Cuando terminé de revisar los dos mil y pico de trabajos enviados para participar en el concurso de poemas de amor de la Casa de poesía Silva, en Bogotá, lo primero que se me ocurrió fue correr a la droguería por un purgante. Me sentía indigesto, revuelto después de tantas efusiones, tantos llamados al amor ausente, tantos recuerdos de buenas damas que terminaron como damas lejanas. Cualquiera de ustedes me hubiera recomendado además una prueba de glicemia. Pero no, no había necesidad. Más bien faltaba el azúcar en ese montón de poemas, la dulzura, la delicadeza, la bondad, o en todo caso, cuando había algo dulce, era el dulce de la azúcar basta, ramplona, sin refinar.
Y cómo pesaban. Como media tonelada. Porque si algunos de los concursantes despacharon la carga de sus sentimientos en el vómito de seda de un soneto forzado o en un haiku traído por los cabellos a los reinos de miserias de la poesía como un milagro de condensación, otros necesitaban extender el chicle de su experiencia sexuosentimental hasta las dimensiones de un canto homérico, con crujientes maderámenes de barcos que ascendían a las estrellas para caer en lo seudovirgiliano, con un enredo de viajes retorcidos y de diosas bizcas de alguna isla cordobesa, de Córdoba, Colombia.
Confieso que no leí todos los materiales de pe a pa. Pero también confieso que no me abstuve de consumirlos completos por pereza o por simple deshonestidad, sino más bien porque, a pesar del respeto que me inspiran todos los autores, aún los fallidos, todos los que intentan redactar un texto por su cuenta y riesgo, fui fiel al lema isabelino de que mal acaba lo que mal empieza, lema que Shakespeare recompuso, al menos en la traducción de mi propiedad, si no se ha perdido, si no se la han robado los amigos bibliómanos, diciendo que a buen fin no hay mal principio. Sí, decidí que si un poema cojeaba en los primeros trancos, o versos, para ser comprensivo, era imposible que llegara a alguna parte, y lo apartaba. Casi todos cojeaban. Algunos, entre el título y el primer endecasílabo inconsciente ya proponían la barrabasada muchas veces, casi siempre, una de esas barrabasadas que ni siquiera dan risa, que más bien inspiran una inmensa compasión por los poetas enamorados. Uno dijo: “Amor sentimiento sublime que sale del corazón”. Así, no se puede.
Casi todos los participantes en el concurso debían ser demasiado jóvenes para convertirse en auténticos poetas, eso se intuía, por la seriedad que ponían en describir sus romances y las debacles consiguientes. Aunque había algunos viejos, evidentes, que celebraban una esposa y unos niños, ya hombres y ciudadanos de pro, sin mencionar, claro, los berrinches y los pañales ni el sarampión, ni la marihuana del menor, como en una transubstanciación de vulgaridades en paraísos. Otro comenzó lo suyo diciendo: “Ansias de ti, de darte un beso”. Ustedes, qué harían con un poema que comienza por estar tan ansioso… No hay mal que por bien no venga.
Fuera de los honorarios y el aburrimiento, que tuve que vencer muchas veces haciendo uso de toda mi buena voluntad, al adentrarme en esos retorcimientos de enamorizcados perdidos, me quedó una enseñanza: hay que evitar siempre los poemas de amor, si uno no es Shakespeare o Rilke, por poner dos verbigracias eminentes. Nada hace babear como el amor. Yo pensaba en Schopenhauer mientras leía y leía poemas o casi poemas, para ser más precisos, y me preguntaba con él, cómo era posible, sin contar con el factor locura, que un muchacho de La Candelaria, antropólogo de enredadas greñas y tenis sépticos fabricados en China para una corporación norteamericana, que se acostaba con una muchacha de la provincia pobre en un hotelito de pobres de La Vega, Cundinamarca, algunos sábados de puente, se convirtiera en una cosa así de vehementemente lamentable y desesperada, que habla de crucifixiones y de lamerte hasta morir y de antropofogizarte, mientras cree que afuera crecen las flores para ellos y amanece para ellos y ponen las gallinas para ellos y suenan las campanas en los carrillones para celebrar sus corcoveos.
Recuerdo que yo también hace muchos años comparé las nalgas de una muchacha con unos veros pareados y su risa con un brillo de hielos y al gallo de su patio con la cuna de Venus. Hay que ponerse lejos de las máquinas de escribir, lápices, bolígrafos, o computadores, cuando el corazón, gimiente tórtolo, comienza a palpitar más aprisa de lo acostumbrado o con una intensidad desbocada. La fuerza del instinto genital a veces es transmutada sin que uno quiera en un montón de rosas de repostería. Uno terminaba su oda con este pedido teológico: Dios me libre de no amarte. Idilios fabricados con idiotismos y elegías imaginarias lloradas con mocos perfumados. Eso era todo.
Pero lo otro es mucho más grave. Pensaba yo mientras me incorporaba versos largos como espaguetis y rechonchos pero llenos de viento y verdes más que inmaduros y a veces demasiado empalagosos y a veces demasiado insulsos, después de una breve luz prometedora. Relámpago ficticio. Lo otro es lo más grave. Es decir, esto. ¿Tendrá la poesía sentido en esta hora de los quarks y la materia oscura y el gravitón? Lo peor es que ya no se trata de si la poesía es un onanismo como pensaba Sartre, porque un buen pajazo juvenil ya es algo, ni de si es inmoral escribir poemas después del holocausto, ni de si cantar el árbol es un crimen porque implica callar sobre muchas bellaquerías. Ahora se trata de preguntar por el sentido mismo del poseído que decide convertirse en poeta poseedor de la belleza de un lenguaje ya envilecido. Ahora cuando la historia humana parece volcada toda sobre los microcircuitos, arrojada en un océano de artilugios que alumbran y pitan y hacen como si pensaran y te recuerdan las fechas de los aniversarios de los amigos y a qué horas de enero salen esas estrellas detrás del horizonte de Marte o cuándo hierven las cefeidas. Quizás estamos viviendo el final de la poesía, un final consecuente con la extinción de los filósofos a la vieja manera de los idealizadores franceses y de los hacedores de graves galimatías germanos, de elucubraciones palabreras acerca de ideas precocidas.
Porque llegó la hora de organizar los datos del mundo en proyección pragmática, las apariencias, de un modo perfectamente imparcial, y de renegar de las ideologías y de las emociones. Es la hora de los hechos. De los cerebros abiertos, medidos, calibrados, desmenuzados. Nada de lógicas abstractas: cómo salta la amígdala ante el recuerdo de un mantra, por qué los japoneses curan las audiciones fantasmales interrumpiendo una conexión detrás de la oreja. Y por qué esperan esos genes, presentes al nacer, para manifestarse en la depresión suicida de un hombre maduro. Y de qué modo las moscas con cáncer en el ano han ayudado a descubrir el origen de la enfermedad en los hombres (y las mujeres), las benditas moscas domésticas y los benditos moscos… Ahora, dime un verso que valga alguna cosa frente a eso. Todos los poetas se parecen tanto ahora. Y cantan las mismas cosas anacrónicas. Mangadas y banderas, y calles por donde andan los amores que se buscan y no se encuentran o se encuentran pero se pierden. Y entonces, apareciste con tus collares. Y me perdí.
Señoras y señores. Esas cosas ya no se dicen. Las mujeres, para empezar, se ríen de esas cosas y te llaman intenso y adornado. Bueno, habrá algunas despistadas que todavía gustan de los poetas. Pero eso se les pasa pronto. A veces, incluso, después de un matrimonio a las carreras, ante un cura acezante entre azucenas, y que si acaso dura un quinquenio como los planes económicos de los comunistas rusos del siglo pasado, termina en idéntica bancarrota y en idéntico soneto. “Serás, amor, un largo adiós que no se acaba: vivir, desde el principio, es separarse”. No es mío. Ni de algún participante en el concurso. Ni más faltaba. Es de Pedro Salinas. Pero si uno no es Salinas, por lo menos, debería abstenerse de escribir poemas de amor. Es todo lo que quería decir. Ah. Y esto. Que un concurso de poesía es una catástrofe ecológica. Yo no sé cuántos bosques fueron desmenuzados para tanto papel, para tanto papelón. Tantos pliegos para babosear sobre Sandra, cuando me veo en tus ojos, o era Susana, cuando llegaste aquella tarde de lluvia yo tenía los ojos mojados… Etc. Olvidaba decir que algunas mujeres participaron en el concurso. Ellas, tan tiernas. Tan poco perniciosas. Sus poemas me permitieron suponer que todas son unas espléndidas amantes de esas que sudan y jadean y dicen palabrotas en el clímax. Y que también cocinan un café de maravilla, amargo y pesado, como a ti te gustaba aquellos martes que ya no volverán, que ya no volverán a vernos juntos. O como dijo otro participante en el concurso: “Alimentando el espíritu para que pueda volar… los sueños materializan… a La flaca”. Así, con el artículo en mayúscula como una rodilla que se dobla… en sublimada genuflexión. Aunque suene contradictorio.