DICCIONARIO DE VICIOS
El vicio que se volvió inocente
Joaquín Mattos Omar. Ilustración: Verónica Velásquez
Dormir la siesta, soñar y soñar bajo el influjo del opio sintético, leer, escribir, son algunos de los vicios que me han precedido en este Diccionario. Permítanme decir que esos, con respecto al mío, ¡sí son verdaderos y cojonudos vicios!
El mío es hoy por hoy tan cándido, tan inofensivo, que no logro explicarme cómo todavía hay gente que se escandaliza ante él: Uribe y sus secuaces, el procurador y los suyos, y alguna que otra beata a la manera antigua. Que Uribe, por ejemplo, se escandalice ante mi vicio es en sí mismo el verdadero escándalo: él, que se ha visto implicado en asuntos tan macabros, ¡cómo puede ser que lo asuste una matica tan inocente!
Así que ya lo dije: mi vicio es la marihuana. Mejor dicho, y para corroborar su inocuidad (en este caso, su apenas relativa capacidad de causar dependencia), lo era, pues ya hace ciertos años que lo dejé. Pero ya hablaré de este punto.
Decía que la marihuana es ya un vicio tan rehabilitado (tan mainstreamed), que ahora resulta normal que hasta los presidentes de Estados Unidos admitan en público que alguna vez la fumaron y las señoras le escriban odas en las páginas de opinión de El Tiempo. Todo el mundo exalta ahora sus virtudes medicinales.
Se impone aquí una aclaración. La marihuana, como droga psicotrópica en estado natural, es y ha sido siempre la misma; su principal componente psicoactivo, el tetrahidrocannabinol, sigue produciendo los mismos efectos que experimentaban sus consumidores más antiguos. Lo que ha cambiado es su imagen, su representación o valoración en el imaginario colectivo.
Cuando yo era niño hablar de un marihuanero era hablar de un personaje no solo depravado sino medio diabólico. Sus ojos inyectados en sangre delataban su condición perversa. Se trataba de un sujeto temible, de cuya presencia uno debía huir a cualquier precio. Ahora se me ocurre que quizá quien, en la poesía colombiana, encarnó mejor este paradigma del fumador de cannabis fue Porfirio Barba Jacob, tanto por su siniestra figura de fauno o de íncubo desenfrenado, como por sus famosos versos: “Soy un perdido -soy un marihuano- / a beber y a danzar al son de mi canción...”. (A esta estirpe se sumaría después otro gran poeta, Raúl Gómez Jattin).
Sí, el marihuanero era un perdido: un “hombre sin provecho y sin moral”, carente de “estimación y crédito”, como define el término el diccionario de la RAE. Se creía, además, que un hombre (la mujer estaba excluida de esto) bajo los efectos de la marihuana era capaz incluso de cometer cualquier atrocidad: robar, violar, matar.
Sin embargo, para cuando yo andaba en la plena adolescencia, a finales de los años setenta, esa imagen había ido cambiando y, en mi caso personal, fue modificada por mi conocimiento del fenómeno mundial del hippismo y de –digámoslo así– su versión colombiana: los nadaístas, de quienes yo celebraba a rabiar su famosa frase: “Para qué legalizar la marihuana, si la marihuana es legal”. (Fíjense: ya se empezaba a hablar de su legalización). A ello hay que agregar que en 1977, a los pocos días de su publicación, leí con fervor Que viva la música, de Andrés Caicedo, cuyos personajes no solo fuman marihuana sino que tienen por lo menos dieciocho formas distintas de nombrar la hierba y los pitillos hechos con esta: Bacilo, Bombazo, Barillo, Baraya, Buenaventuro, Marracachafa, Babuino, Bandero, Barbaco, Barquisimeto, Barbuco, etc.
De modo que yo descriminalicé al marihuanero, en el sentido de que dejé de creer que fuera un hampón o un malandro de baja estofa, pero siguió teniendo para mí la aureola de alguien que, buscando de todos modos situarse en los márgenes o en los sótanos de la sociedad, era capaz de epatar a las buenas conciencias, a los adocenados conservadores. Y como ya andaba en plan de rebeldía, me picó la curiosidad por probar la bareta.
Las condiciones objetivas se dieron cuando entré a estudiar en la Universidad del Atlántico, en 1980. A los pocos meses, ya hacía parte de un grupo “con inquietudes políticas y literarias”. Fundamos un periodiquito llamado El Comején, cuyo lema era: “Órgano oficial de expresión de la inteligencia marginal”. Con semejante declaración de principios era insostenible que sus miembros no nos hubiéramos fumado nunca un “tabaco”.
Así que planeamos, como quien organiza una fiesta, la ceremonia de iniciación. Uno de nuestros compañeros, el único que ya había fumado la hierba, consiguió una pequeña dosis y la lio en un solo pitillo colectivo. El lugar fue la cancha de microfútbol del bloque de Codeba, que a esa hora, pasadas las seis de la tarde, estaba casi a oscuras. Entonces entendí por qué se le llama traba al estado de conciencia inducido por la marihuana: una media hora después de mi primera fumada (cuatro, cinco aspiradas), algo explotó en mi cabeza, mientras ya salíamos por la puerta principal de la U.; en ese preciso instante, me topé UC con una amiga y traté de hablarle, pero, ante su expresión atónita, por mucho que me esforcé, no logré articular una sola sílaba. Solo al cabo de una hora larga, vino la recompensa: la risa fácil, espontánea, incontenible; y una euforia inédita, cercana a la felicidad.
Esas gratificaciones continuaron, junto con otras: el sosiego mental, la sedación de los nervios, la fluidez verbal, la imaginación desencadenada. El consumo se hizo cotidiano, indispensable para las tertulias, para leer, para escribir. Fue cuando hice mío una grafiti escrito en la avenida Veinte de Julio: “Pelea con Dios, si quieres. Pero nunca pierdas la amistad del jíbaro”.
En 1985 me fui a vivir a Medellín. Vinieron las deliciosas fumadas en el “aeropuerto” de la Universidad de Antioquia y en el Parque Bolívar. Andaba con “chicharras” en el bolsillo, guardadas en una caja de fósforos. A veces, a petición suya, recogía al poeta Darío Lemos en el pasaje Junín, en las afueras del café Versalles, y lo llevaba en su silla de ruedas a la plazuela Caicedo, a la siniestra de la Catedral, donde lo acompañaba a trabarse.
La hierba empezó a brotar en mis poemas. En uno de ellos, la llamaba “la amiga”, y a su “fecundo sahumerio”, como decía en otro, me encomendaba “en los vuelos y caídas de cada día”.
Ya instalado de nuevo en Barranquilla, pasaron años y años de fidelidad a su piadoso humo. Pero he aquí que, sin previo propósito alguno, un indefinido día empecé a dejarla. Creo que, literalmente, se perdió o se degradó la afinidad química que había entre nosotros. Y, como en el poema de Nicanor Parra, poco a poco, sin darme cuenta, imperceptiblemente, “fuime / quedando / solo”, solo de ella, de su antes necesaria compañía. Nos separamos en los mejores términos (porque no hay nada más repugnante que el hombre que deja su vicio y después, como un converso, se vuelve su peor detractor moral), nos distanciamos, nos olvidamos el uno del otro, pero quedaron los buenos recuerdos.
Es más: todavía, muy de vez en cuando, la encuentro de pronto en compañía de algunos amigos comunes, en algún evento literario, en alguna fiesta, y me le acerco, la saludo con afecto, adelanto mis labios hasta ella y le doy una o dos cortas, suaves… chupadas.