Número 60, octubre 2014

Nosotros, salvajez y barbarie envueltas en fina piel, el infierno de lo interno, y anatomía ardiente. Pero en la cebolla hay solo cebolla, ni intestinos hay ni hiel. Múltiples veces desnuda, nunca jamás diferente.
Wislawa Szymborska

El olor de la cebolla
Pascual Gaviria.
Fotografías: Juan Fernando Ospina

 
Juan Fernando Ospina
 
 

El olfato me lleva hasta la tractomula cargada de cebolla roja. Dos coteros pasan parte de la carga a un camión pequeño que llevará un viaje a Tierralta. Desde las tres y media de la mañana le están poniendo el hombro a la cebolla que llegó desde Ipiales luego de treinta horas de viaje. Una Coca Cola litro y dos vasos en la mitad del remolque son el pequeño cebadero de los dos hombres que están cerca de acabar su trabajo con los 740 bultos de ese bulbo oloroso. A la una de la tarde tendrán ciento treinta mil pesos en el bolsillo y la Central mayorista les ofrecerá sus encantos de todos los días: un casino del que veo salir a un jugador con una bolsa de arvejas a la espalda, las cantinas vaqueras con las copas listas a mañana y tarde, las rifas en cada recoveco, las promesas de los moteles cercanos…

William Vélez es uno de los cuatro grandes cebolleros de la Plaza mayorista. Cada semana trae tres mulas cargadas de cebolla desde el Perú. Vía Wassap le llegan las fotos con una cosecha extendida y separada por calidades y tamaños: la ‘pelona’ que ha perdido precio al soltar sus primeras capas, la cebolla de primera, segunda y tercera, la cebolla de descarte y algo de jengibre para cuñar el viaje. Luego de cinco años en el negocio ya tiene crédito con sus proveedores en Arequipa o Tumbes. La cebolla pasará por tres camiones y diez días de carretera antes de terminar en el plato de un restaurante en Sincelejo o Montería. En Ecuador se hace el primer transbordo, luego, en Ipiales, la zarandean —término para la limpieza y selección antes de la empacada final— y la montan en el camión que la llevará hasta la puerta de Legumbres Quibdó, el nombre que eligió William para su negocio como homenaje a la tierra donde trabajó durante quince años.

Ha sido un comienzo de semana para llorar por la cantidad de cebolla que ha llegado a la plaza. Hace un mes un bulto de roja estaba rondando los ochenta mil pesos y ahora se vende bien vendido a cuarenta y cinco mil. “Ha sido una paliza dura, pero así es esto. La gente en Perú estaba guardando, guardando en espera de buenos precios y la soltaron toda al tiempo. Ayer regalamos veinte bultos para la fundación de la plaza y hoy salen otros quince”, me dice William con la tranquilidad del jugador frente a la máquina tragamonedas.

Juan Fernando Ospina

 

Las tres mulas de la semana ya están contratadas y solo queda esperar que no coincidan las cebollas rojas en la maquinita de los cuatro mayoristas. William me dice que escogió la cebolla porque es una apuesta menos azarosa: “En Ipiales se puede medir más o menos cómo está el mercado. Con registros de importación uno sabe qué esperar. Eso no pasa con la papa, por ejemplo, viene de muchas partes y es imposible saber cuánta va a llegar”.

Darío Duque, otro de los grandes cebolleros de la plaza, tiene razones más profundas para hablar de su relación con esa hortaliza hecha de cáscaras hasta el centro: “Llevo 42 años en la plaza, a mí me curaron la cortada del ombligo con una cebolla y un ajo”. Su papá vendía cebolla y su hijo lo ayuda con las cuentas de La casa del ajo, un negocio que vende manzanas en el tiempo libre que deja la cebolla. “Con esto no se puede hacer sino tres cosas: se vende, se regala o se bota”, dice Darío señalando unos bultos de cebolla blanca de primera, la más grande, la preferida del mercado local.

Los cebolleros tienen veinte días para sacar la blanca y un mes largo para buscarle destino a la roja. Con el paso de los días crece el olor y el nerviosismo. “El aire es la vida de la cebolla”, me dice William mientras señala los tres extractores sobre los bultos en el fondo del local. Un lote de cebolla ocañera al que le quedan cinco o seis días de vida. Ocaña es el gran productor de cebolla roja en Colombia, pero no produce suficiente para abastecer el mercado nacional. “Aquí usamos la ocañera solo cuando no hay peruana. Es más chiquita, más cara y se daña más rápido”, me dice Darío, quien no se contenta con las fotos vía Wassap y tiene un hombre encargado de las compras en el Perú: “Yo llevo 35 años comprando cebolla en Perú —dice el enlace de Darío en Arequipa—. Empezamos con la idea de llevarla a Venezuela y terminamos trayendo a Colombia. La cebolla peruana tiene el agua necesaria, ni una gota más, no guarda humedad”. También llega alguna cebolla blanca desde Boyacá y una que otra carga desde la China que levanta tantas sospechas como los tenis: “Esas cebollas chinas no tienen sabor, son muy secas y cuando se pudren huelen peor que la de acá”, me dice una de las encargadas de una venta al menudeo.

La Plaza mayorista es una escala más en el camino de la cebolla roja hasta Urabá, Quibdó, el Bajo Cauca y las ciudades de la Costa Caribe. “Allá les gusta es la cebolla roja. Aquí por cada roja se venden nueve blancas y allá es al contrario”, dice Darío mientras se lustra unos zapatos de gamuza en la puerta de su local. La cebolla blanca encuentra clientes en restaurantes, tiendas y supermercados mientras la roja sigue su viaje hacia el norte. Es normal, cuando usted mira la receta del mote de queso, por decir algo, encuentra seis cebollas rojas entre los ingredientes. También les gustan las cebollas más pequeñas, lo que aquí es descarte allá es costumbre.

Al final de la semana las cosas mejoraron para William. El viernes su mula resultó ser la única con cebolla roja en la plaza y pudo vender el bulto a 48 mil pesos. “Hoy solo llegó la mía. Hay otra de cebolla blanca al fondo, pero hoy vendí bien y rápido”, me dice mientras su hijo recibe una consignación por un viaje recién vendido. En Legumbres Quibdó también trabajan padre e hijo, una cáscara envuelve otra idéntica que a su vez guarda una nueva.

Las treinta y cinco toneladas de cebolla están abajo del remolque. Los dos choferes pastusos buscan viaje para Ipiales. Galletas es una de las cargas usuales de la ruta en esa dirección. Antes será necesario un baño al remolque con ripio de café. Los coteros han desaparecido. Esa es una de sus artes según me han dicho. Encontrarán recompensa para su espalda. Y su baño será con alcohol y anís. UC

 
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