Es víspera del 1 de noviembre, Día de todos los santos y a su vez víspera del Día de difuntos y de los agentes funerarios, a la Plaza de Flórez llegan clientes de Medellín, de otros municipios de Antioquia y de algunas regiones de la Costa. Acuden sobre todo en busca de flores blancas (anturios, pompones y fullys), con toques de estrellitas de belén y manto de la virgen, aunque según me cuentan Dalia y Rosa (la una propietaria, la otra administradora de Flores Veracruz, a la entrada por Giraldo), hoy la visión de la muerte no es la misma, y muchas veces los dolientes prefieren que en sus ramilletes de difunto las más azafranadas aves del paraíso terminen mezcladas con rosas rojas y gérberas teñidas de azul de Prusia y dorados girasoles, en un lecho de rusco, hojas de carey, manojos de gipsofilia y solidáster, desplegando un abanico de colores tan vivos que podrían despertar a un muerto. 
Nunca se venden tantas flores     como el Día de la mujer, obviamente,     pero cada vez que se acercan ciertas     fechas, los jardines de la Plaza de     Flórez se rebosan y sus empleados se     alistan a seleccionar los arreglos más     adecuados para el Día de la madre y el     del padre, el Día del amor y la amistad,     el Día de la secretaria, el del maestro,     el Día del higienista dental, el abogado,     el sicoorientador, el camarógrafo,     la enfermera, el contador, el transportador,     el fonoaudiólogo, el bodeguero     y hasta el Día del humorista, que en     Colombia se celebra el 13 de agosto, in     memoriam de Jaime Garzón (otro funeral),     más otro medio centenar de     efemérides que florecen silvestres     como diente de león en los fértiles prados     de nuestro calendario. 
Pero así no esté a la vista una fecha     importante, las disculpas nunca faltan     y nada más elegante que un manojo de     flores para regalar en esos eventos particulares     como matrimonios y despedidas     de soltero, nacimientos, defunciones,     grados, quinces, primeras comuniones,     cumpleaños, cirugías, esguinces de tobillo,     más otro mar de rupturas y reconciliaciones     amorosas, cuando no se trata     de simplemente ponerle un toque de alegría     al comedor o un tris de buen aroma     al cuarto de baño.     
Y para todas las ocasiones en la Plaza     de Flórez se encuentran personas     como Dalia y Rosa, quienes pese a que     llevan más de tres décadas en el negocio,     siguen frescas y relucientes, como     flor de madrugada, enamoradas de sus     capullos, sus brotes y sus yemas.     
Para ellas, la Plaza de Flórez con     zeta al final y tilde en la o, como para     muchos de sus compañeros de faena, se     transforma con el diminutivo y entonces     se llama Placita de Flores, con ese     y sin tilde, porque flores es lo que se ha     vendido allá desde su fundación en el     siglo XIX. No en vano de aquella tradición     campesina de bajar las flores terciadas     en la espalda por la quebrada de     Aná, nació el desfile de silleteros que     hoy identifica a Medellín.     
Hoy siguen llegando las flores de     grandes cultivos y pequeñas parcelas     de Santa Elena, pero también de otras     regiones del departamento e incluso de     corregimientos como San Cristóbal, cuyos     campesinos llevan años reclamando     la ocasión de portar sus flores en el     desfile de marras.     
Y las flores que se venden y exhiben     hoy, siguen siendo las mismas flores     de antaño: hortensias, catleyas, lirios,     margaritas, claveles, gladiolos, cartuchos     y rosas, muchas rosas, de todos los     colores y todos los tamaños, la flor por     excelencia, la estrella del jardín y la reina     de los ramos.     
Ahora, si lo que busca son flores exóticas     no hay que ir muy lejos por la cantidad     y variedad de orquídeas, heliconias     y begonias que se dan en nuestra región;     aunque si prefiere algo con un tinte más     cosmopolita, en la misma Placita de Flores     bien podría usted encontrar un ramo     de lirios de oriente con follaje y complemento     de genger y espárrago japonés,     algo muy indicado cuando se anda en     procura de traspasar fronteras.     
 
En cualquier caso, abra el ojo, porque     en la gramática de las flores la     amapola representa el sueño; la valeriana,     la capacidad de adaptación; la     violeta, el pudor; el cartucho, el amor     carnal; la belladona, la franqueza; el     clavel rojo, el corazón que suspira; el     capullo de rosa roja, la inocencia; el     girasol, la adoración (eres mi sol); y el     narciso, por supuesto, el egoísmo.     
Pero si lo que busca es un sutil     mensaje de amor, bien puede mandar     un ramo de pensamientos y en medio     una siempreviva.     
Y entre tanto las flores se marchitan,     deleitándonos con su aroma y su sencilla     y sutil hermosura, van algunos consejos     a la hora de adquirir un ramo. Si es     por plata, no se preocupe que un buen     manojo de pompones no pasa de los dos     mil pesos. Pero sea que se lleve unas humildes     gérberas o un encopetado ramillete     de anturios negros, lo mejor es     que tan pronto llegue con las flores a la     casa o a la fiesta no las meta sin más al     florero. En primer lugar, corte un poco     las puntas en diagonal, retire las hojas     hasta la altura del jarrón donde las va     a ubicar (de preferencia transparente)     y, dependiendo de la flor y siguiendo el     consejo del florista, se le echa hasta un     tercio de agua máximo, agua que debe     renovarse cada dos o tres días, una vez     las flores se la acaban de tomar, procediendo     de nuevo a recortar en diagonal     las puntas, poco a poco, para suprimir     las partes que se van pudriendo. Con     estos cuidados y utilizando los conservantes     que en la misma Placita le pueden     vender podrá disfrutar sus flores     hasta por quince días, tiempo durante el     cual el ramo también se irá encogiendo     a medida que lo recorta; así que cuando     las flores quedan con el borde del jarrón     al cuello, usted sabe que va siendo     hora de arrojarlas a la basura o a la zona     de compostaje.     
Un noble fin para las flores que, con     todo y su delicada preceptiva, resultan     tan esenciales como superfluas y, como     la poesía misma, las podemos ubicar en     el rincón de esas cosas que nos son absolutamente     indispensables, aunque no     sepamos muy bien para qué. 
 
