A las seis de la tarde abordamos el barco: Orrego el camarógrafo, Camilo el sonidista, el profesor Arley, que era nuestro contacto y personaje, y yo. La idea era grabar una faena de pesca de camarón como uno de los temas de un programa de televisión documental y divulgación científica, donde queríamos entender y explicar el fenómeno de la disminución de la pesca en el Caribe colombiano. Fue en octubre de 2008.
El barco era una de esas naves que desde los años sesenta se veían a lo lejos con los brazos estirados desde el malecón en Tolú, y a los que siempre se les tomaban fotos porque eran capaces de hacer poético el paisaje tropical. Por primera vez utilicé el muelle que en otra época, cuando había más de cincuenta barcos como ese en el Golfo del Morrosquillo, era un puerto de verdad; y no esa triste mole de cemento rodeada de agua sucia y olorosa, donde ya solo atracaban seis barcos, rezagos de esa inmensa flota que se llamaba Los Vikingos.
Como a otras grabaciones en lugares a los que sabía que no iba a volver, llevé mi cámara de video casera para hacer planos de apoyo que después se utilizarían en el documental y quedarían en mi archivo personal.
El barco lo habitaban cuatro marineros: un capitán y tres pescadores. El capi era un tipo sin camisa y con una panza inmensa que exhibió desde que se subió a la nave; debe ser por eso que nunca miré su cara, sino la inmensa cicatriz que lo atravesaba como el cierre de una chaqueta. Para mí los tres pescadores eran el mismo: tres señores flacos, con la ropa sucia y raída, y sin ningún interés en nosotros o en la grabación en la que participarían. A diferencia del capitán que nunca salió del cuarto de máquinas, buena parte de su faena era sobre cubierta.
El plan era estar en una faena de doce horas de pesca, navegar rumbo norte, en línea recta durante tres horas, y regresar por la misma ruta. Luego ir y volver de nuevo por la misma línea, barriendo, literalmente, el fondo del mar para sacar el camarón que habita entre veinte y ochenta metros de profundidad. La función del profesor Arley era explicarnos todo lo que pasaba, además de presentar en la televisión los resultados de su investigación que consistía en inventar y aplicar tecnologías que hicieran de la pesca una actividad más rentable y ambientalmente sostenible.
Una vez zarpamos los tres marineros se fueron para la cubierta, donde de forma mecánica hicieron su trabajo como quien ha hecho lo mismo desde que era chiquito. Limpiaron el piso de la nave, desamarraron las dos redes que colgaban a lado y lado del barco, sacaron cuatro cajas plásticas grandes de esas de Estra, las acomodaron y revisaron el hielo dentro de la bodega. Orrego seguía todos los movimientos de estos hombres que se negaban a repetir cualquier acción para la cámara. Una vez terminaron de organizar, el barco comenzó a navegar en la dirección prevista, soltó las redes y ellos se fueron a dormir a un minúsculo camarote que había junto al bullicioso cuarto donde estaban los motores, de donde salía un calor infernal.
Cuando cayó el sol y todos se fueron a dormir, yo me acerqué al capi que miraba una brújula, un GPS y un sonar para seguir siempre la línea trazada; mantener el rumbo era lo único importante. Después de quince minutos de árida conversación decidí hacer lo que todos me recomendaron: echarme a dormir en cualquier parte. Escogí la proa del barco, no solo porque estaba lejos de todo el mundo sino porque tenía la sensación de que adelante estaba oscuro y venteaba más. La noche era clara, la luna estaba en creciente, casi llena, había algunas estrellas y a lo lejos se veían, ocasionalmente, las luces de los rayos que caían en una tormenta en alguna parte del océano.
La sensación de estar acostada en el barco, mirando el cielo, con el mar en calma y la inmensa luna iluminada fue reconfortante. Le agradecí a la vida toda mí suerte por tener un trabajo en el que me pagaban por pasear. Pasé un rato feliz y en paz con el universo, como debe ser. A las nueve de la noche en punto sonó una campana. Todos en la nave nos levantamos como si fuera una emergencia, prendimos las dos cámaras y empezamos a grabar.
Los motores del barco cambiaron el tono y todos los cables que lo cruzaban se estiraron. No importaba dónde nos hiciéramos, siempre había una pala, una viga, un cable, una caja, un peligro; siempre le estorbábamos a alguien o a algo. Orrego grababa de cerca a los pescadores y yo captaba los planos generales con mi lente gran angular. Había mucho movimiento, los tres hombres corrían de un lado a otro. De pronto los cables no estiraron más y del agua empezaron a emerger lentamente las redes, una a cada lado: majestuosas, pesadas y llenas de vida.
Cada red tenía un marinero encargado de empujarla y acomodarla en el centro del barco. Colgaron un instante mientras las grabábamos y finalmente las abrieron. El piso de la cubierta quedó lleno de animales de distintas especies: estrellas de mar, erizos, pepinos de mar, cangrejos, peces globo, esponjas, lenguados, peces aguja y algunos camarones. El treinta por ciento, como me explicó después el profesor Arley, es camarón; el otro setenta es pesca incidental. Inmediatamente se abrieron las redes el barco hizo una vuelta en U y las lanzaron nuevamente para seguir barriendo el fondo del mar, otras tres horas en dirección opuesta y por el mismo camino.
El piso del barco parecía vivo. Era como un tapete café y viscoso cubierto con miles de animales saltando desesperados por volver al agua, ahogados en el aire, unos encima de otros tratando de que sus agallas funcionaran, pero eso no volvería a pasar. Algunos, como los roncos, soltaban sus ruidos desesperados; a los cangrejos les salía una baba con burbujas blancas por la boca, y corrían por el barco, pero siempre se chocaban contra algo; los demás, simplemente se retorcían o giraban en su propio eje.
Cada pescador se sentó en un pequeño banquito y cogió un rastrillo con el que movía toscamente el botín que el mar les acababa de entregar. Comenzaron a revolver el suelo escogiendo las presas agonizantes y separándolas en las cajas. Los camarones grandes los echaron en la más nueva; en otra el pescado más fino como el ronco, el pargo platero (o sea joven), o el bonito, y los camarones chiquitos (también jóvenes) que se podrían vender en el mercado; en la otra todo lo que sirviera para la alimentación de sus familias; y por último “el social”, o sea los peces de especies que no le gustan a nadie pero que se les pueden regalar a las familias más pobres de la región para usar como carnada, o comida.
Esta operación duró unos 45 minutos. Después de la separación quedaron en el suelo todos aquellos bichos que nadie se come, muertos o moribundos, asfixiados por la falta de agua: estrellas de mar, erizos, peces aguja, globos, medusas, lenguados, y otros tantos animales de arrecife a los que nunca se les ha encontrado uso comercial en Colombia. Sacaron agua del mar, lavaron la caja del camarón grande, la pesaron satisfechos y guardaron todo en la bodega con hielo y sal. Finalmente devolvieron el descarte al océano con una pala, y los últimos los tiraron por un agujero que tiene la pared del barco a ras del suelo para barrer las sobras y desechar los cadáveres, que terminan de despedazarse apenas tocan el mar tras caer varios metros desde una nave en movimiento.
Una vez pasó el furor de la pesca todos se fueron a dormir, pues todavía faltaban más de dos horas para sacar la segunda tanda de camarones que volarían a España, Estados Unidos y Japón.
Hasta la mitad de los noventa la pesca industrial de camarón era la más importante de Colombia. En ese entonces había más de cien barcos de pesca de arrastre iguales a este en el Caribe y el Pacífico colombianos, pero un día el negocio dejó de ser rentable, subió el precio de la gasolina y se acabó el camarón. Vendieron los barcos y Los Vikingos se fueron con sus redes a otra parte. Después de ver la masacre me quedó claro por qué se acabó el camarón, y quién sabe qué otras especies dejaron de existir después de ser arrojadas por la borda.
En medio de mi angustia por lo que acababa de grabar, me fui a buscar consuelo en la sabiduría del profesor Arley, quien me contó orgulloso que su trabajo había sido implementar mejores redes, con agujeros más grandes en la maya, con las que se ahorraba el treinta por ciento del combustible del barco; además de la activación de un dispositivo para excluir las tortugas que antes se morían asfixiadas entre las redes. Mi siguiente pregunta fue si no se debería hacer el esfuerzo de investigación para hacer cultivos de camarón y evitar la muerte del setenta por ciento restante. Me respondió que sí, pero que era mucho más costoso.
Las siguientes dos horas no dormí. Me quedé en silencio parada en la proa, como Di Caprio en Titanic, esperando el témpano de hielo que hundiera ese barco y acabara con mi tristeza. Soy buzo. Desde el año 2002 el mar tiene otro significado para mí. He recorrido kilómetros debajo del océano disfrutando de todas las formas de vida marina, y sé lo difícil que es encontrarse con un pulpo, un calamar, un lenguado, una tortuga o un pargo adulto en el Caribe colombiano; en los mares de Tolú y Coveñas, prácticamente no existen. Entendí por qué. Lloré. No pude parar de llorar hasta que otra vez, a la media noche, sonó la campana.
Nuevamente todos corrimos hacia la popa. Volvió a cambiar el sonido de los motores, se estiraron los cables, estorbamos, salieron las redes más cargadas que la primera vez y quedó nuevamente el tapete de animales agonizantes en la cubierta del barco. Grabé sin emoción y mi lente se concentró únicamente en la pesca, en tratar de identificar por fuera del agua y mientras morían, esas especies que nunca pude ver mientras buceaba. Por alguna razón, el segundo barrido fue más productivo que el primero. Otra vez sacaron las cajas, separaron lo que servía y tiraron por la borda todo lo muerto. El barco giró en U, soltaron las redes y nos devolvimos por el mismo camino. ¿Por qué no se escogía primero el descarte y se devolvía vivo al mar antes de separar lo otro? Yo estaba pensando en los animales, ellos en el negocio.
Seguí sin dormir. A las tres de la mañana se repitió la misma historia, el mismo rumbo, la campana, las redes, el suelo lleno de vida muerta, los peces que saltan, los cangrejos que corren, el grito de los roncos, el rastrillo que desmiembra, la pesa, la nevera, y el descarte muerto de lo que no se vende.
Así como el atardecer del día anterior, la salida del sol estuvo majestuosa. A las seis de la mañana fue la última captura. Decenas de gaviotas perseguían el barco, a sabiendas de que en algún momento soltarían los kilos muertos de la última pesca, animales frescos que les servirían de desayuno. Aproveché el regreso para hacer la entrevista al profesor con la luz del sol naciente. Fue una mala entrevista en la que mi emoción estuvo por encima del periodismo, y de la ciencia. Al menos ya no sacan tortugas, debe ser por eso que el profe me dice que trabaja para que esta pesca sea sostenible. Ese fue mi único consuelo.