Número 60, octubre 2014

Instantáneas
Andrés Burgos. Ilustración: Camila López

 

Lima
Estoy en Lima y pienso en mi papá. “Nunca llueve”, decía cada vez que alguien mencionaba la ciudad. Él jamás puso un pie acá.

Pienso también en aquel compañero de estudios en Cuba. Era peruano y por alguna razón no había salido mucho de Lima. Tenía veinte años. Cuando se desató el primer aguacero veraniego, que duró tres días, lo encontré parado frente a un ventanal. Perplejo. En los minutos que permaneció sin moverse, mantuvo una expresión de asombro infantil. Un gozo abrupto que envidié y seguí envidiando en adelante.

Estoy en Lima y miro la tarde diluirse en un cielo atiborrado de nubes gordas que no se van a desplomar. No me arrebatan el aliento pero su compañía tranquila, predecible, se siente bien. Muy bien. A lo mejor eso es la madurez.

Estambul
Era un bar con un esquema que se repite mucho en Estambul: varias mesas agolpadas alrededor de un cantante con guitarra que encadena canciones populares turcas. Yo no entendía ni una palabra. En los estribillos casi todo el mundo lo acompañaba. Un coro espontáneo, alegre y sentido. Varias mujeres se ponían de pie y, con los brazos abiertos, giraban las muñecas en un gesto de baile bonito y ajeno.

Era un espectáculo comunal de algarabía inocente que me maravillaba. Pero también me ponía algo melancólico en mi insuperable lejanía. Soledad de forastero. Contagiado del entusiasmo, traté de concentrarme en el ritmo. Demasiado consciente de lo absurdo que resultaría querer atinarle cantando aunque fuera a una sola sílaba, mantenía los labios sellados.

De repente, hubo un apagón y el sonido amplificado del cantante se perdió. Ya el micrófono no estaba de su parte. Luego de un segundo de perplejidad, el público, ahora convertido en sombras, empezó a cantar con mayor ímpetu la canción entera, ya no solo el coro. Fue tanto el gozo que no me pude resistir y, amparado por la oscuridad y el alto volumen colectivo, canté onomatopeyas con actitud sentida. Las calculé parecidas a lo que decía la voz unificada a mí alrededor. Lo hice como si entendiera cada palabra, como si la letra tuviera un profundo valor para mí.

Cubanas
Las cubanas lanzan muchos besos al aire. Es una forma práctica de saludar cariñosamente sin desviar su camino. Dada la lentitud que el tongoneo sabroso les impone al caminar, si se acercaran a saludar de beso a todo el mundo no llegarían nunca a ninguna parte.

Sus besos voladores son sonoros, robustos y contundentes. A veces se acompañan de un movimiento de la mano que termina de darles impulso. Se aseguran así de que lleguen a su destinatario sin importar a cuántos metros se encuentre.

Pero en ocasiones estos besos se desvían en el camino como balas perdidas. El viento o la inercia los llevan hacia otro lado. A mí me han caído varios, cálidos y escandalosos, que iban para alguien más. ¿Qué sucede entonces? Nada, nadita, nada. Nadie se muere por ello, las cubanas son generosas y no ven drama en compartir. Siguen su camino, agitando con parsimonia, a lado y lado, unas nalgas que generalmente tienen kilos de más.

 

Chino
En el metro de Seúl nadie nos iba a entender. Así que aprovechábamos para hablar de los presentes sin pudor. El tema del momento era lo poco que se arrugan los coreanos con la edad. De repente, una voz a espaldas nuestras agregó en perfecto español, con acento idéntico al nuestro, que además no les salían canas.

Era una chica de unos veintipocos. Entre otras cosas nos contó que era su segunda vez en Corea, que venía a visitar a un amigo y que él ya había ido varias veces a Colombia.

Éramos los únicos occidentales en el vagón.

Cuando descendió, hablamos de ella. Resultaba fácil deducir que el coreano era su novio. Obviamente algún familiar de ella tuvo que haberse referido a él como ‘El Chino’ en algún momento. Lo imaginamos en una fiesta decembrina paisa y nos dio un poco de risa y lástima. Ella nos pareció muy bonita, pero seguramente tendría poca suerte en Medellín porque no encajaba en el encasillamiento que le gusta a esa ciudad de la que habíamos huido. Nos maravilló la distancia que a veces hay que recorrer para que te acepten. Aunque ya no nos podía oír, le deseamos toda la suerte del mundo con su chino.

Besito
Era Nueva Orleans antes de Katrina y yo era turista. Estaba sentado en el suelo con otro centenar de personas oyendo un concierto de un quinteto de bronces en un parque. Una cabecita sólida se asomaba entre la gente yendo de acá para allá, corriendo errática y feliz: una niña con síndrome de Down; no tenía más de cinco años.

Fue de un lado a otro varias veces sin detenerse hasta que, vaya uno a saber por qué, encontró un destino: yo. Me dio un besito en la mejilla y se rio. Entre toda la gente que había allí me eligió a mí. Solo a mí. Tres segundos después estaban allí sus padres, gringos blancos y extremadamente educados, disculpándose. Los tranquilicé con una sonrisa sincera que esperaba no deviniera llanto. Era cuestión de controlarme. Pocas veces he sido tan feliz.

Cuando se la llevaron, se despidió agitando en alto su manita de empanada. Ella siempre va a permanecer en el top de mujeres favoritas en mi vida.

Copacabana
Copacabana es conocida por ser una playa más popular que Ipanema y Leblón, sus vecinas sofisticadas, donde no hay tanto pueblo ni negocitos chichipatos. Sin embargo, un recorrido de domingo 29 de diciembre por Ipanema terminó por darme la idea contraria. Gente, gleba, montonera por millones. Familias enteras y disfuncionales que habían llegado en metro desde barrios alejados y trataban de tostar aún más sus pieles mulatas ya tostadas. Niños flacos no paraban de gritar y correr felices. Democracia encuerada. Se borró la fama que traía la playa. Me gustó mucho, porque aunque en visitas posteriores recuperó algo de su compostura, había sido como tener la oportunidad de ver a una modelo de portada en su casa, despeinada y con la cara untada de mantequilla.

Ipanema
El primero de enero, después del desbordado espectáculo de fin de año en Copacabana, donde se reúnen más de dos millones de personas, estoy de nuevo en Ipanema, desde donde se ve el atardecer mejor que en cualquier otro lado de la ciudad. La playa y un risco aledaño se encuentran repletos de gente. La actitud general es tranquila, de relajamiento después del clímax, de cansancio satisfecho. No parece haber un objetivo más allá de gastar las horas hasta que se vaya la luz. Esto pienso hasta que el sol comienza a desaparecer y me doy cuenta de que sí había un propósito. La gente empieza aplaudir al primer atardecer del año. Aplaudimos. No sé si es algo que suceda cada año o se dio espontáneamente en este día. Pero fue bonito y, para mí, un símbolo contundente de las formas y caminos que van tomando las satisfacciones en nuestras vidas.
UC

 
Camila López
 
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