Número 60, octubre 2014

Monedas de arena
Silvio Bolaño Robledo. Fotografía: Juan Fernando Ospina

 

Materia del desierto e hija de las rocas partidas por el agua. Innumerable. La arena ha sido privilegiada por el lenguaje de los dioses y de los hombres al considerarla como alegoría de la eternidad y del infinito. Al establecer el pacto de fe con su pueblo, Dios dice a Abraham en el libro del Génesis: “...y multiplicaré tu descendencia en tal manera como las estrellas del cielo y como la arena en las orillas de la mar...”. La mitología griega, por su parte, nos cuenta la desgracia de la Sibila de Cumas, quien recibía el favor de la profecía que le inspiraba el dios Apolo. Cuando Febo le concedió un deseo a la profetisa, ella tomó un puñado de arena y le pidió que le otorgara vivir tantos años como el número de granos que tenía en su mano. Prestad atención a las trampas que nos ponen los dioses al conceder nuestros deseos: ella se olvidó de pedirle al dios que le concediera disfrutar de esta gracia siendo siempre joven; de modo que tras envejecer y ver sus huesos rotos, Sibila continuó declamando sus profecías aunque su cuerpo se hubiera transformado en arena.

Al tratarse de un material producido por piedras disgregadas, su uso varía según la cantidad de carbonato de calcio, sílice en forma de cuarzo, feldespato, hierro, magnetita o yeso que se encuentre en sus llamados granos. Jorge Luis Borges la convirtió en imagen constante de sus poemas y relatos. En la obra del argentino la arena es material de una ciudad de hombres inmortales, de un ser creado por otro que existe en las dunas del sueño; así como el de un libro intolerable, cuyas páginas se agotan constantemente y que el propio escritor, aterrorizado, opta por esconder en los anaqueles de la Biblioteca Nacional. Sin embargo, como ni la arena ni el ingenio discriminan las necesidades y los talentos de los hombres, el personaje de nuestra historia no es uno que trabaja en moldear la arcilla de las palabras, sino otro que escarba una mina en la orilla de una quebrada afluente del río Medellín.

A causa de la sugerencia de mi madre y de la posición de mi ventana, me fue dado observar sus movimientos durante un mes. Desconozco su nombre, no tuve las agallas de interrumpirlo para acercarme a interrogarlo. Al ser tan preciso en su trabajo como riguroso en sus descansos, entendí que debía respetar los horarios del hombre y conformarme con mirarlo. Como mi calendario centenario dice que hoy es el día del beato Contardo Ferrini, me permitiré usar ese nombre para referirme a su persona. ¿Quién no quisiera llamarse Contardo?, convengamos en que se trata de un nombre con virtudes narrativas. Dado el caso, digamos que Contardo Aristizábal llega a las siete de la mañana, a la carrera 65 con la calle Pichincha, bajo el viaducto del metro de la estación Suramericana, el lugar donde trabaja su mina de arena. De edad indefinida entre los cincuenta y los setenta años, estatura mediana, entereza física, templanza en la acción y una gorra roja, Contardo labora en el lecho de la quebrada La Hueso con una disciplina religiosa. Una escalera le sirve para bajar cuando el nivel del agua se lo permite, y entonces trajina la arenisca que se aglomera en una esquina de la canalización. Luego cierne el material en un cedazo y lo seca a la intemperie durante el tiempo que sea necesario. El proceso termina cuando empaca las bolsas que él mismo sube a los camiones que vienen a recogerlas.

Al llegar a su mina cada mañana, don Contardo camina hasta el barrio Naranjal hacia el lugar en el que guarda una carretilla, sus palas y el pantalón de trabajo. A la hora del almuerzo, el hombre forma un grupo con los obreros que se paran en la carrera 65 a la espera de que algún camión venga a recogerlos para jornalear. Los vendedores ambulantes de la estación de enfrente, un vigilante de turno, los habitantes de la calle y el loco de los perros son algunos de los vecinos que habitualmente componen la escena de estos refrigerios en los columpios del parque infantil. Tras la merienda, sobre una enorme roca bajo la sombra del viaducto del Metro, Contardo hace la siesta con la gorra roja en el rostro hasta que llega la hora (que únicamente él conoce pues son él y su mina quienes se la imponen) indicada para volver a trabajar. Luego, un poco antes de caer la noche, el hombre guarda su carretilla en el parqueadero de Naranjal. De esta manera suceden sus rutinas, que son estrictas e incluyen domingos y festivos. Hay días en los cuales, al haber mucho trabajo (por ejemplo, tras la caída de fuertes lluvias), don Contardo contrata a uno de los jornaleros que se acerca para ayudarlo a palear. Las familias de desplazados y los habitantes de la calle que construyen sus chabolas a pocos pasos de la mina, viven sus rutinas paralelas sin interrumpir la actividad de don Contardo. La constancia del hombre emula la eternidad y causa la impresión de que siempre hubiera estado allí.

Durante el mes que estuve en Medellín, sucedió que un par de enormes excavadoras del municipio llegaron un día a ocuparse del drenaje de la quebrada La Hueso. Al sentir el ruido y ver las máquinas, me pregunté por el destino de la mina y sospeché que los trabajos atrofiarían su funcionamiento. No podía estar más equivocado: con el paso de las horas observé a las excavadoras depositar el material en la esquina de la mina, y a don Contardo estudiar sus labores desde el borde de cemento. También ocurrió que una tarde, mientras caía una de esas tempestades que parten con raíces eléctricas el cielo del cerro del Padre Amaya, me pregunté por el lugar que el hombre elegiría para escamparse. Nada de eso: ahí estaba don Contardo con un impermeable amarillo, de pie ante la canalización, alerta.

Como hacía unos años que no visitaba mi barrio, ni mi ventana, el descubrimiento del hombre de la mina me hizo dudar de mi capacidad de observación. Fue mi madre, de hecho, quien me hizo caer en la cuenta: “Mire, ese señor tiene una mina de arena en la quebrada y la trabaja todos los días con mucho juicio”. Entonces advertí que ya lo había visto antes, desde hacía mucho tiempo, pero nunca me preocupé por entender su oficio. Al formar parte de un entorno en el que el loco de los perros, los jornaleros con sus palas, los desplazados y los indigentes tienen el poder de captar la atención, el movimiento constante de don Contardo lo había hecho pasar inadvertido ante mis ojos.

De esta manera el hombre de la mina se convirtió en un personaje recurrente en mis pensamientos. Hay días en los cuales —al despertarme tarde, estar invadido por la pereza o tentado por el vicio—, su figura viene a mi mente y me pregunto: “¿Desde hace cuánto tiempo estará don Contardo trabajando en la canalización?”. Algunas veces me reprocho el no haberme acercado a hablar con él. Más que por la curiosidad de saber su verdadero nombre, obtener datos adicionales sobre su trabajo y acaso alguno de su biografía, me interesaría preguntarle por el destino de algunos personajes del barrio. Estoy seguro de que don Contardo conoció al niño que volaba en bazuco por las calles de Suramericana y Carlos E. Restrepo, envuelto en mugre y repitiendo los diálogos de las películas de Walt Disney, a quien las señoras bautizaron ‘José Miel’. Quizás el hombre también pudiera contarme algo sobre la existencia de ‘La Monita’, quien bajaba desnuda, flaca y sucia por la calle Colombia, donde los taxistas y los mariachis le gritaban ‘Momia’. Bajo un viaducto en el que tantos ciudadanos reducidos a la indigencia campean sus miserias, don Contardo ha encontrado una fuente inagotable de trabajo. En una canalización poblada por basuras, aguas negras y gallinazos, la fortuna es dada al hombre cuyo ingenio moldea monedas de arena. Quizás a la hora de la siesta —sobre la enorme roca y con la gorra roja sobre su cara— Contardo sueñe con las piedras partidas que le trae La Hueso desde San Javier. UC
Brundsttat, 27 de octubre de 2014

 
Juan Fernando Ospina
 
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