No se acostumbraban las despedidas en aquella áspera región del suroeste antioqueño donde vivía de niño.
El abuelo Pateperro se fugó con el oro de la abuela envasado en botellas, sin decir “hasta luego” porque no pensaba que volvería cuando el oro se acabara.
Se sabía que alguien se había ido por el eco del portón de golpe contra el botalón.
Se fue, pensaban simplemente.
A los veinte años regresaba a dar un vistazo, por si acaso había quedado algo para él.
Se iban en los caballos, los dejaban aperados en el puerto del río, y el caballo regresaba solo al hogar, para decir por dónde había salido el que se fue.
Las mujeres, también se iban para Medellín a buscar trabajo en las fábricas, y los chicos se iban por el mal trato recibido, o por ambicionar otro cielo y otra nada.
Fulano era el nombre de todos. El fulano se fue.
Ese fulano podía parar en un circo ambulante, de culebrero en otra plaza, de jornalero en otra tierra, o nunca volver a saberse nada de ese tal fulano.
¿Qué se hizo? ¿Dónde estará? —Se fue.
Yo también me fui como todos, ido como todos, sin decir nada, porque no había nada qué decir.
Las gentes se iban como las aves, y cuando había alguna grave razón para alejarse, decían: se voló.
Ni se volvía a saber nada, ni nadie se preocupaba por saber.
Eran los tiempos del ferrocarril. Tal vez se iría en el tren, envuelto en el humo lleno de chispas de la locomotora de carbón.
Quizá no era indiferencia, sino la costumbre, las pocas palabras, y que no se conocía el amor, sino sólo el machete, el zurriago y el sombrero para tapar la cara.
Gentes ásperas como sus tierras de montaña, todos condenados al infierno por el cura de la aldea, que trataba de construir su capilla con escasos centavos y una indiferente devoción de ceremonia y espectáculo.
La montaña se cubría de niebla de la tarde a la noche, despertaba con displicente sonrisa, y otra vez volvía a cubrirse con la misma cobija húmeda y fría.
Los que sabían que existía la tierra caliente se enrumbaban hacia el Valle del Cauca, o se quedaban en el camino, aventureros perdidos en aquellas agrestes soledades.
De quienes se quedaban, tampoco nadie sabía nada, sino ellos mismos, encerrados en sus casas, en la penumbra de sus vacíos comercios, en su desconocida pobreza.
La semana no tenía sino un solo día, que era el domingo de mercado. Los otros días pasaban como si no pasaran, únicamente con el martilleo de la fragua y las cansadas campanas del Ángelus.
Y un día me fui solo con mi caballo, sin decir adiós. Al menos yo tenía ese caballo. Barba Jacob se había ido a pie desde su otra montaña para Barranquilla, Centroamérica, México, y también salía lo mismo, sin decir adiós.
La palabra adiós no se decía, porque era tabú.
Mis tíos y mis amigos se fueron sin decir adiós, todos se iban yendo, como fantasmas.
Hoy, cuando escribo, es el día de los fieles difuntos, muchos de los cuales se fueron así, sin despedirse.
Jaime Jaramillo Escobar
Poesía de uso, 2014