En una era en la que nuestros movimientos pueden ser rastreados desde satélites o desde nuestro propio computador, como lo confirmaron las revelaciones de Edward Snowden, exintegrante de la CIA, sobre las actividades e intereses de NSA (National Security Agency) y el GCHQ (Government Communication Headquarter), las atalayas parecen una herramienta de vigilancia prehistórica. 
Pero en Perú las atalayas son una característica omnipresente. Se empinan     en medio del paisaje de ciudades, pueblos y playas. Algunas tienen apariencia     amenazante y dramática, otras son más livianas y hasta chistosas.     Están construidas con variedad de materiales, desde ladrillos, hormigón,     acero y aluminio hasta madera, plástico y totora. Se encuentran en lugares     obvios: alrededor de embajadas, instalaciones militares e industrias. Y en lugares     sorprendentes: dentro de una plaza de juegos, encima de una cisterna     de agua, en medio del desierto o de un cultivo, donde las usan los halconeros,     e incluso, en la cima de una roca frente al mar.     
No siempre están ocupadas, muchas atalayas permanecen vacías pero su     presencia recuerda que alguien podría estar observándote, parecen decir:     “¡Contrólate! ¡Autovigílate!”. En algunas zonas de Lima, como en la avenida     Argentina que conduce al mayor puerto del país, Callao, hay tantas atalayas     que uno podría pensar que se encuentra al interior de los panópticos     que ideara el filósofo Jeremy Bentham a finales del siglo XVIII. El objetivo     de la estructura panóptica es permitirle al guardián, parapetado en una torre     central, observar a todos los prisioneros recluidos en celdas individuales     alrededor de la torre. El efecto panóptico inspira en el detenido una conciencia     de su permanente visibilidad.
 La alta cifra de robos en Perú, sumada a la desconfianza generalizada     en el otro y a la violenta campaña de la guerrilla maoísta Sendero Luminoso     durante los años ochenta, son algunas de las razones por las que en     ese país existe una cultura de la atalaya. Así como el hecho de que muchas     compañías aseguradoras no amparan a quienes no cuenten con un sistema     de vigilancia durante las veinticuatro horas. En Perú la fuerza de trabajo es     relativamente barata y construir atalayas poniendo guachimanes es menos     costoso que instalar un circuito cerrado de cámaras. 
 
 
 
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