no parece de este mundo, un fuego lancinante. De continuo me ataca el loco impulso de lanzarme al vacío desde los edificios o los puentes, de que me claven una estaca en el pecho cegando por siempre este tormento, de correr como una bestia ciega y chocar contra una roca y perder el sentido y olvidarme de mí y de mi llaga. Pero no soy capaz de hacerlo. ¿Por qué? Por una razón muy sencilla: he aprendido a amar mi llaga. Qué trágica y dulce hermana. Mi llaga. Me acostumbré tanto a su hedor que ya no huele. Antes hedía. Ahora no. En ocasiones me sorprende con la inestimable dádiva de una fragancia de rosas o de helado de vainilla. Qué epifanía. Qué placer íntimo. Gracias a esta larga hermandad pudimos superar el hedor. Ahora falta vencer el dolor. Habrá que esperar mucho todavía. El dolor es una condición inalienable de la carne. Pero un día lo venceremos. Alcanzaremos el búdico estado de la serenidad. Dejaremos de ir dándonos topetazos contra la vida. Aprenderemos a vivir con nuestra llaga. La mía ya me llama “hermano”. UC

 
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