Número 60, octubre 2014

Los zancudos de Tenochtitlan
Fernando Mora Meléndez.
Ilustración: Como alimento, Camilo Restrepo, 2006

Camilo Restrepo

 

Por un balcón del hotel Washington advierto, al frente, la bandera tricolor con el águila en el centro. Me gusta esa presencia del verde, el blanco y el rojo ondeantes, y el ave de rapiña que recuerda a la serpiente emplumada de los aztecas. Me pregunto si esta repentina atracción de un hombre por la bandera de otro país podría ser una forma sutil de traición a la patria, con todo y el regusto agridulce que depara un amor infiel.

Reviso la fecha de regreso y encuentro que tengo los días contados en el Distrito Federal. Miro una guía de viaje y me doy cuenta de la incontable lista de sitios que no visitaré. Descorro un poco más la cortina y veo seis carros parqueados allí arriba, en la azotea de un edificio antiguo, una de las tantas joyas que dejó el Porfiriato. No veo aberturas en la terraza, luego ¿cómo los han subido hasta ese quinto piso del palacio?

De pronto oigo un alboroto en la calle, gente apiñada en las aceras, un atleta flacucho cruza con su número a la espalda, luego lo siguen otros de su misma complexión: las carnes magras de los corredores de fondo. Compiten en la maratón anual de la ciudad. Podría quedarme aquí y no salir a ningún lado, venir a un lugar a contemplar solamente lo que se alcanza a ver por una estrecha ventana de pensión.

Casos se han visto: un amigo estuvo en la Isla de Manhattan y sólo iba a una esquina a comprar cigarrillos a una máquina. Otra conocida, Margarita, pudo viajar a París, aprovechando que una amiga colombiana, que vivía en las afueras, la había invitado varias veces. Iba a cumplir un sueño por el que ahorró un par de años. En el aeropuerto Charles de Gaulle la recogió el esposo de la paisana. Fueron a la casa, en un campo, muy lejos de la Torre Eiffel. Allí se dio cuenta que el marido y su amiga hablaban demasiado poco. Pensó que podría tratarse de una barrera idiomática, o de esos silencios que son el privilegio de las parejas que han vivido juntos demasiado tiempo. Pero luego la esposa contó que estaban en vueltas de separación y apenas hablaban lo necesario.

Dos días más tarde estalló una huelga de camioneros. El único automóvil de la casa lo manejaba el marido y él se negó a llevar a mi amiga a conocer la ciudad. Dijo que era peligroso en esta situación, que además el gobierno iba a racionar la gasolina. Los días fueron pasando y ellos no salían más allá de los límites del jardín, a la hora del almuerzo. Las vacaciones terminaron; ella tenía que regresar a su trabajo de bacterióloga en Medellín. Estuvo de buenas que el hombre accedió a llevarla al aeropuerto, en un rapto de cortesía. De modo que esta fue la última vez que Margarita no vio París.

Acordarme de esta historia, encerrado en el cuarto de alquiler del DF, a solo dos cuadras del zócalo y de las ruinas del antiguo imperio, me hacía sentir como una cucaracha checa. “Lo importante no es saber a dónde ir sino salir”, había dicho Franz Kafka. Entonces decidí bajar a la recepción.

Allí seguían pasando los maratonistas, con ese paso sereno de los que tienen que cubrir grandes distancias y no andan desbocados como los velocistas de cien metros. El encargado de la recepción, un gordo calvo, de aretita y sonrisa coqueta, me preguntó, mientras yo le entregaba la llave del cuarto: ¿Ándale, por qué no usas el elevador? No era del todo un prototipo del macho mejicano. Le respondí que prefería las escaleras.

Tomé una calle alterna para alejarme de la competencia. Como el casco histórico de esta ciudad es un laberinto de cuatrocientas manzanas, era necesario acordarme de la dirección donde me alojaba: La Palma con Cinco de Mayo. No sé qué pasó en esa fecha, alguna escaramuza de Zapata, de Madero o del cura Morelos. La revolución mexicana estaba tan alejada de mí como mi fantasía erótica con la Malinche, india traidora de los tiempos del bachillerato. Todos los mexicanos son hijos de ella y de la chingada, según Octavio Paz.

Unas cuadras más allá vi cosas dignas de mención: el primer Ángel de la Independencia que había tumbado el terremoto de la cima del obelisco, un organillero que molía corridos en su pianola portátil, varias tiendas de tequila, de tantos nombres que terminé mareado de ver marcas, como si ya me hubiera echado al buche dos tragos. Para evitar tanto dilema era mejor comprar uno barato en el aeropuerto. Y entonces me acordé de Frida Kahlo. Había que conocer su casa. ¿Cómo no? Sería tan inadmisible como ir a Isla Negra y no ver el cuarto de Neruda.

Le puse la mano a un Volkswagen verde que tenía un letrero que decía “taxi seguro”. Pero casi todos exhibían el mismo anuncio. Y entonces, ¿cómo distinguir los inseguros? El taxista tenía el perfil de una terracota indígena de sus antepasados. Pero no lucía hostil, se detuvo ante un extenso enrejado que rodeaba la mansión. Detrás de los barrotes un celador me anunció que esa no era la casa de Frida sino la de León Trotsky. Además estaba cerrada por trabajos de restauración. Me sugirió que caminara hacia la plaza de Coyoacán, donde algún guía me indicaría el camino hacia la pintora.
A Trotsky lo habían matado unos conspiradores partidarios de Stalin, con un picahielos, en esa misma casa. No sé por qué recordaba ese detritus de cultura general.

 

El parque de Coyoacán parece un pueblo de la colonia rodeado por el monstruo de la urbe. Vi casas de colores tierra y ventanas con alfeizar. En una de ellas había un anuncio de información turística. Tras un mostrador asomó una mujer robusta con una hamburguesa a medio morder. Ya había pasado hacía rato la hora del almuerzo, pero la señora estaba en el suyo. Me arrepentí de haberla interrogado en esa circunstancia; solo que no bien me disculpé, ella dejó de masticar, me miró con cierto recelo: ¿Frida? Nomás vaya por acá, dijo. Y se tomó el tiempo para explicarme con lujo de detalles qué bus debía tomar y lo que tendría que hacer luego. Aunque parecía enredado, me percaté de atender, lápiz en mano, lo dicho por la mujer. No contestó cuando le di las gracias, se escabulló hacia las sombras de la trastienda con su mirada más rasgada.

Esperé el camión, como le dicen allá a los buses, y me bajé siete cuadras después para seguir el esquema trazado. Ya andaba bajo el sol jaguar, sudando a mares, sin hallar ninguna casa que se le pareciese, ni letrero alguno. Un muchacho me miró desde un balcón. Era curioso que tuviera un pincel en la mano y estuviera pintando. De inmediato descifró mi acento, dijo conocer gente colombiana, y se asombró de que me hubieran dado una información tan errada. La casa de Frida queda exactamente en la dirección contraria, dijo, pero como hoy es lunes no la va a encontrar abierta. Pocos museos abren este día, ya le toca ir mañana. Es padrísima, agregó, se llama La Casa Azul.

De pronto, mi reacción fue volver al parque. Sentí que debía verle la cara otra vez a esa hija de la chingada que me había embolatado. No sería difícil encontrar su guarida esta vez. ¿Dónde puedo coger un taxi?, le pregunté al pintor. Después de explicarme, también me advirtió que coger era la peor grosería, en ese caso quería decir: hacer el amor con un taxi.

Estaba mareado por el sol y la confusión. Asomé las narices a la oficina, miré a la mujer que me había engañado con una rabia ancestral, casi precolombina. Ella no se dio por aludida, o tal vez se hizo la loca. Estaría mamada de explicar lo mismo todo el día. Recordé esa frase de Carlos Fuentes: “Los mejicanos solo saben morir”. Al caminar por el empedrado, remordido, alcancé a ver en un cartel florido la traducción de Coyoacán, tierra de coyotes. Esto parecía explicar cosas. Di un par de vueltas por ahí, tuve una ensoñación: vi a la mujer haciendo marcas en un papel, cada palito era un turista extraviado por sus malas señas, como un perverso desquite con la vida. Entré a una tienda de cacahuates y compré una bolsita surtida.

Ya caía la noche triste sobre el Zócalo cuando llegué al hotel. El mismo conserje de antes me entregó la llave del cuarto con su sonrisa picarona, me mató el ojo. ¿Que no piensa ir a divertirse un ratito? No, le dije. Porque si quiere le puedo hacer algunas sugerencias. ¿Cómo cuáles? Bueno, hay unos bares… pero lo malo es que acá todos los bares buenos son gays. Le agradecí como el conquistador Hernán, cortésmente.

Ante el cansancio, decidí probar el elevador. Era del tamaño de una nevera, con puerta de reja corrediza, como los de las películas de la serie negra. Rogué que se pudiera abrir sin bomberos. Y aunque traqueteaba, logré llegar ileso a terminar con el resto de cacahuates.

Empezaba a tomarle cariño a la habitación que olía a maderas viejas y tafetanes gastados. Caí profundo en el sueño, pero quince minutos después me despertó una música de cornetines minúsculos que conocía demasiado bien por haber vivido en tierra caliente. La legión de zancudos anunciaba como una fanfarria de mariachis su festín de sangre. Prendí la luz y la orquesta calló. Estuve un rato vagando por la habitación, a la espera de darle su merecido a alguno; pero como sabéis estos bichos son los más inteligentes del reino animal, y además tenían un cielorraso alto para esconderse. Confié en que se habrían replegado del todo. Y al primer asombro de encontrar zancudos aquí siguió la imagen de la laguna donde los españoles encontraron ese prodigio de ciudad: Tenochtitlan, con sus calles, pirámides y palacios que parecían flotar. Apagué la luz, reconciliado ya con esta raza de insectos hijos del mestizaje. Pero al momento sentí a uno solitario que zumbaba a un lado de mi oreja; dispuesto como un sacerdote a hundir su punta de obsidiana para extraer la sangre de los sacrificios. Molía su música siniestra en los pantanos de mi insomnio.

Puse un dedo en el suiche, dispuesto a encender la luz y sorprenderlo. Fue un golpe de suerte; el manotazo dejó al vampirito estampillado contra la pared. Pero, además de esa sustancia negra y viscosa, había también, en el lugar de los hechos, una mancha de sangre. Esperé, en el desvelo, que llegaran los otros a vengar la muerte de su guerrero. Nunca volvieron. Tuve tiempo de buscar la palabra en un diccionario básico de náhuatl que había comprado en un puesto callejero: Apipilolhuaztli. Era así como los hombres de Tenochtitlan llamaban a sus zancudos. UC

 
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