Lima
Estoy en Lima y pienso en mi papá. “Nunca llueve”, decía cada vez que alguien mencionaba la ciudad. Él jamás puso un pie acá.
Pienso también en aquel compañero de estudios en Cuba. Era peruano y por alguna razón no había salido mucho de Lima. Tenía veinte años. Cuando se desató el primer aguacero veraniego, que duró tres días, lo encontré parado frente a un ventanal. Perplejo. En los minutos que permaneció sin moverse, mantuvo una expresión de asombro infantil. Un gozo abrupto que envidié y seguí envidiando en adelante.
Estoy en Lima y miro la tarde diluirse en un cielo atiborrado de nubes gordas que no se van a desplomar. No me arrebatan el aliento pero su compañía tranquila, predecible, se siente bien. Muy bien. A lo mejor eso es la madurez.
Estambul
Era un bar con un esquema que se repite mucho en Estambul: varias mesas agolpadas alrededor de un cantante con guitarra que encadena canciones populares turcas. Yo no entendía ni una palabra. En los estribillos casi todo el mundo lo acompañaba. Un coro espontáneo, alegre y sentido. Varias mujeres se ponían de pie y, con los brazos abiertos, giraban las muñecas en un gesto de baile bonito y ajeno.
Era un espectáculo comunal de algarabía inocente que me maravillaba. Pero también me ponía algo melancólico en mi insuperable lejanía. Soledad de forastero. Contagiado del entusiasmo, traté de concentrarme en el ritmo. Demasiado consciente de lo absurdo que resultaría querer atinarle cantando aunque fuera a una sola sílaba, mantenía los labios sellados.
De repente, hubo un apagón y el sonido amplificado del cantante se perdió. Ya el micrófono no estaba de su parte. Luego de un segundo de perplejidad, el público, ahora convertido en sombras, empezó a cantar con mayor ímpetu la canción entera, ya no solo el coro. Fue tanto el gozo que no me pude resistir y, amparado por la oscuridad y el alto volumen colectivo, canté onomatopeyas con actitud sentida. Las calculé parecidas a lo que decía la voz unificada a mí alrededor. Lo hice como si entendiera cada palabra, como si la letra tuviera un profundo valor para mí.
Cubanas
Las cubanas lanzan muchos besos al aire. Es una forma práctica de saludar cariñosamente sin desviar su camino. Dada la lentitud que el tongoneo sabroso les impone al caminar, si se acercaran a saludar de beso a todo el mundo no llegarían nunca a ninguna parte.
Sus besos voladores son sonoros, robustos y contundentes. A veces se acompañan de un movimiento de la mano que termina de darles impulso. Se aseguran así de que lleguen a su destinatario sin importar a cuántos metros se encuentre.
Pero en ocasiones estos besos se desvían en el camino como balas perdidas. El viento o la inercia los llevan hacia otro lado. A mí me han caído varios, cálidos y escandalosos, que iban para alguien más. ¿Qué sucede entonces? Nada, nadita, nada. Nadie se muere por ello, las cubanas son generosas y no ven drama en compartir. Siguen su camino, agitando con parsimonia, a lado y lado, unas nalgas que generalmente tienen kilos de más.