Número 60, octubre 2014

 

Historias
al hilo

Mauricio López Rueda.
Fotografías: Juan Fernando Ospina

 
Juan Fernando Ospina
 
 

Don Eladio Durango produce fique desde hace más de 35 años. Es un hombre añejo acostumbrado a trabajar la tierra. Tiene una pequeña finca en la vereda La Cano, en Girardota, cuyo paisaje está adornado por hermosas cascadas como collares de diamantes saliendo de ese bosque agreste que se aferra a la cordillera oriental, a fuerza de peñas y árboles ancestrales.

Eladio, que come de lo que siembra en la parte trasera de su finca, fabrica cabuya para pagarles el estudio a sus cuatro nietos. Tiene un cultivo de unas cien matas de fique, una máquina desfibradora y una carreta de tracción animal en la que se transporta hasta el parque principal de Girardota para llevar su producto.

Allá, por cada kilo de fique le dan cerca de dos mil pesos. Baja unos treinta kilos semanales, y con eso le basta, pues para sobrevivir le alcanzan su finca, su caballo y su perro. En Girardota, el fique de don Eladio se transforma en madejas de fina cabuya que en cajas bien selladas viajan hasta Medellín, precisamente hasta la Plaza de La América. Allí cada madeja puede costar cinco mil o diez mil pesos, dependiendo del tamaño. Eladio ni se entera de todo ese proceso, ni de quién termina llevándose su fique. No conoce la Plaza de La América, aunque sí conoció la de Cisneros, esa cuyo incendio, en 1968, le dio vida un año después a las de La América, Campo Valdés, Belén, Castilla y Guayabal, construidas por la Alcaldía para que los habitantes de Medellín no tuvieran que ir hasta el centro a mercar.

Tres de ellas sucumbieron al progreso y a la aparición de los grandes supermercados. Solo sobrevivieron las plazas de Campo Valdés y La América, gracias a la unión de sus comerciantes y la fidelidad de algunos clientes.

Juan Fernando Ospina

 

Además del fique de don Eladio, en la Plaza de La América se consiguen productos tan diversos como el yacón, un vegetal con aire de fósil que sirve para curar todo tipo de males, o como plaguicida. El yacón baja en bultos desde San Vicente y desde Sonsón, y se vende a mil el kilo. En La América, una juiciosa compradora de ese extraño vegetal es Rosaura Molina, quien utiliza la cáscara para hacer menjurjes que previenen la vejez. Rosaura tiene un salón de belleza en Laureles y su esposo, Miguel Delgado, tiene una ebanistería en Belén Rosales. Miguel también visita la plaza, pero para comprar uchuvas, una fruta que parece adorno navideño y que dicen sirve para la diabetes y otras recetas médicas.

El yacón también lo compra Marino, un brujo y domador de serpientes que los sábados y domingos promete la erección eterna en el Parque Berrío.

Jorge Elías Cano es quien vende esa fea raíz prima hermana de la yuca. Nació en San Javier hace más de setenta años y llegó a la plaza el día que la inauguraron. Trabajaba en construcción, pero le ofrecieron ser cotero y se quedó. Hoy, las fuerzas no le alcanzan para subirse al lomo los bultos de papa que vienen desde Pasto y Boyacá, pero sí es capaz de desgranar frijoles y arvejas en un rinconcito de la tienda de don Nelson.

Por su parte, Rodrigo Londoño, artesano, es quien más compra la cabuya que produce don Eladio. Le parece de buena calidad y por eso todos los sábados va hasta la tienda de doña Rosa para llevarse dos o tres madejas. Rodrigo vive en el barrio Niza, cerquita de Santa Lucía. Sus artesanías las vende en el centro y a veces también en la plaza de La América, cuando queda tiempo.

Rodrigo, al igual que la mayoría de los compradores de la plaza, jamás se pregunta de dónde llegó ese producto que tanto le sirve. Jamás se pregunta quién lo cultivó o lo fabricó. Él no se da cuenta de la historia que va amarrada a cada hilo de esa madeja de cabuya, porque las plazas no son únicamente las historias que ocurren dentro de esos pasillos repletos de estantes y colmados de olores, también son las historias que ocurren fuera de ellas, muy lejos de ellas. Eladio, sin saberlo siquiera, también hace parte de la vida multicolor de esa plaza de cinco mil metros cuadrados y 45 años de historia, donde doña Miriam, con más de setenta años, sigue cuidando los carros junto a su hermano Arturo, de 65; donde el restaurante Doña Tere ya no es atendido por Tere, que se murió de tanto fumar y esperar un amor extraviado; donde Lolo, Jaime Correa y Alonso, tres de los comerciantes fundadores, parecen los últimos fantasmas de una época que agoniza bajo las fuertes pisadas del progreso. Porque a la Plaza de La América el Éxito le respira en la nuca, como el asesino agazapado en las sombras, silencioso, expectante.

La plaza ha tenido que adaptarse a los cambios que traen estos tiempos de alimentos compactados en latas y envases plásticos; de pagos con tarjeta; de cajas registradoras. Ahora es un aula ambiental que cree en los productos cosechados en los campos de Antioquia o en las Ecohuertas de la periferia de Medellín. Sus clientes son cada vez menos y más viejos, y a uno le da por pensar que, como al hijo de Pedro Páramo, los pocos que la habitan o la visitan algún día se darán cuenta de la triste realidad, de que Comala ya no existe; y que solo es un pueblo abandonado custodiado por fantasmas obstinados, aferrados a la esperanza de estar vivos, y convencidos de que todavía es 1969. UC


 
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